El momento para el MNAC

El Museo Nacional de Arte de Cataluña será de referencia si sabe construir un relato alternativo al convencional, aprovechando la ampliación prevista en el Palacio Victoria Eugenia

La obra de Joan Brull 'A la Llotja'.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

“¿Volvemos a dormir? ¿Renegamos de aquel arte entero y vibrante? ¿Maldecimos la vida?”. Son preguntas retóricas que un secundario del modernismo se hacía en la plataforma de aquel movimiento subversivo que era la revista Joventut. Año 1902. El autor del artículo se llama Joan Brull, no le falta mucho para cumplir los 40 años y se queja de la moral carca de los burgueses de la ciudad. Cuando iban al extranjero se extasiaban en los museos de París contemplando un desnudo, pero este género aquí parecía proscrito. “La burguesía, asustada, clama contra el desnudo”. Pero es que ni siquiera lo...

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“¿Volvemos a dormir? ¿Renegamos de aquel arte entero y vibrante? ¿Maldecimos la vida?”. Son preguntas retóricas que un secundario del modernismo se hacía en la plataforma de aquel movimiento subversivo que era la revista Joventut. Año 1902. El autor del artículo se llama Joan Brull, no le falta mucho para cumplir los 40 años y se queja de la moral carca de los burgueses de la ciudad. Cuando iban al extranjero se extasiaban en los museos de París contemplando un desnudo, pero este género aquí parecía proscrito. “La burguesía, asustada, clama contra el desnudo”. Pero es que ni siquiera los artistas se atrevían. Quizás por eso dos años después él mismo pinta A la llotja (En el palco). No es solo que en el centro del cuadro irradie luz una mujer desnuda. Es que la escena desvela la impostura. Entre unas telas ocres y rojizas sale un burgués, estiloso y refinado, a quien la mujer, entre acto y acto de una ópera, espera con el brazo derecho tendido para acercarlo a su cuerpo. El cuadro es una adquisición reciente del MNAC (Museo Nacional de Arte de Cataluña). Está expuesto en las salas de pintura moderna. La disposición de la pieza en la sala está cargada de intención: la miran unas esculturas blancas que encarnan la fascinación por el erotismo clandestino.

Mientras Pepe Serra —el director del museo— nos explica el juego de espejos moral que se establece entre estas dos piezas, se intuye cuál es el potencial de este museo enciclopédico que será de referencia si sabe construir un relato alternativo al convencional. En otro sentido lo planteaba Jordi Martí el 23 de febrero, precisamente en el Cercle del Liceu. En un salón con vistas a la Rambla, sentados a una larga mesa, cabía esperar que los comensales lo recibieran con los cuchillos afilados. Pero Martí se los metió en el bolsillo driblando el bajón provinciano del Hermitage y argumentando que la reinvención del modelo Barcelona pasaba por concebir la región metropolitana como una ciudad laboratorio. Enumeró una serie de proyectos y afirmó que el más trascendente de los próximos años tenía que ser la ampliación del MNAC gracias a los 30.000 metros cuadrados del Palacio Victoria Eugenia. Después de años perdidos en la maldición de Montjuïc —la expresión es de Miquel Molina en Proyecto Barcelona—, parecería que ahora sí que es el momento para que la ciudad haga suya una zona que le es ajena y el MNAC tendría un papel nuclear si consolidara su posición central en el ecosistema de los museos de Cataluña.

Retrato de Gabriel Alomar por Ramon Casas. Hacia 1906-1908.EL PAÍS

Ahora hace unos 10 años que Serra es el director del museo. En esta década ha visto pasar a siete consejeros de Cultura. A pesar de que tiene que planificar exposiciones a años vista, nunca sabe con la antelación suficiente de qué presupuesto dispondrá, pero tiene bien claro que la reducción presupuestaria impuesta por la crisis no se ha revertido. Esta es una de sus quejas principales. Hace poco interpelaba públicamente al ministerio por el dinero. A pesar de que también podría hacer una reclamación institucional para impugnar la política centralista del Estado a la hora de adjudicar la obra que adquiere para los museos públicos (véase como ejemplo el reciente artículo Un Picasso azul y la decadencia de Barcelona, de Eduard Vallès, en El Temps de las Arts). Querría una ley para el museo —la que tienen el Prado y el Reina Sofía— y una de gobernanza que se ajuste al país de hoy. Aun así, no desfallece.

Serra persiste en dos ideas, que ya expuso cuando, en enero del 2012, presentó su proyecto por primera vez. Una es la ampliación del espacio expositivo a través de los pabellones feriales. Si este camino es factible desde la inauguración de la nueva Fira en l’Hospitalet de Llobregat, todavía lo será más cuando acabe la concesión de los pabellones a la Fira que hizo el Ayuntamiento. Año 2024. De hecho, la reorganización de estas piezas ya está muy avanzada y, sobre el papel, debería permitir seguir explorando la hipótesis de Barcelona como ciudad laboratorio. El horizonte es el año 2029, el centenario catalizador de la Exposición Universal. La otra idea de Serra, que sí ha llevado a la práctica, ha sido cortar con los hilos temporales que encorsetan los museos enciclopédicos de matriz imperial. Por su aspecto, parece que el MNAC lo tuviera que ser, pero no lo será nunca. Este tipo de instituciones, surgidas en el siglo XIX e impulsadas por élites liberales, asumían el legado de las naciones imperiales para construir, a través de las colecciones de los monarcas, una propuesta de identidad nacional. El caso del Prado, como defiende José María Lassalle en un ensayo que se publicará pronto, lo evidencia.

El director del museo, Josep Serra. MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

Pero esta función, a pesar de los orígenes que empalmaban el románico y el gótico con la Renaixença y el entramado mancomunitario de Prat de la Riba, el MNAC no la podía tener ni la tendrá. La función alternativa, singular y también nacional, tiene que ser otra. Activarla exigía alargar el hilo expositivo hasta la vanguardia del siglo pasado. Rompiendo el orden establecido, el museo enciclopédico puede reinventar el diálogo entre épocas y culturas y relegitimar de una manera más operativa su propuesta expositiva. Y así se hizo: elaborar un relato que pudiera integrar de los modernismos a la Guerra Civil y a Dau al Set.

Cuando ya el cuerpo del museo ha demostrado funcionar mejor después del baipás cronológico, asumiendo todas las limitaciones de una colección que no es de Estado sino, en origen, de la sociedad civil —la línea que va de Plandiura a Cambó, la suscripción para comprar La vicaría de Fortuny y hasta los carteles de la Guerra Civil de Jordi Carulla—, difícilmente el MNAC podrá deshacer el camino iniciado. La hipótesis de Serra, para decirlo con otras palabras, es que ya no pueden dejar de desplegarse a varios niveles. Invitando a los artistas para que interroguen a la misma colección; reivindicando a pintoras olvidadas; abriéndose al barrio del Poble-sec, primero, y, después, a la educación; colaborando con museos del país —pronto un Huguet en Valls; por qué no más presencia de Viladomat en Manresa— y, a la vez, estableciendo alianzas con instituciones para que te reconozcan como interlocutor. Pronto el Musée d’Orsay acogerá una versión reducida de la exposición de Gaudí que ha comisariado Juan José Lahuerta. El pasado viernes Serra estaba en la inauguración de una exposición de frescos del barroco Annibale Carracci en el Prado, de la que el MNAC es parte, y será uno de los hitos de la temporada. A Barcelona llegará en julio. Pero en Madrid Serra reclama una difusión del proyecto que él y el equipo del museo han sacado adelante. ¿Es posible que no sepan que el mejor conjunto expositivo del arte de la guerra, que incluye la mayoría de las obras del Pabellón de la República original, están en el Palacio Nacional de Montjuïc?

Visitando las salas de la guerra se ejemplifica claramente cuál ha de ser también la función de un museo con vocación de servicio público: preservar un legado, ser un motor de creación, crear la atmósfera que permita al ciudadano hacerse preguntas sobre sí mismo y sobre su realidad. Pasamos junto a los Fusilamientos en la plaza de toros de Badajoz de Martí Bas, nos fijamos en Santa cultura, mártir del fascismo de Ángela Nebot, y nos paramos junto a Mano izquierda levantada de Juli González. La escultura está en el centro y las pinturas de la sala son cuadros de bombardeos. El diálogo con el presente inmediato es dolorosamente explícito y las posibilidades de explicar la experiencia de la guerra, de ahora y de siempre, a través del arte hacen que el Museo pueda actuar como un actor vivo.

La sala que custodia las obras del monasterio de Sijena. MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

Mi duda es si esta dislocación del museo enciclopédico puede hacerse con el corazón tradicional del museo: sobre todo el románico y también el gótico. Y Serra dice que sí. Por la experiencia de salvamento de aquel legado, pero también por la conexión con la modernidad. No es solo la vinculación del románico y Picasso, que ya fue explorada, sino también la virtualidad del románico para interpelar a una conciencia de hoy. Por la vía espiritual, la que entronca Taüll con Tàpies o la meditación de un Panikkar. Y por la vía simbólica que, a través de la potencia de los colores y la contundencia de las imágenes, posibilita elaborar un relato sobre cómo el miedo y la violencia son elementos constitutivos de la civilización. Su dimensión oscura. La que querríamos que no estuviera, pero siempre está.

Releer el arte medieval con este afán disruptivo choca, de nuevo, con la concepción del museo enciclopédico. Lo hablamos con Joan Burdeus cuando salimos. De repente, con un pitillo en la mano, inesperado, nos sorprende el especialista en arte medieval Albert Velasco. “¿Se podría hacer esta operación con el románico y el gótico?”, le pregunto. Hay dificultades técnicas, argumenta, hace falta coraje, Serra ha demostrado tenerlo. Alargamos la conversación comentando el conmovedor artículo berlinés de Francesc Serés. Velasco sigue hacia el museo. Por la noche veré que era uno de los hombres del arte del país que en la Sala Oval homenajeaba nuestro José Ángel Montañés. Quizás no haya mejor homenaje que intentar hacernos aquí aquellas preguntas de Joan Brull: “¿Volvemos a dormir? ¿Renegamos de aquel arte entero y vibrante? ¿Maldecimos la vida?”.

Del maestro de Taüll a la Ibiza de Maspons

José Ángel Montañés

La colección del MNAC está formada por 280.000 obras, pero el 80% permanecen en la reserva a la espera de la tan necesaria ampliación. El resto, unas 56.000 piezas, se exponen en los 50.000 metros cuadrados del principal museo catalán, abierto en 1934 en el Palacio Nacional. Todas estas pinturas, esculturas, dibujos, grabados, monedas y fotografías, producidas entre los siglos XI y XXI por artistas no solamente catalanes, son fruto de un momento concreto del pasado de nuestra sociedad. Por eso saber cuándo, quién, cómo, dónde y por qué se hicieron ayuda a conocernos mucho mejor. Cualquier selección del universo artístico del MNAC está condenada a ser incompleta. Esta es solo una propuesta de la mano de algunas de sus estrellas:

Crist en Majestat, Sant Climent de Taüll (hacia 1123). Si el MNAC puede presumir de no tener rival es por la colección de pintura mural románica. Un conjunto formado por obras arrancadas de las iglesias del Pirineo para evitar su venta. De todas sobresale este icono del arte, donde destaca la mirada serena de Cristo durante el Juicio Final rodeado de evangelistas y ángeles, una obra excepcional que inspiró a Picasso y a Picabia. Como pasa con la Capilla Sixtina, está precedida de otros ábsides excepcionales, como el de Santa Maria d’Àneu y Santa Maria de Taüll, o de tallas como la Majestat Batlló.

Pinturas Sala Capitular, monasterio de Santa María de Sijena (1196-1220). Son una de las grandes obras de la pintura medieval con influencias de las miniaturas inglesas y del arte siciliano. Un incendio en 1936 las expuso a temperaturas de 1.000 grados, perdiéndose el 50% de ellas. Fueron arrancadas y llevadas a Barcelona, donde en los años sesenta se pasaron a lienzo y se colocaron en unos arcos que reproducían los originales. Pero se han hecho famosas por el litigio que enfrenta a Cataluña y Aragón por ellas.

Virgen de los “Consellers”, de Lluís Dalmau, (1443-1445). Es innovadora por su formato, lejos del retablo tradicional, por la técnica, pintada al óleo sobre madera de roble y no al temple, y por la composición, ya que los consejeros de Barcelona tienen igual tamaño que la Virgen. El pintor copió en esta obra para la capilla del Consell de Cent a Jan van Eyck, al que conoció en un viaje a Flandes en 1431 como pintor de Alfonso el Magnánimo. Firmada (algo raro) en la base del trono, preside la sala con algunas de las mejores obras del gótico catalán de Jaume Huguet, Bernat Martorell, Lluís Borrassà y Jaume Cascalls.

Descenso de Cristo al Limbo, de Bartolomé Bermejo (1474-1478). Es uno de los pintores más fascinantes del siglo XV. De este cordobés que pintó en toda la Corona de Aragón (quizá por ser judío converso) se conocen solo unas 20 obras. Y cuatro están en el museo. Las cuatro eran parte del Retablo de Santo Domingo de Silos, de Daroca, cuya tabla central está en el Prado.
La vicaría, de Marià Fortuny (1870). El museo tiene dos de las obras más icónicas de este pintor, considerado el mejor de su época, tras Goya: la enorme y bélica Batalla de Tetuán y la pequeña y delicada La Vicaría, ejemplo de virtuosismo y preciosismo. La obra, en la que se representa su propia boda con Cecilia de Madrazo, en 1867, ingresó en el museo en 1922 por suscripción popular tras reunir 300.000 pesetas para comprarla.

Ramon Casas y Pere Romeu en un automóvil, de Ramon Casas (1901). Si hubo un lugar que reflejó la modernidad en la Barcelona de inicios del siglo XX fue Els Quatre Gats. El pintor hizo dos obras que presidieron este café en momentos diferentes. La primera fue El tándem, de 1897, en la que Casas pedalea junto al dueño del local, Pere Romeu; posteriormente, en 1901, se sustituyó por este cuadro en el que los dos amigos van en coche junto a Ziem, el fox terrier del pintor.

Confidente de la Casa Batlló, de Antoni Gaudí (1904-1906). Para modernidad, diseño e innovación las de este arquitecto que llevó sus trabajos a límites de expresividad máximos. Creador total, puso el mismo empeño en sus edificios (siete de los cuales son Patrimonio de la Humanidad) que en los objetos y mobiliario que lo decoraban, como este sillón ergonómico en el que desnuda la madera de tapizados y ornamentos.

Desconsuelo, de Josep Llimona (1907). Considerada el paradigma de la escultura modernista esta delicada figura emerge del bloque de mármol con las marcas de trabajo. La escultura, que abrió el camino a las vanguardias artísticas, esconde su contenido dolor bajo la melena. Se creó para formar parte de un panteón, pero acabó en el estanque (hoy una copia) delante del Parlamento de Cataluña.

Granadina, de Hermenegildo Anglada-Camarasa (hacia 1914). Adscrito a la segunda generación de modernistas, expuso en todo el mundo entre 1900 y 1936 con gran éxito. De hecho, hoy es el artista catalán más cotizado junto a Miró y Dalí. El protagonismo de esta obra es el cromatismo del mantón, próximo al expresionismo, que muchos han comparado en trascendencia a La dama dorada de Klimt, de 1907.

La mujer impúdica, de Àngel Planells, 1933. El MNAC no tiene obras representativas de Dalí, pero sí de este surrealista que se introdujo en el movimiento de la mano de Magritte y Dalí, como se ve en esta obra donde la iconografía (paisaje, alusiones sexuales, formas blandas y metamorfosis) nos hace pensar en los dos. No extraña que algunas de sus obras hayan pasado por auténticos dalís.

Monique, primer bikini de Ibiza, de Oriol Maspons (1953). A partir de 1996 la fotografía está presente el museo con obras desde 1839 hasta la actualidad, reflejando, siempre, la modernidad. Como en esta foto de uno de los renovadores del lenguaje fotográfico en España, reflejo del aperturismo durante el franquismo tras la llegada de turistas, en diálogo con el pasado, representado por los dos militares.

Ente social, macramé de sisal y yute, de Aurèlia Muñoz (1976). Desde 2019 el MoMA de Nueva York cuenta con tres obras de esta creadora de un universo que cabalga entre la escultura, la arquitectura y el origami japonés; una de las mejores representantes del renacimiento que vivió el arte de la fibra desde 1969. El MNAC posee 25 obras suyas ahora en la reserva a la espera (junto con miles de piezas) de que el museo se amplíe y pueda explicar nuevas historias a través de su universo artístico.


La versión original de este artículo se publicó en Quadern, el suplemento cultural en catalán de EL PAÍS. Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

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