TRONO DE JUEGOS

Entre el museo y el paraíso ‘gamer’

El OXO de Málaga inaugura una exposición sobre ‘Final Fantasy’ que invita a reflexionar sobre la influencia de la saga

Proyección tridimensional dentro de la exposición, en una imagen facilitada por el museo.

Hay un edificio en Málaga que aúna la vocación de la ciudad de ser museística y tecnológica, la cabezonería de un puñado de vecinos convencidos de que el videojuego es una pieza fundamental del ecosistema cultural, y el anhelo del entero mundo del ocio digital por tener en este país un lugar digno donde reivindicar su esencia y trascendencia. Se trata de OXO, el Museo del Videojuego, y el viernes se inauguró allí una exposición so...

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Hay un edificio en Málaga que aúna la vocación de la ciudad de ser museística y tecnológica, la cabezonería de un puñado de vecinos convencidos de que el videojuego es una pieza fundamental del ecosistema cultural, y el anhelo del entero mundo del ocio digital por tener en este país un lugar digno donde reivindicar su esencia y trascendencia. Se trata de OXO, el Museo del Videojuego, y el viernes se inauguró allí una exposición sobre la saga Final Fantasy. Por si faltaran motivos para visitar la ciudad.

La muestra, comisariada por Miguel Ramos (cofundador de Kaiju, la empresa adjudicataria del proyecto y que dirige el museo, cuyo director cultural es el periodista Santiago Bustamante), se ha hecho codo con codo con Plaion España, bajo la supervisión de Square Enix, y repasa los 35 años de una franquicia que ha influido como ninguna en lo referente a personajes, narrativa o música en toda la industria. Y lo repasa a muchos niveles, desde lo conceptual a lo artístico, pasando por objetos de merchandising de todo tipo. Si bien cae en el error de ensalzar demasiado Final Fantasy XVI (es cierto que es la última entrega, pero empujar tanto en esa dirección bordea el product placement) lo cierto es que traza un muy gozoso recorrido por la saga y guarda en uno de sus pasillos la joya de la corona: todos los juegos, dispuestos en orden y disponibles para ser jugados en sus consolas originales. Todo ello está contado con elegancia y un nivel de producción realmente alto, en la línea de lo que acostumbra un museo inaugurado en enero y que (culpa de quien esto escribe) ha tardado demasiado en pasarse por este espacio.

Porque conviene detenerse un minuto a hablar de las cosas buenas de este espacio malagueño. Y es que la estructura de las plantas, la calidad de los objetos expuestos y su grado de interactividad son de nota. No existe un museo de estas características en Europa y, honestamente, es difícil pensar en otro espacio en el mundo con ese nivel de competencia y con un discurso museístico tan bien armado. Al conjunto lo engrandece un aterrizaje sublime a la hora de llevar lo conceptual a lo físico: los acabados, las figuras, los mandos gigantes, todo es agradecido a la vista y al tacto. No tiene a personas haciendo de guías, algo que remataría la experiencia (porque la historia de los videojuegos se cuenta mejor de tú a tú que en carteles), pero tiene muchas virtudes, coronadas por una última planta más experimental, que a través de otros materiales interactivos (tiras de leds controlables, cajas de arena que dialogan con la iluminación) se pregunta sobre la propia raíz unívoca del videojuego.

La joya de la corona: todos los 'Final Fantasy' listos para jugar en su soporte original.

El espacio tiene una idea museística detrás no solo exigente sino verdaderamente profunda: lejos de contentarse con ser un catálogo de existencias temporales (fallo en el que caen muchas de las exposiciones de este tipo) el museo OXO comete la agradecida temeridad de ser muy analógico. Porque los juegos del OXO no están emulados. Es decir: no hay una consola fosilizada en una vitrina y por otro lado una pantalla que ejecuta un programa moderno que imita el juego original. No, en Málaga todas las máquinas originales ejecutan los juegos originales en sus formatos originales (cartuchos, discos, tarjetas, lo que sea). No hay trampa ni cartón y eso hace muy especial lo que allí se respira.

Esa apuesta total por la fisicidad no solo es un envite contraintuitivo en un mundo en que los museos de toda la vida caen en el sobreuso de dispositivos de realidad virtual. También es un riesgo para los propios materiales (el pH de las manos y el sudor puede dañarlos) y toda una declaración de intenciones en ese sentido: la batalla entre el conservacionismo y el placer la gana por goleada este último, haciendo del de Málaga un museo disfrutable a cada metro cuadrado, en el que la memoria táctil de varias generaciones se deleitará tocando los floppy disks, cogiendo de nuevo el mando de la Nintendo 64 o metiendo los ojos en esa Virtual Boy que se atrevió a hacer un dispositivo de vista tridimensional en el 95 y que debe ser, con justicia, reivindicada.

La historia de los videojuegos en los museos viene de largo. En los ochenta el Smithsonian de Washington comenzó a exhibir juegos, en 2012 el MoMA de Nueva York cometió la temeridad de incluir 14 videojuegos en su colección permanente, y desde entonces las exposiciones sobre el ocio interactivo no han dejado de crecer a lo largo del mundo. No hay que ser adivino para saber que esto irá a más. Igual que en el Prado hay estudiantes esbozando al carboncillo delante de las obras maestras; igual que en el Rodin de París hay jóvenes perfilando con un palillo un pedazo de arcilla, los jóvenes que mañana harán videojuegos se merecen un espacio así. Un espacio en el que puedan destripar las máquinas para, en el fondo, entender cómo encauzar sus propios sueños. Unos sueños que pueden acabar, por qué no, dando forma al siguiente Final Fantasy.

Una de las plantas del museo.

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