‘El léxico del autor’, de Roland Barthes: viaje a la individualidad compartida
Este ensayo, una de las obras póstumas del filósofo francés, recoge el material del seminario celebrado en la École des Hautes Études entre 1973 y 1974
Roland Barthes le dio al deseo un significado más pleno que sus colegas y más relacionado con el placer, esquivando por un lado la negatividad de Lacan, que siempre va a enlazar el deseo con la muerte, y huyendo por otro lado de la visión existencial de Sartre, que en La náusea describe el sexo como una dimensión gris y maloliente, que produce angustia por su misma necesidad. La verdad de Barthes se ubica en un punto intermedio entre el deseo como destrucción y el deseo como afirmación de sí mismo y del otro. Lo q...
Roland Barthes le dio al deseo un significado más pleno que sus colegas y más relacionado con el placer, esquivando por un lado la negatividad de Lacan, que siempre va a enlazar el deseo con la muerte, y huyendo por otro lado de la visión existencial de Sartre, que en La náusea describe el sexo como una dimensión gris y maloliente, que produce angustia por su misma necesidad. La verdad de Barthes se ubica en un punto intermedio entre el deseo como destrucción y el deseo como afirmación de sí mismo y del otro. Lo que refiero se percibe a lo largo de toda su obra y se manifiesta en la brillantez alegre de su estilo y desde luego en el libro que vamos a tratar. Aunque apreciaba los dones apacibles del campo, sobre todo los vinculados al Sudoeste o País Vasco francés, donde vio la primera luz, Barthes era sobre todo un animal de ciudad por la que le gustaba desplazarse andado. Viví en su misma calle más de un año, y puedo dar razón de sus paseos solo o acompañado, por el barrio Latino, por el proustiano barrio de Saint-Germain o por las inmediaciones de Montparnasse o de la Ópera, en una época en la que París tenía todavía su relato y su personalidad, antes de que se convirtiera en un parque temático para los millones de turistas que la visitan en todas las épocas del año. Con cierta frecuencia, cuando me dirigía al hotel Marigny (que en otro tiempo fue un prostíbulo de muchachos financiado por Proust) para llevar a cabo mi trabajo de portero de noche, me cruzaba con él en algún lugar de trayecto. Seguramente venía de Café de la Paix y se dirigía al Café La Coupole (el Select, que estaba en frente, no le gustaba pues había sido muy frecuentado por Sartre). Todo lo cual para decir que era un bon vivant caprichoso y selectivo que buscaba atmósferas “habitables” y que apreciaba como nadie los placeres de la amistad, pues para Barthes sus amigos eran su familia y consideraba a Philippe Sollers, a Julia Kristeva y a Severo Sarduy sus hermanos, por no decir sus hijos.
De todos los cafés que jalonaban sus paseos, el más querido y frecuentado era sin duda el Flore, donde lo vi más de una vez desayunar mientras leía el periódico, y donde lo querían como a ningún otro cliente. Una de aquellas mañanas del Flore lo capté en un momento reflexivo y con la mirada perdida en un punto inconcreto del establecimiento. Quizá pensaba en sus pasos perdidos: sus días en el sanatorio de tuberculosos, tocado por la enfermedad que le impidió entrar en la Escuela Normal Superior, a la que estaba destinado al igual que Sartre, Althusser y Foucault, o sus años de lector de francés en Bucarest y Alejandría, donde tuvo más de un amor, o sus días en la École des Hautes Études, donde dio el seminario reproducido en el El léxico del autor, o su experiencia pedagógica más tardía en el Colegio de Francia, a cuyos cursos asistí y donde ingresó en 1977, tan solo tres años antes de su muerte. Su discurso de entrada en el Colegio fue muy criticado en las camarillas de intelectuales de París por algunas de sus formulaciones, más bien escandalosas, pero hay que tener en cuenta que Barthes recurría al efectismo como herramienta publicitaria unas veces, y otras por el deseo de épater le bourgeois. Se trataba de placeres de los que no se podía privar y que nutrían su narcisismo, tout à fait parisien, y su espíritu histriónico y algo burlón. Y el histrionismo y la broma suelen dar como resultado una actitud irónica ante la vida y la obra. En esa situación quería colocarse Barthes, si bien no siempre lo conseguía.
El léxico del autor, última de sus obras póstumas y publicada en francés y en español, ha sido prologada por Éric Marty, autor de El sexo de los modernos y gran lector de Barthes, que conoce su obra palmo a palmo y que abre las puertas de la travesía con agudas matizaciones. Los que han comentado la obra refieren que el seminario de 1973-74, cuyo material recoge el libro, muestra un proceso de trabajo experimental, exploratorio, dudoso, ondulante y a veces fructíferamente contradictorio. Estimo que ese proceder era el propio de la École des Hautes Études, que conocí muy bien como alumno, y lo practicaban todos los profesores si bien Barthes lo llevó a los últimos extremos en la derivación, en la exploración, en los rodeos, en los aciertos, en los fracasos, en la comunión con los alumnos que cooperaban en el trabajo analizando conceptos muy concretos del seminario y configurando entre todos ellos una dialéctica donde el goce y el deseo tenían su presencia, y donde el proceso de construir un texto se alternaba con la destrucción de las capas ideológicas del lenguaje. Los asistentes formaban una camarilla de élite, con intelectuales como Aron, Sarduy, Sollers, Bremond, Kristeva y un largo etcétera. Decía Hegel que “la conciencia de sí sólo alcanza su satisfacción en otra conciencia de sí”, y eso pasaba en el seminario del 73-74, donde los narcisismos eran recíprocos y compartidos y donde Barthes tomaba conciencia de su propio discurrir en otras conciencias que lo acompañaban mientras se exploraba en realidad a sí mismo, pues el seminario fue la base de un libro irónicamente autobiográfico.
Sobrepasado el ecuador de la obra nos encontramos con textos inéditos sobre el viaje a China que Barthes hizo con los miembros de la revista Tel Quel en pleno seminario del 74, y que justamente por eso lo incluyó en él. En las fotografías que les hicieron del viaje, Barthes solía aparecer como apartado del grupo Tel Quel, lo que acentuaba su diferencia: otra indumentaria, otra generación, otra mirada, sin olvidar que Barthes estaba muy lejos de practicar el maoísmo barroco y sofisticado de la revista ni se dedicaba a la demagogia exquisita, como sí solía hacerlo Philippe Sollers, capitán del grupo. En aquel entonces todavía las élites de izquierdas de París valoraban muy positivamente la revolución cultural. En las páginas referidas, Barthes oscila entre la crítica leve y las reflexiones estéticas, y abundan las observaciones felices y penetrantes sobre un país “ininteligible”. Nada extraño: las opiniones de Barthes sobre Oriente suelen ser a menudo desconcertantes y estimulan tanto la reflexión como la curiosidad, además de abrir vías inesperadas para la investigación semiológica. Mientras iba recorriendo El léxico del autor en todos sus recovecos, sentí que asistía a las fases diferentes de la obra de Barthes, la pasada, la presente y la futura, porque hay momentos que nos conducen a Al grado cero de la escritura, a Critica y verdad, que quedan lejos en el tiempo, a la vez que vemos la reflexión del presente implícita en el seminario y anuncios de la obra futura en especulaciones que se acercan mucho a sus Fragmentos de un discurso amoroso. Por todo lo dicho, El léxico del autor tiene un gran interés pedagógico pues a través de sus páginas vemos, de forma tan arropada como desnuda, la construcción “en vivo” de un ensayo en todos sus vaivenes y registros.
El léxico del autor
Traducción de Alan Pauls
Eterna Cadencia, 2023
530 páginas, 24,90 euros
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