El aullido de los Beats resuena en la era digital
Una exposición de Angiola Bonnani en la galería Brita Prinz plasma la continuidad en la sociedad actual de la opresión contra la que se rebelaron Allen Ginsberg y sus coetáneos
Cada época produce su poesía. Pero toda buena poesía trasciende su época. ¿Qué elementos definen una buena poesía? Son muchos, desde luego, pero uno de ellos es, sin duda, que represente las inquietudes, las esperanzas y las profecías o expectativas —el Zeitgeist, al fin— de la época en que se escribe.
Los jóvenes estadounidenses de la década de 1950 vieron cómo su país, finalizada la Segunda Guerra Mundial, adquiría la imagen pública de representar la máxima fortaleza y generosidad planetarias. Sin...
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Cada época produce su poesía. Pero toda buena poesía trasciende su época. ¿Qué elementos definen una buena poesía? Son muchos, desde luego, pero uno de ellos es, sin duda, que represente las inquietudes, las esperanzas y las profecías o expectativas —el Zeitgeist, al fin— de la época en que se escribe.
Los jóvenes estadounidenses de la década de 1950 vieron cómo su país, finalizada la Segunda Guerra Mundial, adquiría la imagen pública de representar la máxima fortaleza y generosidad planetarias. Sin embargo, vivirían la explosión de dos bombas atómicas (Japón), una guerra en curso (Corea) y una Guerra Fría recién estrenada, con su agresiva carrera armamentista y su determinación de imponerse como líder global. Esta política imperialista iba acompañada de un gobierno muy conservador que hacía alarde de su economía en expansión y su intachable capital moral… que incluía las actividades del HUAC (House Un-American Activities Committee, organismo encargado de vigilar de cerca a todo ciudadano sospechoso de disentir de su política), denunciar a otros con simpatías comunistas, otorgar trato de segunda clase a las mujeres, criminalizar la homosexualidad y mantener a una importante parte de la población, la negra, en un severo régimen de apartheid.
De ese allí y entonces, surge la generación de poetas Beat. Lo que empezó como un movimiento literario, acabó convirtiéndose en uno social de dimensión internacional. La palabra Beat, utilizada por primera vez por Jack Kerouac, uno de los exponentes principales del movimiento, hacía referencia a estar golpeado, frustrado, agotado, pero también al influjo de la beatitud zen y a la unidad rítmica muy asociada con la música jazz, que fue el telón de fondo de esa generación. Una música que surgía justamente de los márgenes más golpeados, más perseguidos, más agotados. Los Beat (también llamados beatniks) no solo pusieron en tela de juicio los valores puritanos (la América de leche y miel) y corporativos, sino que los desafiaron a gritos. En 1955 un joven neoyorquino, intenso e iracundo, lee, en un café de San Francisco, un poema que toca profundamente la fibra de algunos miembros de esa generación que se siente encorsetada. Howl (Aullido) declamado de forma tan explosiva como corresponde a su contenido será desde entonces el poema/bandera, la protesta metafísica del movimiento. En él Allen Ginsberg disecaba el cinismo del país utilizando unas metáforas y un lenguaje que fueron inmediatamente juzgados obscenos. Se prohibió el poema, se enjuició a su autor y, por ello mismo, el propio Estado ayudó a incrementar el antagonismo Beat hacia todo lo que oliera a establishment.
En 1957, se publicó la novela que, a decir de muchos, lanzó a esta juventud que sabía lo que no quería, pero aún no lo que quería, a las carreteras del país. Jack Kerouac había escrito On the Road (En el camino) cinco años antes, en unos días febriles, sobre un rollo de telex de 36 metros de largo nunca corregido. Un viaje vagabundo y etílico por las rutas menos frecuentadas del territorio estadounidense, acompañado de otro personaje del panteón Beat, Neal Cassady. Tanto Aullido como En el camino eran textos/catarata exentos de rima uno, de trama el otro, pero unidos por la escritura directa, ausente de puntuación, arrebatada y espontánea que se inspiraba en la improvisación del jazz y describía estrictamente las aventuras o los sentimientos personales en el momento en que se les daba forma. Lo que Ginsberg enuncia en una estructura nunca ensayada antes —78 líneas de prosa poética— es una letanía colectiva, una laberíntica enumeración que incluye sus frustraciones personales y las de su generación, el análisis del capitalismo y sus consecuencias, la crítica al sistema de enseñanza, la alerta ante la destrucción del planeta Tierra, ante la violencia institucional, ante la exclusión social y política.
Se dice que la generación Beat propiamente dicha acabó con la prematura muerte de Jack Kerouac en 1969, pero la verdad es que el amplio grupo de poetas (Burroughs, Corso, Snyder, Kaufman, Jones, Di Prima…) que conformaron este existencialismo norteamericano, fueron la avanzadilla de la siguiente generación, la de los hippies, liderada por Timothy Leary, Bob Dylan y un largo etcétera. Ginsberg, con los años y sus incursiones por la India, pasó de joven enrabiado a gurú de inspiración budista, sin dejar de defender, hasta su desaparición en 1997, ninguna de sus ideas iniciales. Sus temas, sus críticas, sus reclamaciones siguen ahora tan vigentes como cuando elevó su voz. ¿No estamos comprobando la identidad del capitalismo con el Moloch de Howl? ¿No siguen las cosas igual? “El amor es petróleo y piedra sin fin, cuya alma es electricidad y bancos…”, aúlla el poeta.
En su poema, Allen Ginsberg disecaba el cinismo de EE UU utilizando unas metáforas y un lenguaje que fueron inmediatamente juzgados obscenos
Vi a Ginsberg varias veces en el East Village a caballo de su bicicleta, pelo y barba al viento, sonriendo a la nada. Recitar, en cambio, una sola vez. En un pequeño escenario del mismo barrio, junto a otro grande, su amigo Pedro Pietri, el poeta spanglish por excelencia, cofundador del movimiento Nuyorican. Mismas preocupaciones, misma conexión con la audiencia, mismo nivel poético, mismo sentido del humor. A Pietri se le caían los folios donde había escrito su oda al metro de la ciudad y la lectura se convirtió en un collage de lo redactado y lo improvisado. Ginsberg, al ritmo de su tambor, recitó su don’t smoke, don’t smoke, smoke, smoke, smoke, con el que aconsejaba no fumar (tabaco, la droga oficial, como la llamaba, de la que nunca logró desengancharse), pero acababa con el mensaje opuesto. ¿No se trata del mismo mensaje ambivalente que sigue utilizando hoy el capitalismo cuando pretende escuchar a la tierra, aceptar las diferentes sexualidades, detener la exclusión de grupos enteros de ciudadanos, revisar la política de prohibición de las drogas, la violencia policial, el racismo?
Todo esto pasó por mi mente —ninguna, desde luego, de las aludidas por Ginsberg en sus legendarios versos: “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura…”—, al visitar la exposición de la artista italiana Angiola Bonanni, arraigada en Madrid desde 1962. Ese año leyó por vez primera Aullido, y del impacto surgieron once poderosas gouaches sobre papel —plenas de rojo encendido y brochazos enérgicos— que contienen fragmentos del poema. El texto íntegro aparece desplegado en una de las paredes, siguiendo la versión recientemente editada —otra prueba de su vigencia— por Árbol de Poe. Bonanni prolonga así su viva relación con Aullido, que ya en octubre de 2021 le inspiró un conjunto de giclées (impresiones digitales de alta calidad), titulado Moloch-Algoritmo, donde la primera palabra era sistemáticamente sustituida por la segunda, subrayando así la continuidad entre la actual sociedad digital y aquella opresiva contra la que se sublevaron los Beat.
‘Aullido’, de Angiola Bonanni. Galería Brita Prinz. Madrid. Hasta el 21 de enero.
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