Álvaro Pombo: “Prefiero el ascetismo al exhibicionismo gay”
El escritor salda una cuenta pendiente con la memoria y su familia en ‘Santander, 1936′, una novela sobre la división de los suyos entre falangistas y republicanos, y con el bombardeo franquista de la ciudad como trágico telón de fondo
El pensamiento paradójico es ese método sanísimo para reflexionar y construir el mundo que Álvaro Pombo domina como un verdadero maestro. Así, con un rastro envuelto en voces nada confusas de su infancia ha guiado infinidad de veces su literatura. Y ahora, en el caso de su nueva novela, Santander, 1936 (Anagrama), aplica el arte de la contradicción al estado de ánimo de sus personajes para que eviten recordar en lo posible, escribe, “lo que no eran capaces de...
El pensamiento paradójico es ese método sanísimo para reflexionar y construir el mundo que Álvaro Pombo domina como un verdadero maestro. Así, con un rastro envuelto en voces nada confusas de su infancia ha guiado infinidad de veces su literatura. Y ahora, en el caso de su nueva novela, Santander, 1936 (Anagrama), aplica el arte de la contradicción al estado de ánimo de sus personajes para que eviten recordar en lo posible, escribe, “lo que no eran capaces de olvidar en ningún momento”. La frase entra en el salón de la calle Gándara 6, donde vivía en Cayo Pombo, el abuelo del autor, en la ciudad donde él nació hace 83 años. Ahí se planta descriptivamente él ahora, dentro del lugar donde la ficción hace real esa brizna de memoria que resucita a los muertos de su familia. Los que descansan en paz y los que yacen retorcidos.
De unos y de otros trata esta última novela suya. Otra lección magistral de un autor en forma a través de esta cuenta pendiente saldada con su pasado. La ha trazado mediante una metáfora colectiva que se recrudece por medio de la guerra y todo lo que condujo a ella. “De esa furia, de esa especie de la imposibilidad de aguantarnos los unos a los otros. Fuimos todos asesinos y víctimas”, asegura.
Aquello, dice Pombo, reverbera hoy. “Sí, ese es el verbo adecuado”. Y probablemente por dicha razón, tocaba escribir ahora Santander, 1936. “Andamos en el griterío constante, en un mal momento, me parece a mí”. Eso le lleva a pensar en cierta sombra cíclica. Un recorrido que viene del ruido que precedió a la guerra civil. Después del silencio impuesto a golpes y balazos. Más tarde, en democracia, con una voluntad de diálogo, de escuchar atentos para entender mejor al otro. “De atenerse a razones”, cuenta él, en la novela.
Pero aquella actitud se ha desviado de nuevo para regresar hoy a esa inquietante zozobra del griterío. “No creas que somos muy de escucharnos los unos a los otros. Hoy no se entiende bien la gente. No conversan, lo ves en la televisión”. Por otra parte, también conviene a veces guardarse de cierta labia. “A los líderes de los años treinta les caracterizaba una gran elocuencia, se contemplaban auténticas peleas de oradores. Todo tuvo un componente muy verbal”, comenta Pombo.
Pero… “¡Ojalá se quedase todo en una representación!”. Lo expresa como deseo Cayo Pombo en una de las conversaciones que mantiene con Alvarín, su hijo, que fue tío del autor. Lo dice porque antes de que el país se desplomara aun abrigaba el deseo de que los más jóvenes de ambos bandos anduvieran tan solo representando los lados hipotéticos de una España dividida. “Pero llegareis a las manos”, dice el abuelo. Así fue.
Cayo era republicano. Su hijo Álvaro, falangista. “Eso me interesaba mucho contrastarlo”, dice. Pero jamás rompieron el hilo paternofilial, porque, ante todo, eran Pombo. Y la herencia de ese apellido que redobla dentro de los suyos como un tambor de identidades cruzadas, de estirpes emprendedoras y decadentes, ha servido toda la vida al autor para conformar una obra plenamente original, afilada y heterodoxa.
Santander, 1936 puede leerse como un compendio en el que cristalizan todos los rasgos fundamentales de una literatura clarividente, como la suya. Una atmósfera que pasa del oído activo de la calle a la rotundidad metafísica. De una sensibilidad exquisita para describir las cosas de andar por casa y luego trasladarse de ahí a la inspiración que su foco cristalino en lo cotidiano conecta con la alta filosofía. Eso es Pombo. Alguien que bebe sin prejuicios de Kierkegaard y Thomas Mann, pero también de Concha Espina y Galdós. Una trascendencia desacomplejada que aplica como voz en sus novelas, desde El héroe de las Mansardas de Mansard (primer Premio Herralde en 1983) a Donde las mujeres, La cuadratura del círculo, El cielo raso, Una ventana al norte, Contra natura…, por hablar de su primera etapa en Anagrama, donde ahora regresa ahora. Pero que también llevó a verdaderas cotas de inspiración durante el tiempo en que ha publicado en Planeta o Destino, con obras como La fortuna de Matilda Turpin (Premio Planeta 2006), El temblor del héroe (Premio Nadal, 2012), Quédate con nosotros señor, porque atardece, Retrato del vizconde en invierno, La casa del reloj, Historia de un gato común…
En esa voz literaria confluye el niño que escuchaba a su madre y a sus tías en la mesa camilla a la hora de la merienda con una permanente curiosidad por quien creció después fascinado por la teología o los maestros del gran pensamiento universal. Ya le fascinaban en el colegio de Los escolapios, donde acudió en la infancia y adolescencia. Después en quienes como universitario en Madrid y en el Birkbeck College de Londres trenzaron su pensamiento y vocación de escritor.
Antes de que disfrutara del éxito literario, Pombo se ganó la vida como limpiador, botones y otros puestos en algunos bancos: “Telefonista es a lo más alto que llegué. Pero me las arreglaba bien, siempre fui austero y un sobreviviente”, asegura. A base se ese bagaje vital y su mayúsculo talento, ha cuajado una carrera extraordinaria y fuera de norma como poeta y narrador. La primera proyecta una voz interior casi bíblica con su serie de Protocolos, desde que la comenzara a publicar en 1973. No se ha detenido. “Espero publicar algo así como de senectute, pero sin nostalgia”, afirma. La segunda se atiene a un radar continuo de lo que le rodea y una preocupación por entender de dónde venimos. En su nueva obra, de hecho, ha establecido un pacto doloroso y a la vez jovial con la más íntima memoria para rastrear y teorizar su propia identidad.
“Empecé a dictar porque me dormía escribiendo. Oír las novelas ahora me parece fundamental”
¿Qué significa ser un Pombo? “Los de cuarta o quinta generación somos venidos a menos, el Pombo emprendedor fue don Juan Pombo Conejo. Sus hijos hicieron el Sardinero, en Santander”. Habla de ese lugar de recreo que sus antepasados visionarios convirtieron a mediados del siglo XIX en un atractivo turístico que dura hasta hoy con su resto de balneario, su casino activo y sus hoteles pegados a las playas. “Luego, la generación de mi abuelo, Gabriel María Pombo Ybarra, presidente del Ateneo empieza a formular el concepto de la decadencia”.
En la novela vibra eso. “Cuéntame, papá, cómo es arruinarse”, pregunta Alvarín: “Facilísimo”, le responde el padre. “Gastando. Nos divertimos y arruinamos a la vez. Fue pura vanidad. Fue chulería. Fue también vivir ciegamente el presente”, afirma con esa rotundidad de quien lo tiene más que asumido. “Éramos muy prolíficos”, dice hoy el escritor en su casa madrileña del barrio de Argüelles. Allí conviven en la penumbra, al calor de la chimenea encendida, cuadros de balandros, maquetas de veleros, libros amontonados y aroma de tabaco en mitad de una soberanía caótica pero cómoda que comparte con sus gatos. “La decadencia era fácil, elegante”, comenta. “Consiste en que vas y sacas dinero, vas y vendes propiedades si lo necesitas…”.
El hecho de hablar todo el rato de ser un Pombo, resulta ya todo un síntoma de derrumbe, confiesa. “Pero en la familia lo hacemos con mucha lucidez y mucha gracia, somos todos muy guasones. Los creadores de la estirpe eran guapos en un sentido muy hispano, morenos. Lustrosos porque el dinero no da la felicidad, pero procura eso, mucho lustre”.
No provienen de la hidalguía vaga y melancólica, sino de una burguesía que fue a más y luego a menos. “Eran nuevos ricos no de estirpe aristocrática. Teníamos esa picaresca, la desenvoltura, ese aquí, con dos cojones, de los emprendedores. Yo salí escritor, pero bueno, da igual. Ahora hay por ahí una Pombo influencer, que es una cosa un poco chusca”.
Durante los años treinta, parte de ese ambiente degeneró en cierto señoritismo diletante y dado al exhibicionismo. Alvarín llegó de Francia y boxeaba. Pero le repateaba la idea de que le consideraran señorito. Era buen chico y creía poder entenderse con amigos del otro bando. Como se había afiliado a Falange y José Antonio Primo de Rivera, para establecer un confuso espejismo, decía despreciar a esa clase -aunque él proviniera de ahí-, Álvaro tendía a negarse a sí mismo como tal. “No debía tener gran cosa en la cabeza, imagino que como yo a su edad. Los falangistas de primera hora tampoco se puede decir que fueran héroes. Pero sí dan un testimonio dramático al final, en medio de ese enloquecimiento colectivo”.
En Santander, aquello perforó el ánimo de la ciudad con el episodio del Alfonso Pérez. Un barco atracado en el puerto donde fueron a parar falangistas, curas, autoridades y derechistas en detenciones preventivas. Allí se encontraba Álvaro Pombo cuando un escuadrón de aviones a las órdenes de Franco bombardeó los barrios más humildes de la ciudad el 27 de diciembre de 1936. Provocó una carnicería entre la población civil con 70 muertos y más de 50 heridos. Inmediatamente después, alrededor de 150 cautivos fueron fusilados en el buque. “El bombardeo supuso meter la guerra en el mundo civil. El efecto que causaba tener los aviones era extraño, nunca visto, resultaban bellos y mortíferos; aquello parecía un prólogo de lo que ocurrió en Guernica, una prueba”.
“El bombardeo [de Santander] suposo meter la guerra en el mundo civil. El efecto que causaba tener los aviones era extraño; resultaban bellos y mortíferos. Fue un prólogo de Guernica”
La memoria del Alfonso Pérez y el bombardeo en la ciudad ha sido durante décadas un tabú. Mejor no removerlo. Pero Pombo ha decidido investigarlo a fondo porque le atañe. También para descifrar los propios silencios que recuerda de niño en torno a eso. “Lo que supe fue más de parte de quienes trabajaban en casa, no por mis padres o mis tíos”.
Tampoco de su abuela Ana, todo un carácter. Ella se largó de la ciudad. Abandonó a Cayo y acabó en París triunfando en el mundo de la moda. “Se separaron muy malamente. A él, su esposa le parecía elegante e indiscutible, pero aquello no se sostuvo porque quería huir. La abuela era fascinante, sí, pero ser fascinante sale caro. Un poco placer de casa ajena. Yo la conocí muy bien. Estaba empeñada en que me convirtiera en poeta. Triunfó en París y lo que de verdad se le daba bien era elegir telas, tenía muy buen gusto. Me han dicho que hay sombreros suyos en el Museo del Traje, aquí, en Madrid, pero no he ido a verlos”.
Ni tiene planeado acercarse. Pombo lleva una vida monacal que ameniza de noche viendo series como The Crown o Borgen. Interrumpe la rutina los jueves solo para ir a la Real Academia Española (RAE). “Me divierto mucho, tenemos ahora un director muy activo, Santiago Muños Machado. Hay vidilla”, dice. Salvo eso, lee y escribe… A su manera. Inventa, anota borradores a mano y dicta. Así desde hace décadas. Es su método: “Empecé porque al llegar del trabajo en el banco, me sentaba a escribir y me dormía. Así que decidí dictar los textos. Pero creo que eso ha sido bueno en mi carrera. Oírlos me parece fundamental. Esbozo un borrador a mano y sobre esa base voy creando”. La historia de la literatura anda llena de casos similares. “Un autor que dictaba era Henry James. En el tercer periodo de su producción. Y le salen novelas muy orales, en que la gente se reconoce”.
Así también conecta con su lado dicharachero. “Con ese vocerío de mis tías y mi madre. Ella hablaba mucho conmigo continuamente. La recuerdo sentada y fumando pitillos con boquilla. Yo era y soy muy charlatán, a mí me han echado de todas partes por hablar. ¿Por qué? Porque me resultaba todo fascinante y necesitaba comentarlo”.
“Mis padres eran nuevos ricos no de estirpe aristocrática. Teníamos esa picaresca, la desenvoltura, ese aquí, con dos cojones, de los emprendedores”
Las invenciones al aire de Pombo las copia Iñaki Laguna Aparicio, a quien el autor atribuye una parte fundamental de su trabajo. Más ahora, desde que se salvó de una perforación de estómago que casi acaba con su vida. Pero ahí sigue, activo y pendiente. Crítico y asombrado. Para bien, para mal. Y sin rastro de depresiones o nada que se le parezca pese a sus achaques y a una reciente rotura de cadera. “Tengo esa suerte, nunca me deprimo. Soy animoso y sociable, aunque ahora tienda a quedarme en casa, quiero a la gente”, asegura.
Cree que una de las formas más nobles del amor crece en la amistad. ¿Y en una relación? “El amor en ese sentido ha sido poca cosa en mi vida. Para eso hay que buscar una actitud más activa. Un fraseo romántico. Considero más importante llevarse bien con los amigos. Puede que yo sea un ave fría, la sexualidad no me preocupó nunca gran cosa”.
Sí la homosexualidad como un lenguaje, tal como me contó una vez. “Lo sigo creyendo”, asegura. “Pero me ha cansado un poco todo ese mundo, ando descabalgado. Me parece algo demasiado terrible el exhibicionismo del día del orgullo, el cancaneo… Prefiero el ascetismo. Mejor el convento, la cueva en el desierto por razones estéticas, no religiosas”, comenta. Aunque sigue siendo creyente y una de sus grandes guías de pensamiento es la teología. “Creyente, aunque no practicante, lo que me parece un poco absurdo”. En fin, en ese aspecto y para resumir, una frase suya basta: “He pasado mi vida fuera del armario pero dentro de la Iglesia Católica”.
‘Santander, 1936′. Álvaro Pombo. Anagrama, 2023. 329 páginas. 19,90 euros.
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