Esther Kinsky, escritora: “Hablar de la muerte de un ser querido con los demás sirve de poco”
La autora alemana saltó a la fama con ‘Arboleda’, donde relataba el luto por su compañero. Su nuevo libro, ‘Rombo’, da la palabra a víctimas de terremotos para entender otros tipos de duelo
Nada más empezar la conversación, Esther Kinsky (Engelskirchen, Alemania, 1956) se detiene unos segundos. Al interior de la librería berlinesa donde nos ha dado cita, en una calle del barrio de Neukölln en estado avanzado de gentrificación, llega el ruido atronador de las obras que hay en la calzada. Recuerda, salvando las distancias, a los temblores de la tierra de los que habla su nuevo libro, Rombo (P...
Nada más empezar la conversación, Esther Kinsky (Engelskirchen, Alemania, 1956) se detiene unos segundos. Al interior de la librería berlinesa donde nos ha dado cita, en una calle del barrio de Neukölln en estado avanzado de gentrificación, llega el ruido atronador de las obras que hay en la calzada. Recuerda, salvando las distancias, a los temblores de la tierra de los que habla su nuevo libro, Rombo (Periférica). En italiano, esa palabra no solo se usa para designar la famosa forma geométrica, sino también el estruendo subterráneo que llega con cada seísmo, comparable con el retumbar de un trueno o el traqueteo de un carro sobre un empedrado irregular. “Un ruido fuerte y oscuro”, rezan los diccionarios italianos, con un estimable sentido de la sinestesia.
A Kinsky, que solo está de paso, ya no le gusta Berlín. “Es una ciudad en la que nunca volvería a vivir”, asegura la autora, sentada frente a una taza de café en este local del que solía ser su barrio. “Era mi compañero a quien le gustaba. Cuando murió en 2014, me marché”, añade recordando a M., aquel cónyuge (casi) anónimo al que dedicó su libro anterior, Arboleda, que protagonizó un pequeño fenómeno literario en Alemania y en medio mundo. Hace seis años, Kinsky se compró una casa en la región italiana del Friul, donde reside la mitad del año (la otra mitad transcurre en Viena, a cinco horas de tren, donde vive su hija). En ese rincón del noreste de Italia, donde su admirado Pasolini solía pasar las vacaciones de niño, descubrió una sociedad matriarcal, herencia del pasado minero de esas comarcas, lo que provocó que, a mediados del siglo XX, los hombres murieran jóvenes y las mujeres no tuvieran otro remedio que coger el toro por los cuernos. Quedó fascinada por ese lugar pegado al Adriático, lleno de paisajes “de lo más variado”, que en otro tiempo fue la puerta de entrada a la península “de todos los pueblos que luego constituirían Italia”. Pero Kinsky se encontró, sobre todo, con un territorio discretamente traumatizado por los dos terremotos que, en mayo y en septiembre de 1976, provocaron la muerte de cerca de 1.000 personas, además de muchos daños irreparables en el paisaje.
Poeta, ensayista y traductora del inglés, el ruso y el polaco, hija de un profesor de latín y griego con orígenes eslavos (de los que da cuenta su inconfundible apellido), Kinsky ha protagonizado un ascenso considerable con sus últimas tres novelas, empezando con Am Fluss, una carta de despedida a Londres, donde vivió durante décadas, que publicó en 2014 (Periférica la editará en castellano próximamente). En realidad, ella prefiere hablar de prosa, esa palabra anticuada y elegante, que de narrativa, porque no cree que lo que escribe, siempre situado entre el testimonio personal y la observación de su entorno, se ajuste a esa definición. Para firmar Rombo, tras el ejercicio de introspección extrema que supuso Arboleda, la autora entrevistó a unas 70 víctimas de esos terremotos y luego condensó sus respuestas en siete personajes ficticios. “No me gusta escribir sobre mí misma, no me considero lo suficientemente importante. Quiero escribir sobre cosas que conciernen a todo el mundo, como el dolor o la pérdida”, afirma. “En realidad, todo forma parte de un único libro. Espero que algún día sean capaces de entenderlo así”, dirá en un extraño momento en que parece pensar en su posteridad. El resto del tiempo preferirá escudarse en una sabiduría sigilosa, en una reserva algo distante y solemne, pero puntuada por sonoras carcajadas que salen de muy adentro. Parece una mujer que ha sufrido, pero también una que ha reído mucho.
Las periferias son los lugares donde suceden las cosas más interesantes y donde logras escapar al dominio del capitalismo con mayor facilidad”
Le preguntamos por lo que tienen en común Arboleda y Rombo, atravesados como están por la cuestión del duelo, por mucho que estos tengan signos distintos. Ella asiente, pero con una respuesta bastante inesperada: los dos hablan de la periferia, de lo que queda lejos de la vida urbana, de civilizaciones en vías de extinción en medio de la uniformización galopante del paisaje cultural europeo. “Las periferias son los lugares donde suceden las cosas más interesantes. Me encantan las ciudades, y nunca podría vivir sin poder ir al cine de vez en cuando, pero la vida metropolitana está muy dominada por el capitalismo, y la cultura que aparece en ella responde, en consecuencia, a parámetros mercantiles. En la periferia logras escapar a todo eso con mayor facilidad”, contesta. “No me veo como una etnógrafa, pero es cierto que me impactó descubrir una cultura tan peculiar como la del Friul. He trabajado mucho sobre el concepto de memoria colectiva, sobre cómo aceptamos hechos trágicos dentro de un grupo, sobre la digestión conjunta de los traumas. Pero esta fue la primera vez que me encontraba una memoria postraumática en la que no había un culpable claro, en la que no había nadie en concreto a quien culpar. En un desastre natural como un terremoto es muy difícil designar al enemigo”.
—¿Qué diferencia el duelo que vivió usted y el de la comunidad de la que habla? ¿No hay un fatalismo compartido al encajar tragedias que no son de nuestra responsabilidad?
—La muerte de un ser querido provoca un dolor que es radicalmente individual. El trauma de los friulanos, en cambio, es colectivo. Hay un consenso sobre cómo hablar de lo que sucedió, en el que diría que hay menos dolor que puro desconcierto. Una mujer me contó que cuando el terremoto llegó tenía ocho años. Pasó la noche bajo los escombros, cogida de la mano de su abuela, que ya estaba muerta. Me lo relató con una frialdad absoluta, como si el sufrimiento fuera ajeno a su experiencia.
—Cuando dice que el luto de alguien cercano es una experiencia radicalmente individual, ¿se refiere a que sirve de poco compartirla?
—Sí, creo que no sirve de mucho.
Si escribió Arboleda, fue porque se había quedado muda. La protagonista, alter ego evidente de Kinsky, viaja sola a Italia para recorrer los lugares que había planeado visitar con su compañero, que acaba de morir. En la primera mitad del libro, ni siquiera abre la boca. Hasta que, en la página 141, observa una garza blanca al otro lado del río y recuerda que su pareja le enseñó el nombre de ese pájaro en inglés en una silenciosa franja de la desembocadura del Támesis, donde una bandada de esas aves sobrevolaba un cañizar rojizo “como una nube de motas de nieve salpicando un soto invernal”. A partir de ahí, la narradora recupera las palabras. “A mí me sucedió lo mismo. No podía hablar. Tenía que escribir este libro, era la única manera de seguir adelante”, confirma Kinsky sobre una obra pensada “como un memorial para esa persona, un testimonio de amor y dolor, el reflejo de un proceso a través del que uno llega a volver a tener algo después de haberlo perdido todo”.
En sus libros, la naturaleza es un espejo que le sirve para hablar de sí misma con un inmenso pudor, como si las flores y los estuarios fueran una pantalla. Aun así, frunce el ceño cuando se le pregunta si es una neorromántica que detecta en los accidentes geográficos el dramatismo de sus paisajes interiores, como Goethe, Wagner, Friedrich y compañía. “En Alemania, los románticos vieron la naturaleza como algo opuesto a la razón, y yo estoy en desacuerdo con esa idea. Al revés, la naturaleza es, para mí, una forma de lenguaje. Y lo curioso es que cada persona es capaz de leerla de una forma distinta”. Hay un capítulo en Arboleda en el que la protagonista empieza a describir el paisaje que tiene ante sus ojos como si viera en él signos de puntuación. Su curación consistió en observar, describir y encontrar nuevas maneras de nombrar lo que veía. “Cada palabra que escogemos tiene un trasfondo emocional. Cada palabra refleja nuestra propia historia”, jura.
Otra conexión entre sus dos obras es que, pese a describir experiencias dolorosas, ambas desprenden una sensación de esperanza, a falta de una palabra mejor. “Sí, un consuelo o un alivio”, corrige Kinsky. La autora está terminando un nuevo ensayo, que hablará sobre los disturbios ambientales, los cambios drásticos en cualquier ecosistema provocados por la intervención humana. “Mi idea es que, a cierto nivel, todo puede ser una tierra perturbada: nuestros cuerpos, nuestros corazones, nuestros recuerdos. En esas tierras sometidas a la explotación o a la minería aparece, en un primer momento, una flora muy básica”, describe. Pero, inevitablemente, esta siempre termina por crecer. “No hay que olvidar que los humanos somos, por naturaleza, una especie destructora. Pero también somos la única que puede ser constructiva y creativa. Es importante vivir siendo conscientes de nuestro poder de destrucción, pero también de nuestra capacidad de regeneración”.
Lo distinto en sus libros es que ese resurgir sucede solo, casi por arte de magia, sin tener que esforzarse en exceso para dejar atrás la pesadumbre. “Me despierto por la noche y creo tener polvo en la boca. Me voy a asfixiar, pienso”, relata Olga, una de las voces narradoras de Rombo, al recordar una pesadilla recurrente que la retrotrae a los días de los dos terremotos que casi terminan con su vida. “Pero al final pasa y no me ahogo”, dice con perplejidad. Kinsky está de acuerdo con esa idea: “Puede sonar cursi o ridículo, pero yo creo que la vida es algo por lo que estar agradecido. La vida continúa y nada puede detenerla”. Lo dice como asqueada por expresar semejante obviedad, pero también con la seguridad de haberlo vivido en primera persona.
Los humanos somos, por naturaleza, una especie destructora. Pero también somos la única que puede ser constructiva, la única con la capacidad de crear”
—Se diría, al leerla, que sus libros toman forma cuando camina.
—Sí, paso mucho tiempo andando. Caminar es lo que más trabajo me lleva, es a lo que dedico más tiempo en cada libro. Mi próximo volumen de poesía habla de las moreras que hay cerca de mi casa en Italia. A base de verlas, me pregunté por qué estaban ahí. Descubrí que, hasta la I Guerra Mundial, Italia era un régimen semifeudal en el que los campesinos no tenían derecho a poseer nada, ni siquiera tierras, pero sí esos árboles, que utilizaban para alimentar a los gusanos de seda. Y de ahí viene la tradición de la seda en la región… Cuanto más miras, más rasgos elocuentes encuentras en el paisaje que hablan por sí solos. Sin caminar, no habría libro.
—¿Se inscribiría entonces lo que hace en el llamado nature writing?
—No, en absoluto. Lo que más me interesa son las historias humanas y no la naturaleza. Me molesta mucho que me digan esas cosas. Por ejemplo, siempre me comparan con Peter Handke y con W. G. Sebald. Me gusta cómo escribe el primero, pero vivimos en mundos muy distintos. Y Sebald utilizaba fotos, como hago yo, pero él fue un escritor que usaba mucho su educación, su cultura. Yo creo que mis libros, cuando están bien traducidos, no requieren que el lector tenga mucha cultura. No hace falta ser especialmente culto para leerme, basta con ser paciente.
Cuando se publicó Arboleda, un vecino le dijo que su hermano, que trabaja en una cadena de montaje en Stuttgart, había leído el libro y le había gustado. “Dijo que aprendió una lección para el resto de su vida. Esa fue, sin lugar a dudas, la mejor crítica que he recibido”, dice Kinsky.
En Rombo hay distintos testimonios que se superponen: el de los humanos, por descontado, pero también el del cuco, el chotacabras, las rocas y los afluentes. ¿Todos tienen la misma importancia? “En cualquier caso, todos son capaces de hablar. Los animales disponen de un lenguaje, y las plantas, también. Por eso me gustan los paisajes llanos, las planicies: todo está al mismo nivel, todo tiene la misma importancia y no hay elementos espectaculares que nos distraigan. Creo que mi escritura refleja eso”, asegura Kinsky, que creció en un pueblo pegado al Rin a pocos kilómetros de Colonia. “Había una llanura y mucho cielo, nada más. Por eso no me placen las montañas”.
A diferencia de los de Sebald, mis libros no requieren que el lector tenga mucha cultura. No hace falta ser especialmente culto para leerme. Basta con ser paciente”
—¿Cómo hablan, para usted, un animal o una planta?
—Es una evidencia científica que los animales usan lenguajes. Basta con escuchar a los pájaros para darse cuenta de ello. Cuando caminas mucho por el campo te acostumbras a distinguir las voces animales y a saber cuándo están en peligro o se sienten melancólicos, por ejemplo. El mundo vegetal también tiene muchas cosas que decirnos: las plantas y los árboles se expresan a través de su follaje y sus colores, a través de su inclinación hacia uno u otro lado. Son capaces de hablar, de establecer un diálogo.
—¿No habíamos quedado en que los humanos éramos la especie más inteligente?
—Depende de cómo definamos la inteligencia. Si hablamos de desarrollar una idea, un concepto mental, está claro que no hay otras criaturas que sepan hacer eso. Pero si la definición que usamos es la capacidad de evaluar si algo es bueno o malo para el entorno en el que vivimos, entonces tal vez sean las especies no humanas las que ganen la partida.
‘Rombo’. Esther Kinsky. Traducción de Richard Gross. Periférica, 2023. 256 páginas. 19,50 euros.
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