La segunda parte de los diarios de Chirbes: “¿Y si viniera la muerte y no se acabara el sufrimiento?”
Sin medias tintas y con un estilo admirable, el autor valenciano plasmó sus opiniones más íntimas y lúcidas sobre la realidad social, otros escritores y muy especialmente, sobre sí mismo. El primer tomo de su dietario se convirtió en el libro de 2021 para ‘Babelia’, que ahora adelanta un extracto de la última entrega, el recuento de un viaje a Nueva York invitado por el Pen Club para hablar de qué significa ser europeo
En la primera salida de don Quijote, Cervantes no tiene piedad alguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien solo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas solas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre el gañán golpeado y el labrador rico, y q...
En la primera salida de don Quijote, Cervantes no tiene piedad alguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien solo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas solas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre el gañán golpeado y el labrador rico, y que yo creo que resume qué es lo que don Quijote ha conseguido con su acción: “él [el muchacho] se partió llorando y su amo se quedó riendo” (pág. 66 de la edición del Instituto Cervantes, de Francisco Rico, 1998). Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso, un payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza de escritor frustrado contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura.
16 de abril
En el avión.
Los cuatro mandamientos de Juan Valera para uso de un escritor: austeridad, cultura, trabajo y tolerancia (de un texto de Rafael Conte).
En Nueva York.
Oigo hablar en inglés a mi alrededor; un espeso túnel formado por el ruido de las conversaciones, que apenas entiendo porque la gente – como es lógico– habla muy deprisa; las voces forman un nido (nest) en el que me siento aislado, a gusto. Me ocurre siempre que acudo a un país cuya lengua no entiendo (el inglés puedo leerlo; pero cuando lo hablan deprisa no alcanzo a descifrar el significado de las frases, solo palabras sueltas, alguna expresión coloquial; además, soy duro de oído). Estoy bien así, aislado; metido en mis cosas: pensando en que me duele un poco la cabeza (también estar levemente enfermo pone un puntito de grato ensimismamiento); digo que me duele un poco la cabeza, seguramente porque duermo mal, debido al jet lag. Por la noche sudo, paso momentos febriles (estoy algo resfriado, el aire del avión tiene la culpa) y, por si fuera poco, me ha salido un forúnculo que me tortura (acabo de comprarme una crema). Pero todas esas molestias no llegan a distraerme, refuerzan mi sensación de lejanía, la idea de que todo conocimiento –como todo placer– exige una entrega, un sacrificio, incluso una dosis de dolor: en eso pensaba cuando estos días pasados seguía caminando por la ciudad a pesar de que tenía los pies a punto de reventar; la espalda dolorida. Sufre, amigo Chirbes, pensaba mientras arrastraba tres gigantescas bolsas de libros adquiridas en el MoMA (libros para mí, y para regalo). A nadie se le ha entregado un gramo de belleza ni de sabiduría sin una dosis de sufrimiento. La idea de conocer disfrutando es muy propia de la sociedad contemporánea, de los folletos de turismo actuales. Viajar resulta siempre incómodo, y cuando alguien se encarga por nosotros de que se vuelva cómodo, quiere decir que el viaje nos enseña poco, nos sirve para poco, porque el término “comodidad” implica no salirte de tus parámetros, de tu forma de vida: reproducir tu mundo vayas donde vayas. En ese caso, te ocurre lo que antes he escrito que alguien le recriminaba a Kipling: puedes llegar a viajar tanto que no te dé tiempo a conocer nada. Esta madrugada, insomne, hojeaba uno de los libros que ayer compré: hermosas vistas de los rascacielos de principios de siglo, edificios neogóticos, neorrenacentistas, art déco. Qué felicidad estar así, tumbado en la cama, en la habitación de un hotel, repasando las hojas del libro que me muestran lo que está alrededor, lo que he visto, lo que puedo ver con solo salir a la calle y pasear un poco, qué más da el dolor de piernas, de cabeza, de espalda, el forúnculo. Esa infantil complacencia de sentir que estás en un lugar tan interesante que hasta los libros se ocupan de él es la base del turismo. Haber visto siete maravillas del mundo y que aún te queden dos por ver. “Vedere Napoli e dopo morire.” Pienso en la vejez que se acerca. No me conservo bien, demasiados excesos aún hoy día, excesos que a esta edad no están a la altura de las abandonadas Sodoma y Gomorra, aunque un poquito de Sodoma también sigue habiendo, como se verá.
Excesos a mi edad es dormir poco, comer sin cálculo, fumar como un carretero y beber como lo que soy, un taciturno alcohólico social, que cuando deja de hacer lo que esté haciendo solo encuentra consuelo en algún lugar en el que sirvan copas y donde vea gente a su alrededor, o que solo sabe divertirse en la barra de un bar, mejor solo que acompañado, pero viendo gente que va y viene. En la nueva etapa, irá creciendo el índice de dolor que invierta por cada gramo de belleza o de simple satisfacción obtenidos. Es uno de los axiomas de la vejez, que llega a ratos sigilosa, y en otros momentos, impúdica: diciendo altiva que ya está aquí, dándole golpes y patadas a tu puerta para que se la abras cuanto antes, como si su retaguardia –la dama de la guadaña– tuviera prisa por hacer su trabajo. Si no tengo más que cincuenta y seis años, un niño según los cánones contemporáneos: pero arrugas y manchas en la piel aparecen de un día para otro. Últimamente reclaman mi atención (nunca había hecho caso de esas cosas, me miro poco en el espejo, me afeito y peino en un pispás). La piel cambia deprisa. Aunque procuro no fijarme, el espejo me muestra el deterioro, añadiéndolo a las aprensiones que nuestra época nos entrega a cualquier edad, miedo al cáncer, a la hipertensión, al colesterol, al azúcar, a la sal: han aparecido unas manchas negras en la mejilla izquierda y una parte de dicha mejilla se ha oscurecido, amenazante: como si, dentro de poco, la sombra fuera a ocupar buena parte del rostro y a oscurecerse aún más. Pienso en un cáncer de piel, en el sida, aunque seguramente no son más que rasgos que regala generosamente la vejez que tanta prisa tiene. Finjo que no lo noto, pero lo noto, y aquí escribo que lo noto. Los solitarios (sería mejor decir los solterones), además, pensamos que todas esas cosas nos apartan de los contactos sentimentales o simplemente sexuales. Cada vez menos posibilidades de gustar a nadie, y los que vivimos solos únicamente gustando a alguien podemos gozar de esas compañías esporádicas que se suponen necesarias para el equilibrio. Entras en algún local de ligue y descubres que nadie te mira o que, si alguien cruza por azar la mirada contigo, la aparta con precipitación. Le diriges a alguien la palabra y te dice: no, es que estoy cansado, o casado, o tengo prisa; esos son los signos que anuncian que lo peor está empezando a llegar. Aún hay más. Demasiadas veces te invade la sensación de que ni siquiera tienes acceso. Es decir, que ves a alguien que te gusta y ni siquiera te atreves a pensar en dirigirle la palabra, porque constatas que es de otra época, de otro tiempo, que está en el escaparate de un local al que no tienes acceso; piensas que tu tiempo con él ya ha pasado. No sé cómo ni desde cuándo, pero esa sensación es cada vez más frecuente. La sensación de estar cerca de algo hermoso que no es para ti, ya no. Te da vergüenza mancharlo hasta con la mirada.
Contradiciendo lo que acabo de escribir. El cuerpo oscuro de Anthony (de ébano, dirían antes) reflejado en el espejo de la habitación del hotel. Una escultura rotunda, sólida, la perfección del cuerpo: como si el cuerpo no estuviera formado por partes, sino que estuviera –como lo está– hecho de una sola vez, contundente. Termina la función erótica y dice: “Very exciting, very sexy”, y la vejez parece desvanecerse por unas horas.
El concepto de Europa (lo que quieren que cuente en dos folios los del PEN): refugiarse en un acorazado poderoso, porque USA es eso, un amenazador acorazado con los cañones apuntando a los cuatro puntos cardinales; y porque China empieza a serlo (y Japón y la India y Brasil). Refugiarse de las amenazas exteriores, qué se le va a hacer, pero ese concepto acorazado de la existencia no parece el más gratificante como ideal de vida, de convivencia humana, para un escritor, para un pensador. Eso deben construirlo los políticos, que organizan ejércitos y trazan fronteras; los empresarios que buscan la competitividad económica y todas esas cosas. De ahí a que se nos pida a los escritores que formemos parte de la tripulación de ese acorazado, que engrasemos los cañones, y lancemos las gorras al aire, hay un trecho. La historia del mundo –y muy especialmente la de Europa– nos enseña en qué acaban todas esas retóricas, y también que cuando se construye un acorazado acaba utilizándose. El ser humano tiene, seguramente por genética, un ajustado sentido de la economía: se humanizó y se separó de sus compañeros del mundo animal precisamente porque fue capaz de llevar a cabo cálculos económicos, construyó instrumentos para matar y para desollar y almacenar los cadáveres que conseguía y almacenar los alimentos. Cualquier objeto que construye o inventa acaba utilizándolo. Aparte de que, por muy laborable que sea su oficio, el escritor casi nunca forma parte de la activa marinería, sino que tiende a instalarse cómodamente entre el pasaje y, a ser posible, a ocupar camarotes de lujo y a sentarse en la mesa del capitán a la hora de la cena. Los mismos que critican a los escritores de entreguerras porque, por sus ideas comunistas, pusieron su arte al servicio de intereses políticos, claman ahora para que el escritor muestre su europeidad. Pero ¿no hemos quedado en que eso era espantoso?, ¿en que eso era lo que les pedía Stalin a los escritores? ¡Defender opciones políticas! Yo diría que el escritor tiene que vigilar a los políticos, meterse en los engranajes, entender, o intentar entender, cómo funciona la maquinaria de las cosas, procurar contarla, pero entendido así se trata de un oficio que, por fuerza, a los políticos y a los que se llaman gente de bien, no ha de hacerles ninguna gracia. Me gusta el modelo de los artesanos también para el arte. A quienes se dejan tentar por la obra como contrafuerte del edificio del poder, me da igual el que sea, les recomiendo que se lean La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. Los escritores debemos hablar menos y escribir más, y cuando nos pregunten nuestra opinión en la radio, en la televisión o en el periódico, pedir a quien nos la pregunta que se lea nuestros libros: ese es exactamente nuestro pensamiento, ahí están nuestras opiniones. Traducirlos al lenguaje de las revistas, de los periódicos o del cine es reconocer el fracaso de la literatura, la inutilidad de la narrativa. La literatura no puede aspirar a sustituir a las organizaciones benéficas, ser una sucursal de las sociedades no gubernamentales y caritativas. No es una fábrica de consuelos. Ni el Lazarillo, ni la Celestina, ni el Quijote consuelan de nada. Desnudan. Ponen al descubierto los engranajes de su tiempo: más bien, desconsuelan. Pero ni siquiera quieren que consolemos (o solo muy en segundo plano). Lo que nos piden es que nos pongamos el casco y, como Mambrú, nos vayamos a la guerra.
Me vienen otra vez a la mente las palabras en las que Goethe dice envidiar a los americanos porque los europeos caminamos sobre los huesos de nuestros antepasados que se entremataron en mil guerras. Cuando Goethe escribió esas palabras, América aún le parecía a la Europa ilustrada un continente inocente. Y todavía hoy nos ofrece la imagen (al menos la América del Norte, las del Centro y del Sur son otra cosa) de que su tierra no ha recibido demasiada sangre. Tras la Guerra Civil los norteamericanos decidieron que sus masacres se desarrollaran en decorados lejanos, Europa, Latinoamérica, Asia, África, un peu par tout. Trasladaron fuera de casa la tramoya de la muerte, con sus maquinarias, acto-res y decorados. Además, este país es tan grande que uno tiene la impresión de que le han quedado muchas millas que aún no han sido empapadas por sangre humana, tierras que no llevan moltura de huesos incorporada en el polvo. Por supuesto que no aquí, en Manhattan, donde pelearon encarnizadamente indios contra europeos; y también, los europeos entre ellos: alemanes, holandeses e ingleses. Aquí no debe quedar ni un centímetro que, en un momento u otro, por una u otra razón, no se haya empapado con sangre: añádanse a las víctimas de las viejas guerras, los muertos por accidentes de tráfico, las víctimas de atracos violentos, por imprudencias o alevosía de la policía, por lo que ahora se llama violencia de género, por ajustes de cuentas entre bandas, las víctimas de la mafia. Creo que, en alguno de los libros que he leído antes de emprender este viaje, se habla de que los árboles y las construcciones de buena parte de Central Park (lo consulto en el libro de Homberger, que creo que es donde lo leí, pero no lo encuentro) fueron plantados sobre un cementerio indio. Pero imagino que se podría sembrar de cruces en memoria de algún muerto casi cada esquina de la ciudad. En cualquier caso, lo que quiero decir es que, en esta ciudad de famélicos recién llegados, de oportunistas sin escrúpulos, la crueldad no ha debido de faltar nunca. Por lo que cuentan los libros, a fines del siglo XIX y principios del XX, las bandas de irlandeses que controlaban los trabajos portuarios usaron métodos en extremo crueles, así como las mafias chinas (las tongs), que controlaban los locales clandestinos de juego y los fumaderos de opio; los italianos también se han comportado de manera especialmente violenta. Cientos de películas lo cuentan. La guía de Homberger, un libro muy instructivo, habla de que más del cuarenta por ciento de los habitantes de Nueva York en el año 2000 habían nacido fuera de la ciudad, emigrantes que arrastraban hasta su nuevo domicilio las viejas rencillas de sus países de origen. En las últimas migraciones dominan los latinoamericanos, que lógicamente se han traído sus odios, sus peleas, sus tráficos y sus maras.
He empezado a escribir sobre los muertos que abonan el suelo de Europa a raíz de un artículo de Hermann Tertsch que publicó hace unos días el periódico El País; es uno de esos textos furiosos que cada dos por tres escribe Tertsch, a veces agudo y brillante; muchas otras, descabellado. Dice en uno de los párrafos el texto: “En esta Europa donde tantos han intentado, con éxito tantas veces, convertirse en seres humanos de plena dignidad y en la mayor libertad jamás experimentada, tenemos, queridos europeos autosuficientes, los más inmensos depósitos de seres queridos muertos. En Sedán, en Verdún, en Normandía, en Katyn, en Stalingrado y Paracuellos, en Badajoz y en Auschwitz, en Salónica y Srebrenica. Nosotros los europeos hemos generado la mayor movilización del odio y del crimen jamás habida. Hemos sabido matar mejor que nadie, más rápido que nadie y más barato que nadie. Nuestra buena fe puede existir. Pero los muertos no la corroboran.”
Empiezo a leer el último libro de Ricardo Piglia. Tras el prólogo, de ocho páginas, de luminosa y cuidada escritura, aunque como siempre ocurre últimamente con él, de tono más bien hermético, con reflexiones acerca de lo que es la literatura, lo comprimido, lo soñado, etc., llego al capítulo uno y ya en la primera línea aparece (¿quién será, será?), pues sí, de nuevo, Borges. Me invade la sensación de fatiga, y el prólogo se me agria como un plato mal digerido, no soporto ese ir y venir de la supuesta vanguardia, siempre con los mismos bestiarios literarios (¡cuánto y cuánto Borges!) recurrentes, como migas de Pulgarcito en el camino para no perderse, sentirse a gusto en el bosque de la alta cultura, entre media docena de indiscutibles secuoyas literarias; el artista defendiendo su posición en la escala social ante el común de los mortales: demostrarle al lector que, si está donde está, como espectador avezado, es porque no le queda más remedio que doblar el espinazo ante la inteligencia del autor. Me entran ganas de mandarlo a la mierda, y lo mando. Seguramente, mañana volveré a empezar la lectura. Esta noche, de momento, me pongo con unas conversaciones entre Kapuściński y John Berger, un libro trampa publicado por Anagrama. Me da la impresión de que lo único que tiene son los nombres de los autores en la portada y poco más.
¿Y si viniera la muerte y no se acabara el sufrimiento?
‘Diarios. A ratos perdidos 3 y 4′. Rafael Chirbes. Anagrama, 2022. 704 páginas. 24,90 euros.
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