‘Barbie’, rebelión feminista en la casa de muñecas
La película de Greta Gerwig ilumina los feminismos del pasado y del presente, denunciando la brecha existente entre una idea estereotipada del empoderamiento de la mujer y la perennidad de las realidades patriarcales
Durante la pasada ceremonia de entrega de los Globos de Oro, el actor Jo Koy, quien ejercía de presentador, comparó las dos películas que se disputaban la mayoría de premios desde una curiosa perspectiva. Mientras que Barbie se inspiraba en “una muñeca de plástico con tetas grandes”, ...
Durante la pasada ceremonia de entrega de los Globos de Oro, el actor Jo Koy, quien ejercía de presentador, comparó las dos películas que se disputaban la mayoría de premios desde una curiosa perspectiva. Mientras que Barbie se inspiraba en “una muñeca de plástico con tetas grandes”, Oppenheimer, el otro gran largometraje hollywoodiense del año, lo hacía en “un libro de 721 páginas ganador del Premio Pulitzer”. La supuesta broma parecía un ejemplo gráfico de cómo el trabajo de las mujeres se ha descrito demasiado a menudo, a lo largo de la historia, en negativo respecto a la idea de creatividad artística imperante y aquello que, de forma contingente, consideramos “alta cultura”.
Hay quien llama a esta apreciación “victimismo”, pero se trata de constatar un hecho: la producción de significado —y el arte lo produce— es inseparable de la producción de poder. Afortunadamente, afirmar tal cosa no es incompatible con apreciar la belleza u hondura de cualquier obra artística. Habitamos un mundo en el que podemos leer a Mary Shelley y al mismo tiempo vivir una experiencia veraniega lúdica y emocionante a través de una sátira incisiva y conmovedora como Barbie. Es el mismo procedimiento que opera al valorar la belleza de un cuadro como La maja desnuda sin dejar de ser conscientes —especialmente las mujeres— de que Goya olvidó las leyes de la gravedad al pintar el pecho de la Duquesa de Alba. Al igual que la inventora de la muñeca, Ruth Handler, nuestro célebre pintor aragonés habría interiorizado una cultura que fetichiza el pecho de la mujer convirtiéndolo en el objeto de la representación sexual femenina por antonomasia, pero a imagen y semejanza del falo ideal: “alto, duro y puntiagudo”.
Tal vez por eso, uno de los recursos más divertidos de Greta Gerwig, directora de la película, es reivindicar a Barbie abiertamente como una feminista de plástico que habita en la utópica Barbielandia, anticipando con sus primeros brotes de humanidad el abismo existente entre la promesa feminista y nuestro mundo real. Lo hace a través de divertidas metáforas, como sus nuevos pies planos o ese discurso emancipado en el vacío que convive con el espanto que le produce su primera celulitis. Reparamos así en la imposibilidad de esa perfección con la que socializamos a las niñas a través de muñecas como Barbie, y lo cierto es que a lo largo de la película las contradicciones no paran de estallar, explicitándose en el encendido monólogo de la empleada de Mattel que juega con la Barbie estereotipada del mundo real. Gerwig, que ha elegido la fantasía para mostrarnos la crueldad del patriarcado apropiándose y burlándose del pinkwashing de la cultura del merchandising, ha visto cómo se sojuzgaba su película (llena, por lo demás, de referencias a su propio universo cinematográfico y a otras obras del séptimo arte) por el imperdonable sacrilegio de asumir y exponer el sesgo capitalista y mainstream de sus propios benefactores, Mattel y la Warner Bros.
Anticipándose a las previsibles críticas, Gerwig aborda la superficialidad de la primera muñeca con tetas —hasta su lanzamiento, todas las muñecas eran siempre bebés, algo que solo permitía a las niñas imaginarse como madres, como muestra el comienzo de la película— tratándola como un objeto cultural pop y exhibiéndolo y reinterpretándolo a través del estallido de una gama de brillantes rosas sin renunciar a lo que se espera de ella: una película de autora que es también indisimuladamente comercial. Más allá de los guiños autoreferenciales, Gerwig se atreve a crear su propia fantasía, y eso son palabras mayores.
Gerwig ha elegido la fantasía para mostrarnos la crueldad del patriarcado apropiándose y burlándose del ‘pinkwashing’ de la cultura del ‘merchandising’
Lo explicaba Richard Brody en The New Yorker: la “fantasía es también una visión de la realidad”, y por eso los grandes directores de cine fantástico son “los que hacen explícita la conexión entre sus mundos fantásticos, el mundo tal y como aparece en los ojos de sus mentes y la realidad vivida”. Barbie tiene, así, la frescura de quien no renuncia a su libertad artística frente a los imperativos del mercado porque es una película sobre la política cultural y, por extensión, “sobre la necesidad de una rebelión creativa para reorganizar lo familiar en aras del cambio social”, aunque el resultado sea ciertamente inclasificable.
Los académicos del cine no sienten debilidad por experimentos de esa clase, aunque sí cuidan las grandes superproducciones, un dominio aún monopolizado por hombres. Dios nos libre de hablar de sesgos de género en nuestros premios Goya al reconocer el trabajo de Bayona con la Sociedad de la Nieve frente a otras obras más modestas como 20.000 especies de abejas, o en la deferencia de los Óscar hacia Oppenheimer, donde actor principal y director sí han sido nominados en sus respectivas categorías. En el caso de Barbie, no deja de ser curioso que la nominación más importante para una película producida, escrita, dirigida y protagonizada por mujeres se la haya llevado... Ken.
La anécdota encaja como un guante con el propio argumento de la película: el salto del orden Barbiecéntrico al falocéntrico muestra el abismo existente entre una utopía feminista donde las mujeres pueden conseguir cualquier cosa y el triste mundo real, aquel en el que a su invisibilización sistemática a cargo de las estructuras patriarcales se la llama “meritocracia”.
Pero la obra de Greta Gerwig y su alegato contra el patriarcado ha sido el mayor éxito de taquilla del año, un récord conseguido por una película dirigida por una mujer que sí fue nominada a la mejor dirección por los Globos de Oro y por el Sindicato de Directores, y que ya obtuvo un Oscar hace 6 años por su ópera prima, Lady Bird. El desaire de la academia de Los Ángeles contiene, en todo caso, una incómoda pregunta. En su esfuerzo por intentar mantener un equilibrio entre la cultura de masas y el cine de autor, ¿acaso encajan peor las historias creadas por mujeres?
Podríamos obviar el debate y afirmar que el arte es andrógino, o que hemos de valorar únicamente la obra en sí, sin más consideraciones, pero se trata de afirmaciones demasiado abstractas y hechas en el vacío, como el apacible mundo feminista de Barbielandia. La realidad es que todo ser humano que cuenta historias es un ser situado; tal vez quiera trascender su propia situación y apelarnos a todos, pero su obra llevará inevitablemente su propia marca. Es revelador que sean hoy precisamente las mujeres quienes se hayan planteado este tipo de cuestiones en su reflexión sobre la película: un hombre “artista” jamás empieza considerándose un individuo con sexo determinado.
La crítica de arte Jane Hu afirmaba en la revista Dissent que “en una vorágine donde forma y contenido —la cáscara corporativa y el estilo estético— difícilmente pueden separarse, los críticos han tendido a ver la película a través de la lente de la metanarrativa de su empresa”. Es decir, los mismos críticos que reclamaban un juicio artístico estricto para valorar la película han acabado haciéndolo por su vinculación con las aspiraciones de la marca Mattel. Pero lo cierto es que la historia de la muñeca y la película de Gerwig iluminan a su peculiar manera los feminismos del pasado y del presente, denunciando de nuevo la brecha existente entre una idea estereotipada del empoderamiento de la mujer y la perennidad de las realidades patriarcales.
La propia Gerwig juega con esa idea: la historia de la muñeca sería la prueba de que el ideal del feminismo liberal (o su versión actual, el neoliberalismo progresista) es una estafa. Y, sin embargo, uno de los aspectos más celebrados de la película es que el punto de vista de una mujer, ese que consiste en “mirar el mundo a través del ocular de una cámara”, como afirman Marjolaine Boutet y Hélène Breda en Le Monde, nunca antes había llegado con esa fuerza a cientos de millones de espectadores y “en tantos tonos de rosa”.
La película se ha prohibido en Argelia por atacar a la moral mientras se proyecta clandestinamente en los cines rusos e, incluso, en Camerún, donde ha sido censurada por promover la homosexualidad. Buena parte de la crítica la ha celebrado por haber abierto esta clase de producciones populares a la mirada femenina, mientras hay también quien la tilda de cursi, sectaria, aburrida, superficial y producto del capitalismo más burdo.
Buena parte de la crítica la ha celebrado por haber abierto esta clase de producciones populares a la mirada femenina, mientras hay también quien la tilda de cursi, sectaria, aburrida, superficial y producto del capitalismo más burdo
La ensayista y activista Naomi Klein, por ejemplo, la calificó como “un subidón de azúcar, una máquina de duplicación y mimetismo que remezcla la cultura de una manera que puede parecer innovadora, pero no lo es”. La filósofa Wendy Brown, por su parte, ha destacado la manera en la que Barbie consigue retratar el enfado de los hombres blancos que votan a Trump y el modo en que “vinculan su frustración al progreso de las reivindicaciones del feminismo”, siendo ese, sin duda, uno de los puntos más interesantes de la película: ese momento en el que Barbie cobra vida y emprende su viaje hacia el mundo real, recorriendo un camino fantástico con una plétora de decorados, colores y dicciones que nos conectan visual y emocionalmente con El mago de Oz.
La transformación de Barbie se expresará con metáforas lúdicas y deliberadamente frívolas, por ejemplo con el abandono de la crueldad de los tacones por la comodidad de las sandalias Birkenstock. Y mientras Barbie, en su personal trance, se enfrenta a la ansiedad, la decepción, la violencia sexual o los insultos de las chicas jóvenes (“¡Fascista!”, llegan a gritarle), Ken, que ha viajado con ella al mundo real, aprende cómo hacer funcionar el patriarcado en su empeño por dejar de ser “simplemente un Ken”. A su regreso, Barbie descubrirá que Barbielandia se ha transformado en una especie de machoesfera donde los caballos son “extensiones de hombres”, un mundo delirante, tosco y brutal a la manera de El planeta de los simios, en un guiño de la directora al clásico de Chaffner.
Ciertamente, la película no parece apta para quienes culpan de su frustración al progreso del feminismo, o precisamente por eso tal vez sea una oportunidad única para reírse de sí mismos con los recursos irónicos con los que Barbie muestra las contradicciones de una masculinidad construida por el patriarcado. En algunos momentos de la película, todos experimentamos cierto desconcierto al contemplarnos desde los cánones invertidos de la mirada masculina, ese famoso male gaze que convierte a Barbie y a sus pechos en un objeto de plástico, mostrando de nuevo las trampas de una muñeca creada para “empoderar”.
Si el cine que tradicionalmente proyecta Hollywood tiene interiorizada la mirada masculina, como explica Laura Mulvey en su conocido ensayo Placer visual y cine narrativo (Episteme Ediciones, 2002), en Barbie, el coprotagonista masculino solo tiene un gran día “si ella lo mira”. Barbie explicita esta perspectiva desde su primerísima escena, situando a la mujer como el principio del Universo, en un homenaje sensacional a 2001. Odisea del espacio. Es también el momento en el que se nos presenta la trama: la perfección de una muñeca con la que se nos educa frente a lo que sucede cuando proyectamos sobre ella nuestras imperfecciones o, lo que es lo mismo, nuestra humanidad.
Afirmaba The Economist que tanto Barbie como Oppenheimer habían sido pensadas para “comprobar si se puede convencer a los espectadores para que vuelvan a los cines”, pero quizá la visión de The New Yorker sea más suculenta. Más que Barbenheimer, 2023 fue “el año de las muñecas”. En tiempos de retroceso político, decían los redactores Vinson Cunningham, Naomi Fry y Alexandra Schwartz, “son historias complejas sobre el despertar feminista las que han calado en el público”. Miren si no el extraño binomio formado por Barbie, cuyo viaje para convertirse en ser humano le descubre la idea de libertad, y su reciente alter ego en versión gótica, la Bella de la recién estrenada Pobres criaturas, quien encuentra su autonomía y se humaniza a través de la completa desinhibición sexual. Ambas películas muestran el abismo entre la feliz utopía feminista y una realidad tozuda que evidencia las contradicciones de la promesa feminista mientras nos recuerdan el juicio implacable que todos, y todas, ejercemos aún hoy sobre las mujeres.
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