La casa del dolor
El doctor Moreau es un discípulo demente del doctor Victor Frankenstein que practica la vivisección de animales para otorgarles un simulacro de humanidad
Algunos de los gritos de dolor más terribles de la literatura se escuchan en La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells. Son gritos y son rugidos a la vez; alaridos que desgarran la noche y que dan más miedo todavía porque tarda en saberse de dón...
Algunos de los gritos de dolor más terribles de la literatura se escuchan en La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells. Son gritos y son rugidos a la vez; alaridos que desgarran la noche y que dan más miedo todavía porque tarda en saberse de dónde proceden. El doctor Moreau tiene su laboratorio o su clínica en una isla del Pacífico Sur alejada de las rutas marítimas: forma parte de ese archipiélago de islas inexistentes que en otras épocas alimentaban las imaginaciones juveniles, y aunque Wells no da detalles que permitan situarla en los mapas no debe de estar muy lejos de la que para mí es la más memorable de todas ellas, la “isla misteriosa” de la novela de Julio Verne. A Verne las licencias que se tomaba H. G. Wells con la verosimilitud científica le parecían inaceptables: “Il invente!”, dicen que decía, él que ponía tanto esfuerzo en documentar sus fantasías y en darles una apariencia de rigor, aunque no tuviera reparo en enviar a sus astronautas a la Luna en una cápsula que era una bala de cañón. Efectivamente, H. G. Wells inventaba: inventó una máquina para viajar en el tiempo, una flota de naves marcianas invasoras de la Tierra, una sustancia que impermeabilizaba contra la gravedad, y que por lo tanto permitía llegar a la Luna con mucha menos complicación que la cápsula-bala de Verne, una sustancia líquida que una vez ingerida proporcionaba la invisibilidad. Todas estas quimeras nacidas hacia finales del XIX, en unas cuantas novelas breves de la juventud de Wells, han tenido una resonancia extraordinaria en la literatura, en el cine, en la imaginación de casi todos nosotros, quizás porque satisfacen ensoñaciones infantiles o adolescentes muy específicas: la invisibilidad, el viaje en el tiempo, el viaje a la Luna.
La isla del doctor Moreau es quizás la menos conocida entre las novelas fantásticas de Wells, aunque se haya llevado algunas veces al cine. También es la más oscura de todas. Era la única a la que yo no había vuelto desde la primera lectura de adolescencia. El tiempo resume eficazmente las novelas. Lo único que yo recordaba de ésta eran los gritos de dolor en una oscuridad de selva en los trópicos. Son gritos humanos y son rugidos de animales. El doctor Moreau es un discípulo demente del doctor Victor Frankenstein que en vez de devolver la vida a los despojos de cadáveres humanos practica la vivisección de animales para otorgarles un simulacro de humanidad. El doctor Moreau es un genio despiadado y misántropo de la cirugía capaz de crear híbridos de oso y de toro, de mono y de cerdo, de perro y caballo, y de hacer que puedan andar erguidos y adquieran rasgos humanos, y de modificar también sus cerebros para que logren un dominio tosco del habla y aprendan a tenerle miedo y a prestarle adoración. Una parte de la oscuridad de la novela viene de la descripción de detalles atroces: hay un perro “despellejado y mutilado” que todavía está vivo; el doctor Moreau ha encadenado contra la pared a un puma y empieza a someterlo a su pavorosa cirugía sin anestesia: “Era como si todo el dolor en el mundo hubiera encontrado una voz”.
H. G. Wells había estudiado con un discípulo de Darwin y estaba al tanto de los avances de la cirugía y de las técnicas de vivisección que se empleaban en experimentos tan crueles como inútiles. El doctor Moreau es el monarca y el dios omnipotente de su isla y su laboratorio un templo de sacrificios al que los animales semihumanizados llaman con espanto “la casa del dolor”. Las novelas de aventuras del siglo XIX que nos gustaban tanto todavía a los niños fantasiosos del siglo XX contenían con mucha frecuencia crudos panfletos coloniales, de un racismo que entonces no advertíamos y que ahora, si volvemos a ellas, nos da arcadas. He vuelto estos días a La isla del doctor Moreau porque me han despertado el recuerdo de aquellos gritos las informaciones que viene publicando este periódico sobre las granjas gigantes donde vacas, pollos y cerdos pasan sus vidas brevísimas en un cautiverio brutal, en un suplicio sin tregua de hacinamiento, enfermedad, terror. Quien ve la imagen de esas cerdas de cría que viven y mueren encerradas en una jaula y están siempre preñadas y no dejan de parir hasta que las desahucian por inútiles ha de sentir vergüenza de su arrogante humanidad. El doctor Moreau se retiró a una isla perdida para practicar sus experimentos en secreto. Las macrogranjas que ahora defienden con tanto ardor no solo los caciques de la derecha española, sino también personas ilustradas, y hasta políticos de izquierdas, se construyen en lugares apartados, como las instituciones carcelarias, y como ellas adoptan una arquitectura de hermetismo y amenaza que acentúa la desolación de los paisajes muertos donde las vislumbramos a lo lejos con un escalofrío. La indiferencia del doctor Moreau a los sufrimientos que él mismo inflige, su convicción de la legitimidad de su poder sobre los seres inferiores, es un retrato de los déspotas coloniales que ya actuaban en los tiempos de Wells, y un vaticinio de todos los que iban a venir en el siglo siguiente: los déspotas de la política, y de la guerra, y también los de la explotación del trabajo de los seres humanos, de las vidas de los animales, de los árboles y las criaturas del mar y de los bienes de la naturaleza. Dice Montaigne que hasta los árboles gritan en silencio contra los hachazos de los seres humanos. Los gritos de los árboles no se pueden oír, aunque a través de las raíces comuniquen entre sí sus llamadas de auxilio. La tragedia de los millones de animales criados, eliminados y procesados en la cadena de montaje de la industria de la carne parece suceder tan lejos de nosotros como los experimentos en la isla del doctor Moreau, aunque su hedor haga irrespirable el aire y sus residuos envenenen la tierra y el agua.
La casa moderna del dolor está insonorizada, y muy vigilada. Pero una vez que se han oído los gritos ya no es posible seguir fingiendo ignorancia. Crecimos en un país áspero en el que no se nos enseñó compasión hacia criaturas que tienen capacidades sensoriales muy parecidas a las nuestras y que por lo tanto pueden sentir el dolor y el pánico igual que nosotros. Y sin embargo muchos de ellos nacen y mueren en las tinieblas hediondas de las granjas del doctor Moreau.
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