Opinión

Pequeñas venganzas

Si me hubieran preguntado hace años lo que era una columna periodística habría respondido sin pestañear que era un texto escrito por un tipo que había tenido una mala mañana en Hacienda, había sufrido un retraso con un avión o tenía un vecino molesto. El cometido del artículo consistiría en aprovechar su difusión para que los del fisco, la compañía aérea y el vecino petardo se sintieran avergonzados públicamente y pidieran disculpas al autor de la columna. Unas disculpas en forma de cesta de frutas con una nota de “lo sentimos, no volverá a ocurrir”.

Pero claro, se trata un tópico que r...

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Si me hubieran preguntado hace años lo que era una columna periodística habría respondido sin pestañear que era un texto escrito por un tipo que había tenido una mala mañana en Hacienda, había sufrido un retraso con un avión o tenía un vecino molesto. El cometido del artículo consistiría en aprovechar su difusión para que los del fisco, la compañía aérea y el vecino petardo se sintieran avergonzados públicamente y pidieran disculpas al autor de la columna. Unas disculpas en forma de cesta de frutas con una nota de “lo sentimos, no volverá a ocurrir”.

Pero claro, se trata un tópico que rara vez tiene que ver con la realidad. No todas las columnas sirven a sus escritores para cometer sus pequeñas venganzas. No conozco a ningún articulista que haya dicho en urgencias de un hospital o a su fontanero: “Te vas a enterar, voy a escribir una columna sobre esto”. A título personal diré que no he querido jugar nunca esa carta, a pesar de que he tenido la tentación de mencionar aquí al individuo que me debe dinero desde hace tres años o al taxista que me hizo una pirula para cobrarme de más. Es decir, son cosas que nos pasan a todos y que no todo el mundo tiene a mano una columna para denunciarlo. Puedes ponerlo en tu blog o en tu Twitter, pero el papel impreso aún conserva una extraña fuerza, bien sea en forma de artículo de opinión o incluso de carta al director.

Reflexiono acerca de esto porque estos días he pasado la que considero la semana más “española” de mi vida. Siete días llenos de burocracia, funcionarios malencarados, empresarios explotadores, facturas que no se cobran... Todos los tópicos de la chapuza y el mal funcionamiento de un país concentrados en pocos días. Y llega el final de la semana, el momento en que debo escribir esta columna y acuden a mi mente los abusos padecidos. Hay ganas de pataleta, de señalar con nombres y apellidos a aquellos que se han aprovechado de mi esfuerzo y mi tiempo.

Pero me acuerdo de lo ridículos que me parecían los artículos quejumbrosos de los columnistas cuando les han cancelado un avión o la recogida de basuras de su barrio no funciona como debiera. Y pienso que no me han contratado para que escriba aquí sobre eso. Y también me doy cuenta de que hay muchos que no sólo tienen una “semana española” sino un mes, un año, una década... Entonces, a pesar de reconocerme el derecho a la queja, me llamo a mí mismo “llorica” e intento escribir una columna divertida. Se nota la bilis al fondo, la mala leche y la frustr

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