Manolo Quejido, un trabajo de Sísifo
Figura de la nueva figuración madrileña, el pintor protagoniza una muestra que repasa seis décadas de una obra reflexiva, jubilosa y desinhibida
Aunque fue todo un rasgo de época de los artistas coetáneos con los que saltó a la palestra en los setenta, es Manolo Quejido quien ha tensado hasta el extremo la oposición entre un arte físico, corporal, que como ningún otro se ofrece a los sentidos, y la reflexión conceptual y política sobre la propia pintura (además de sobre la pintura propia). La comisaria Beatriz Velázquez dice que lo que la obra de Quejido le devuelve es “pensamiento, pensamiento y más pensamiento”. Pensamientos se titulaban, por lo demás, l...
Aunque fue todo un rasgo de época de los artistas coetáneos con los que saltó a la palestra en los setenta, es Manolo Quejido quien ha tensado hasta el extremo la oposición entre un arte físico, corporal, que como ningún otro se ofrece a los sentidos, y la reflexión conceptual y política sobre la propia pintura (además de sobre la pintura propia). La comisaria Beatriz Velázquez dice que lo que la obra de Quejido le devuelve es “pensamiento, pensamiento y más pensamiento”. Pensamientos se titulaban, por lo demás, las pinturas expuestas en 1988 en las que el pintor hiperreflexivo asignaba a cada una de las 24 flores de esa serie el nombre de un pintor histórico, convocando así a quienes reconocía como maestros. La noción de “pensar/pintar”, tan propia de Quejido, formó parte también del título de la exposición que comisarió Quico Rivas en el IVAM en 1997. Y es posible que esa empedernida insistencia conflictiva sea la causa de que su trabajo haya concitado, junto a comentarios que están entre los más agudos y poéticos (en sentido baudeleriano) de nuestra literatura artística contemporánea, otros que, procedentes de la filosofía, están entre los más abstrusos.
La exposición arranca en el momento en que, hacia 1974, Quejido comenzó a apilar cartulinas sobre las que, con una desinhibición ácida y jubilosa, entre pop y neofigurativa a la alemana, parecía haberse decidido a pintar con una dedicación furtiva, puramente privada, con la que celebraba su liberación de los significados conceptuales. Treinta años después, y desde el polo opuesto de su tensión creativa, habrían de ser los mensajes, generalmente de radicalidad política, los que parecían liberados de la sensibilidad mediante la pintura directa y urgente de un pintor de letreros. Pero, por aquellos comienzos y a propósito de lo que ya se conocía como “el taco de Quejido”, Ángel González García escribió que es como si hubiese escuchado una voz que le animaba a convertirse en pintor, dado que hasta entonces había sido más bien un artista. De hecho, esta es una manera (que Joseph Beuys remarcó en una declaración célebre) de llamar a los opuestos entre los que la obra de Quejido se tensa en paradojas, ironías y contradicciones irresolubles: arte en mayúsculas versus pintura, pensamiento versus sensibilidad, significado versus sentido. Pero por lo que cuenta al espectador, son más bien dos voces las que hablan ante sus obras. Una nos dice: “Siente, sueña y goza”. La otra, por encima del hombro, nos susurra: “Esto no es sólo para los ojos, ¡tienes que leer!”
La esquizofrenia o bipolaridad era parte sustancial de la disposición ante la pintura de quienes —Alcolea, Campano, Pérez Villalta…—, por un lado, eran unos pintores, como Quejido, de excelente mano, y por otro unos intelectuales muchas veces enredados en inextricables madejas de conceptos filosóficos o psicoanalíticos de los que parecía estribar la contemporaneidad de su trabajo. Por eso fueron llamados, creo que por Juan Antonio Aguirre la primera vez, “conceptuales que pintan”, y también “los esquizos de Madrid”, dada su propensión a un (entonces) célebre libro de Gilles Deleuze y Félix Guattari. También es cierto que esto les brindó la necesaria coartada que parecía exigir un mundo del arte policialmente atento a los posibles rebrotes de la pintura —esa Babilonia que se ofrece sin pudor al placer, burguesa y mefistofélica— para expedir a los artistas el pase de moderno.
Apoyado en Cézanne, Picasso o Tom Wesselmann, firmó algunas de las pinturas inolvidables del último cuarto de siglo español
No obstante, y aunque esta exposición lo deje en su prehistoria, el trabajo que desarrolló Quejido en el Centro de Cálculo de la Universidad Complutense en los sesenta (cuando era, por tanto, un artista y todavía no un pintor) nos recuerda que la idea de programación no le ha abandonado nunca, sea de manera deseada o insidiosa. Con su gracia y su ingenio, el propio Ángel González tituló uno de sus libros Pintar sin tener ni idea, recogiendo, en el fondo, un desiderátum: que los artistas pintasen desentendidos de los significados filosofantes de su propio quehacer, poco más o menos lo mismo que recomendó a los artistas, en plena iconoclasia, el segundo Concilio de Nicea.
De las manos de Manolo Quejido salieron algunas de las pinturas más inolvidables del último cuarto de siglo español. Apoyado en las relecturas de Cézanne, Matisse, el Picasso de La Californie, o un Tom Wesselmann al que Kirchner o Bonnard hubieran enseñado a pintar para el placer, Quejido agrupó sus pinturas en conjuntos como las puertas y los reflejos de los ochenta, Náyades (1986-87), I love Mallorca (1988) o los extraordinarios Tabiques (1990-91), en los que el lienzo que Velázquez nos escamotea en Las Meninas se nos muestra ahora como un explícito rectángulo vacío, etc., hasta la titulada justamente La Pintura, de comienzos del nuevo siglo. En ellas se hace bueno el dicho de Jean Hyppolite: que una pintura acaba convirtiéndose en pintura antes que en cualquier otra cosa. Pero a partir de la mitad de los noventa hubo series más inclinadas hacia el polo opuesto de la reflexión y el mensaje, a veces de explícita radicalidad política, como la que en 1993 utilizó como soporte páginas de EL PAÍS.
Toda esta constante recapitulación de lo hecho y vuelta a empezar hace que en Quejido se encarne el dechado del pintor que se ve a sí mismo pintando y que se pinta viéndose, en un juego de espejos y reflejos que no puede tener fin. Es también —él lo dijo en alguna ocasión— un pintor que se contempla y asume históricamente, que observa con un puntilloso espíritu analítico la evolución de un artista que se llama como él, a fin de desvelar y rehacer a cada paso el sentido de su programa, como si la pintura no fuera en ese momento cosa suya, sino más bien una cosa que pasa a través de él. Un verdadero trabajo de Sísifo.
‘Manolo Quejido. Distancia sin medida’. Palacio de Velázquez. Madrid. Hasta el 16 de mayo de 2023.
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