‘El sur’: la hija del péndulo
Laura Ferrero cierra su serie de agosto sobre finales de películas míticas con el filme de Víctor Erice, en el que la fuerza del relato, de la palabra, ayuda a salir adelante
La conversación se queda a medias. El padre, evasivo ante la pregunta de quién es Irene Ríos, contesta sin contestar, zafándose. Y ella, Estrella (Sonsoles Aranguren), la hija adolescente, que ha asumido que esa admiración infantil que sentía por su padre se ha transformado en un mudo hastío, piensa que ya continuará la conversación más adelante y se levanta de la mesa porque tiene clase de francés. Deja a su padre en el restaurante escuchando En er mundo, ese viejo pasodoble, y se queda solo, abandonado a su suerte. Estrella piensa, desde un futuro que no conocemos, que pudo hacer por ...
La conversación se queda a medias. El padre, evasivo ante la pregunta de quién es Irene Ríos, contesta sin contestar, zafándose. Y ella, Estrella (Sonsoles Aranguren), la hija adolescente, que ha asumido que esa admiración infantil que sentía por su padre se ha transformado en un mudo hastío, piensa que ya continuará la conversación más adelante y se levanta de la mesa porque tiene clase de francés. Deja a su padre en el restaurante escuchando En er mundo, ese viejo pasodoble, y se queda solo, abandonado a su suerte. Estrella piensa, desde un futuro que no conocemos, que pudo hacer por él más de lo que hizo. Porque esa es la última vez que habla con él. Entre ellos se cuelan esas dos palabras, más adelante, ancladas en la renovada esperanza de que exista un después. Pero después solo queda el relato, enhebrar esa historia que empieza con las últimas palabras de la película, con una promesa: “Yo estaba muy nerviosa. Por fin, iba a conocer el sur”.
El final abierto de El sur, mítica película de Víctor Erice, basada en el relato homónimo de Adelaida García Morales, bebe especialmente de las vicisitudes presupuestarias de su productor Elías Querejeta, que terminó el rodaje 33 días antes de lo previsto. Alude, ese final abierto, a dos misterios. El primero es quién o qué se quedó en ese territorio mítico para que un hombre viva toda la vida huyendo de esas coordenadas. El segundo: quién es, para Estrella, Agustín (Omero Antonutti), ese padre silencioso y fascinante que interpreta, mediante un péndulo, los escondrijos de la realidad.
El relato de Adelaida García Morales va encabezado por la siguiente cita de Friedrich Hölderlin: “¿Qué podemos amar que no sea una sombra?”, y quizás en ella anide el sentido último no solo de la película de Erice, sino de un modo de vivir que echa raíces en la adoración del misterio, de lo que se nos escapa. El espectador de El sur —si antes no lee el relato de García Morales, ya que ahí el final ofrece más claves— siempre se preguntará cómo habría seguido la historia si se hubiera rodado la película entera y nos hubiéramos embarcado con Estrella en ese viaje al sur para reconstruir la infancia y adolescencia del que fue su padre. Pero eso no nos importa aquí. Ni tampoco quién es Irene Ríos, o qué fue de la vida real de Agustín. Nos importa la promesa, las direcciones en las que se mueve ese péndulo que es la imaginación.
En El cuerpo lleva la cuenta, un libro que aborda, a grandes rasgos, el tratamiento de la experiencia del trauma tanto colectivo como individual, su autor, el psiquiatra Bessel van der Kolk, ahonda en el inmenso poder del relato para salir adelante. Años atrás, diversos estudios e investigaciones llegaron a la conclusión de que los veteranos de Vietnam, al regresar a casa, se dividían en dos grupos. Aquellos que se agarraban con fiereza a los detalles de lo que había ocurrido y los repetían una y otra vez y en un mismo orden, y los que iban introduciendo pequeñas variantes, deudoras de la imaginación y, por consiguiente, de la inexactitud. Los segundos fueron los que lograron integrar mejor las vivencias traumáticas, como si mantenerse demasiado fiel a los acontecimientos terminara deformándonos, y fuera la fantasía, hacerle los bordes más transitables a la historia, lo único que nos permitiera transitar el dolor de un pasado que nunca termina.
El péndulo con el que Agustín encuentra agua termina convertido en una suerte de símbolo del amor paterno hacia Estrella
El péndulo de Agustín, además de acerca de lo liminal, de lo que aún no es, habla de un poder que no se relaciona con tener, con poseer, sino como una percepción de esa realidad que se nos pasa inadvertida, con la escucha de un mundo oculto e impenetrable para el resto de los mortales. Gracias al péndulo, Agustín sabe dónde hay agua y cuántos metros hay que cavar hasta llegar a ella o, si lo hace oscilar sobre el vientre de su mujer embarazada, le llega la certeza de que será una niña. El péndulo es instrumento de conocimiento de la realidad, pero no de su realidad. Ocurre igual con los faros: su luz solo sirve para alumbrar a los demás, pero a ellos suele habitarlos la oscuridad. Así que el péndulo termina convertido en una suerte de símbolo del amor paterno, y poco antes de suicidarse, quizás se lo deje a su hija deseando que al final sea ella la que, aunque ya muerto, lo encuentre.
Unas palabras de Isaak Bábel resuenan en mí desde que las leí: “Y ahora quiero saber —dice la mujer con una fuerza terrible—, quiero saber si es posible encontrar otro padre como él en algún lugar del mundo”. Y resuenan también ahora al final de la película. Estrella se dice que por fin va a conocer el sur, y esa promesa llena de incertidumbre le devuelve a su padre. Él ya no está, pero le queda la fuerza de la palabra, del relato y en el relato la vida empieza una y otra vez e incluso es posible, respondiendo la pregunta de Bábel, encontrar ya no a otro padre distinto sino al mismo. Mientras lo busque, él no morirá jamás.
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