Fulgor de la pintura
El otoño pictórico en Madrid es Amalia Avia, en Alcalá 31, y unos portales más arriba, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, es Álvaro Delgado
Es el otoño álgido de la pintura. En Londres, en la National Gallery, se abre una gran exposición de Lucian Freud, al lado de las salas de los maestros antiguos que él visitó tantas veces, parándose obsesivamente delante de los retratos de Rembrandt, para aprender de ellos y, sobre todo, para admirar la altura inalcanzable de su maestría, que era la de la forma y el color y al mismo tiempo la del conocimiento profundo de la vida humana, esas caras gastadas por el tiempo que son el espejo tenebroso ...
Es el otoño álgido de la pintura. En Londres, en la National Gallery, se abre una gran exposición de Lucian Freud, al lado de las salas de los maestros antiguos que él visitó tantas veces, parándose obsesivamente delante de los retratos de Rembrandt, para aprender de ellos y, sobre todo, para admirar la altura inalcanzable de su maestría, que era la de la forma y el color y al mismo tiempo la del conocimiento profundo de la vida humana, esas caras gastadas por el tiempo que son el espejo tenebroso del alma. A los pintores, según se hacen viejos, se les va poniendo un aspecto de náufragos o de ermitaños solitarios, sin duda por el mucho tiempo que pasan solos en sus estudios, con un grado de concentración que acentúa la soledad, y también porque son los supervivientes contumaces de un oficio desdeñado por los legisladores de las modas en el arte. Tan desastrado y casi heroico en su figura como el Freud muy viejo que no dejaba de pintar, Miquel Barceló se presenta ahora en París, donde tiene también una gran exposición otoñal en una galería, al mismo tiempo que participa en otra colectiva de maestros antiguos y modernos en el Louvre. Miquel Barceló, que deslumbró tan joven, como una especie de Rimbaud de Felanitx, ahora dice que la pintura es un oficio de viejos, porque es tan difícil que se tarda mucho en aprender. Cosas parecidas suele decir Antonio López García, que anda por ahí despeinado y con chaquetas grandes de clochard, y que a los ochenta y tantos años se queda cavilando con una sonrisa y con la mirada perdida, y habla de las dificultades desalentadoras de la pintura, quizás comparándola con el esplendor sin esfuerzo, con la apariencia de armonía instantánea y azarosa que tiene muchas veces el mundo real, un momento cualquiera, un cuarto de baño, una rama de membrillo, la vista de una calle sin lustre de Madrid.
Amalia Avia habla en sus memorias de esa soledad frente al cuadro que es lo único que le importa de verdad en el arte, lo más concreto, lo que está más acá de teorías y de modas: “En el estudio, delante del caballete, todo eso queda muy lejos. Solo persiste la lucha, a veces desesperada, con el cuadro que no te sale, porque el cuadro, en principio, no sale nunca. A fuerza de no salir es como lo terminas y lo firmas, lo que no quiere decir que te haya salido; que te haya salido al menos lo que esperabas de él; y a por otro, a ver si hay más suerte. Este enfrentamiento diario en la soledad del taller tiene muy poco que ver para mí con la urdimbre tejida alrededor del arte: libros, conferencias, críticas, manifiestos, revistas, subastas, concursos, galerías, etcétera, etcétera”.
Barceló, que deslumbró tan joven, ahora dice que la pintura es un oficio de viejos, porque es tan difícil que se tarda mucho en aprender
El otoño de la pintura en Madrid es Amalia Avia, en Alcalá 31, y unos portales más arriba, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, es Álvaro Delgado, casi coetáneo de Avia, educado también como pintor en las penurias intelectuales y materiales de Madrid en la posguerra. Avia y Delgado no se parecen en nada, salvo en el empeño de hacerse contra viento y marea una carrera de pintor, sobreponiéndose al aislamiento forzoso en un país apartado de las corrientes principales del arte contemporáneo. Lo que tienen en común las dos exposiciones es su calidad de documentos de un aprendizaje. El artista aprende midiéndose consigo mismo, con la realidad visible, con la historia del arte, con las resistencias y las posibilidades que le ofrecen sus materiales. Lo que varía son los ejes decisivos de su confrontación. Al lado de los cuadros de Amalia Avia, Estrella de Diego ha ordenado las fotografías, algunas propias y otras recortadas de revistas, que le sirvieron muchas veces a la pintora como punto de partida. El contraste entre las fotos y los cuadros terminados muestra luminosamente el discurrir del proceso creativo y el grado de invención, de síntesis, de lejanía o proximidad poética, que intervienen en algo que para el observador distraído puede ser una estampa realista. Y el hecho de estar delante de los cuadros hace más evidente lo dudoso de las fronteras entre figuración y abstracción. Rodrigo Muñoz Avia cuenta que su madre sacudía un pincel empapado en verde sobre la superficie del cuadro para dar la impresión certera de la copa de un árbol traspasada por la luz. En muchas de sus gradaciones y tránsitos de un color a otro se advierte la admiración que Amalia Avia sentía hacia Mark Rothko.
Álvaro Delgado es simultáneamente figurativo y abstracto. Nacido en 1922, adolescente en Madrid durante la Guerra Civil, le dio tiempo a vislumbrar, cerca de Vázquez Díaz, algo de la modernidad que había nacido mucho antes de la República, pero que terminó con su hundimiento. Un tío suyo le orientó la vida al regalarle “su primera paleta y unos libros con estampas de los grandes maestros”, según cuenta su hijo, Álvaro Delgado-Gal, que me guía una mañana por la exposición. De muy joven, Delgado ya pintaba sólidas composiciones cubistas, paisajes y bodegones, siempre con una vehemencia en el color que lo acercaba más a Juan Gris que a Picasso o Braque, y ya anunciaba su inclinación hacia el expresionismo. El artista joven tantea caminos variados, hasta en apariencia incompatibles. En una temprana obra del todo culminada, el retrato de su esposa en 1947, Delgado pinta una efigie entre de dulzura y de hieratismo, con algo del Greco y algo de escultura egipcia, una serenidad concentrada y sin tiempo. En el retrato, como en el paisaje, Álvaro Delgado pone en juego las facultades opuestas del ilusionismo óptico y la soberanía de la materia, entre la invocación de lo real y la pura fuerza expresiva de las líneas, las manchas de color, los garabatos, las huellas tangibles del pincel o la brocha empapados sobre el lienzo. Con menos insolencia que Picasso, pero con parecida determinación, Álvaro Delgado se fue midiendo a lo largo de su vida con los maestros que más le importaban: El Greco, Goya, el propio Picasso. La obra central de la exposición, que desde el principio actúa como un imán para la mirada, y también la de mayor formato, es una versión de los Fusilamientos de Goya. Pero no se trata de un juego formal: Álvaro Delgado está midiéndose con un maestro admirado, y también está dando testimonio de lo que vio con sus ojos de adolescente y no olvidó nunca, el espanto sin heroísmo ni épica posible de la guerra.
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