Niels Bohr, la mente que vendrá

Para el científico danés, el mundo solo existe cuando lo percibimos y, si parece que exista al margen de nosotros, es porque siempre hay otro que está percibiendo

El científico Niels Bohr, en 1954, a bordo del transatlántico 'Oslojord' a su llegada a Nueva York.Bettmann (Bettmann Archive)

Uno de los aspectos más interesantes en los inicios de la teoría cuántica son los dilemas que surgen cuando hay que abandonar un viejo lenguaje (el de la física clásica) y crear otro que lo reemplace. Para observar el mundo, ya sea a simple vista o con un espectrógrafo (que es el ojo con el que vemos el átomo) necesitamos una teoría o una idea de lo que el mundo es. Ver es teorizar. De hecho, los instrumentos utilizados en física son, por así decir, teoría materializada. Imponen a la naturaleza el lenguaje en el que queremos que hable. Ese lenguaje puede ser el de los patrones de interferencia...

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Uno de los aspectos más interesantes en los inicios de la teoría cuántica son los dilemas que surgen cuando hay que abandonar un viejo lenguaje (el de la física clásica) y crear otro que lo reemplace. Para observar el mundo, ya sea a simple vista o con un espectrógrafo (que es el ojo con el que vemos el átomo) necesitamos una teoría o una idea de lo que el mundo es. Ver es teorizar. De hecho, los instrumentos utilizados en física son, por así decir, teoría materializada. Imponen a la naturaleza el lenguaje en el que queremos que hable. Ese lenguaje puede ser el de los patrones de interferencia, las longitudes de onda o frecuencias, cuando investigamos las ondas. O el lenguaje de la velocidad y la posición, cuando lo que investigamos son partículas. No es posible “medir” ni “observar” sin una teoría y un dispositivo experimental al que referir las observaciones. Sin ambos no veríamos nada. Curiosamente, Heisenberg entendió perfectamente el argumento de Einstein y le reprochó que el propio Einstein había hecho lo mismo con su teoría general de la relatividad: recurrir a la retórica de basarse únicamente en “magnitudes observables”, como si ese tipo de empirismo fuera posible sin una teoría.

El salto de una visión teórica a otra distinta, en términos lógicos, no puede hacerse. Llega un momento en que hay que cambiar de baraja y esa sustitución debe pasar desapercibida. Es aquí donde empieza la magia. Kuhn y Rorty lo han explicado muy bien. Ninguna teoría revolucionaria “refuta” a la anterior. Simplemente, no puede hacerlo, pues habla otro lenguaje. Sería como refutar un refrán castellano con uno normando. Lo que hace la nueva teoría es proponer un juego de lenguaje diferente. Y, para que esa propuesta tenga éxito, debe ganar adeptos. Los factores decisivos de esa adhesión son tanto intelectuales como afectivos. Sólo reuniendo suficientes aliados es posible realizar la transformación. Y eso fue lo que ocurrió en los orígenes de la teoría cuántica. El gran catalizador de ese cambio fue un joven físico danés, Niels Bohr. Contaba con otras armas, además de las técnicas: la caballerosidad, la confidencia, la empatía y la amabilidad. Todas ellas virtudes que aparentemente poco tienen que ver con la lógica experimental. Bohr se había formado en el laboratorio de Rutherford en Manchester, pero para Heisenberg era más un filósofo que un físico, que supo intuir las interioridades del átomo y que, al hacerlo, “adivinaba más que matematizaba”. Bohr fue el eje de esa gran tarea de seducción que dio lugar a la teoría cuántica. Tuvo dos grandes aliados, dos jóvenes geniales de los que había ganado su afecto: Heisenberg y Pauli (formados con Sommerfeld), y Max Born, un matemático de Gotinga un poco mayor que él. Con este pequeño equipo fue capaz de neutralizar los ataques de la vieja física, de férreos enemigos como Einstein, Schrödinger o De Broglie. Bohr logró, de alguna forma, ganárselos a todos ellos. Los invitaba a pasar temporadas en Copenhague o mantenía con ellos un diálogo abierto y cordial. Sabía que la objetividad es el consenso entre los especialistas, el pacto entre los expertos. Y que sin ese consenso una teoría tan extravagante no podría sobrevivir.

La incertidumbre esencial

Saber dónde están las cosas y a qué velocidad se mueven no es posible en el mundo atómico. El lugar y el movimiento. Con esa pregunta Newton había iniciado la física moderna. La respondió postulando un espacio y tiempo absoluto. Einstein lo corrigió, relativizando el tiempo y el espacio e introduciendo al observador. Acontecimientos que para un observador son simultáneos, pueden ser secuenciales para otro. Un tercero puede ver esa secuencia invertida. El pasado y el futuro resultan intercambiables. Una idea fascinante y aterradora. La relatividad revolucionó la visión del tiempo, pero dejó intactos el determinismo y el “realismo racional” que tanto complacía a Einstein: la idea de un mundo exterior objetivo, que evoluciona conforme a leyes y al margen del observador. La nueva teoría que trataba de afianzar Bohr, basada en pulsiones energéticas espontáneas y destellos de luz (denominados cuantos), parecía poner en duda estas premisas.

A finales del siglo XIX se pensaba que solo era cuestión de tiempo alcanzar un conocimiento exhaustivo del mundo natural. El optimismo reinante parecía confirmar la hipótesis de Laplace, formulada en 1814. Si se conoce la ubicación precisa y momento de cada átomo en un instante dado, sus valores pasados y futuros, para cualquier otro momento, serán deducibles mediante las leyes de la mecánica clásica. La nueva teoría parecía abolir esa posibilidad. El determinismo decimonónico se desmoronaba y el demonio de Laplace parecía conjurado. Desde entonces, las nuevas ciencias ya no aspiran al ideal que ofrecía la física, pues la física se había complicado de un modo endiablado. Hasta el punto que muchos han ignorado esta “nueva objetividad” y todavía viven en el mito de Laplace, cuyo sueño (o pesadilla) no se ha desvanecido del todo.

Bohr llegaría a decir, en una de sus escasas salidas de tono, pero de un modo cálido y afable, que la nueva física exigía renunciar a la idea clásica de la causalidad. ¿Cuál sería entonces el papel de los físicos? Bohr no tenía entonces una respuesta, pero tenía claro que debían cambiar de mentalidad. La vieja guardia no tardó en reaccionar, Einstein y Schrödinger a la cabeza. La física dejaba de ocuparse de la naturaleza y pasaba a ocuparse de “lo que podemos decir sobre la naturaleza”. Wittgenstein tenía un heredero en Dinamarca. Pero, entre los físicos, ocuparse de cuestiones metafísicas no está bien visto y se considera una pérdida de tiempo.

Un observador puede escoger medir una cosa u otra, pero tiene que asumir las consecuencias

Heisenberg había señalado la inevitable discordancia entre una posible medición y otra. Un observador puede escoger medir una cosa u otra, pero tiene que asumir las consecuencias. Y, también, que la incertidumbre asedie el futuro desarrollo del sistema. La función de onda cuántica cambia para reflejar el hecho de que se produjo una medición particular y no otras. Ese hecho, a su vez, influye en los resultados subsiguientes. En definitiva, la libertad de elección del observador deja su huella en el itinerario de sus investigaciones. La propia experimentación no es indiferente a dicha elección. Las mediciones han dejado de ser descripciones inocuas de un mundo objetivo e implican alteraciones en lo que se está midiendo. Pero hay algo más. El investigador debe decidir previamente qué es lo que quiere medir, y esa intencionalidad afecta al resultado del experimento (intencionalidad materializada en la elección del aparato de medida), transformando eso que llamamos “realidad”. La actividad científica no sólo es epistemológica, es ontológica. El mundo de ahí fuera depende de lo que escojamos medir. Una medida del sistema en un sentido cierra la puerta y limita la información de otro tipo de medida. Dicho en otras palabras, podemos matematizar la naturaleza en un sentido (con un formalismo específico), pero, una vez hecho, la naturaleza ya no es la misma, ya no nos dice lo mismo que podría decirnos si no hubiéramos elegido ese camino. Las consecuencias, en este sentido, resultan inquietantes. La intención se ha infiltrado en el experimento y el mundo parece etificado.

Esas medidas, en un sentido y otro, son además complementarias. Es aquí donde se gesta una “nueva objetividad”. La complementariedad puede (y debe, según Bohr) aplicarse a otras ciencias. Si hablamos de la vida, podemos concebirla como un conjunto de moléculas interconectadas, de acuerdo con la mecánica clásica, o como un organismo con percepción e intenciones. Ambas visiones son complementarias, pero no es posible sostenerlas simultáneamente. Estudiar la vida molecularmente exige acabar con ella, perdemos las cualidades del organismo vivo. Por otro lado, si se quiere estudiar lo vivo, no es posible examinar el papel de cada una de las moléculas del organismo. Bohr subrayó que la intencionalidad (la ambición del investigador) era refractaria al análisis de la mecánica clásica. Complementariedad significa precisamente que el objetivo o la finalidad del organismo (de dar fruto o madurar) pueda ser una característica general del mismo, aunque carezca de sentido desde un punto de vista molecular. Ambas visiones se complementan. Con todas estas disquisiciones, el espectro del padre de Hamlet (la causa final), regresa del mundo de las sombras. Sin embargo, el éxito de la idea de Bohr fuera de la física fue más bien escaso. Muchos siguen creyendo que la historia de los organismos se desarrolla de acuerdo a leyes inexorables. Cientos de fenómenos cuánticos, como la radiactividad o el salto del electrón, ocurren sin una razón conocida. Un enigma que importa poco a la gran mayoría de los físicos, que prefieren continuar con sus mediciones y no enredarse en cuestiones filosóficas. En todo caso, Einstein estaba en lo cierto al considerar que la teoría cuántica era una teoría incompleta (cualquier teoría lo es). Pero Bohr acertaba también al considerar que esa incompletitud, no sólo era inevitable, sino que podía sentar bien al entendimiento.

Naturaleza radiante y espontánea

La historia de Bohr no puede entenderse sin la de Rutherford y la materia pulsante. Con una mezcla de razonamiento físico y fórmulas inspiradas, Bohr elaboró su modelo atómico. Un par de años después de que Rutherford fundara la física nuclear, Bohr lo hacía con la atómica. Los electrones giraban en torno al núcleo en “ondas estacionarias” No podían tener la energía que quisieran, sino que debían asumir un conjunto limitado de valores (la libertad es siempre limitada). El electrón podía absorber energía cuando se proyectaba luz sobre el átomo. Entonces el átomo se excitaba. Posteriormente, volvía a su estado fundamental emitiendo luz. Esas cantidades de luz, emitidas y absorbidas, podían disponerse de tal forma que reprodujeran la serie de Balmer. Se había descubierto la razón de la ciencia espectroscópica: las transiciones de los electrones de un estado estacionario a otro. Muchos físicos veteranos consideraron que lo que hacía Bohr no era física. La crítica de Rutherford al modelo de su discípulo incidía en lo esencial: ¿Cómo decide el electrón con qué frecuencia va a vibrar y cuándo va a pasar de un estado estacionario a otro? De nuevo surgía la cuestión de la espontaneidad de la vida atómica. El electrón parecía escoger a qué orbital inferior iba a descender y, por tanto, que línea espectral iba a producir. Rutherford sabía que la desintegración de un átomo radiactivo sigue el mismo procedimiento, y que su ritmo resulta impredecible. Lo mismo parecía suceder aquí. Los electrones parecían elegir no sólo el momento del salto, sino también su destino. La transición del electrón al contacto con la luz y la emisión radiactiva compartían un mismo modus operandi. El cambio ocurría de forma espontánea, sin motivo aparente. Ambos fenómenos carecían de una causa identificable. La idea misma de la causalidad se veía amenazada. El asunto preocupaba a Einstein. Pero los físicos estaban demasiado entretenidos utilizando el modelo atómico de Bohr para perder el tiempo en cuestiones filosóficas.

A finales del siglo XIX, los átomos se asocian con los elementos químicos. Había pues 92 clases de átomos o elementos. Para la física, esa clasificación era insatisfactoria. La posición y el movimiento de los átomos debían bastar para explicar la materia. Los elementos fundamentales no eran en realidad tan variados y podían reducirse a tres: protones, neutrones y electrones. Todos los átomos químicos eran combinaciones de estos tres. Pero la cosa se complicaría. En 1938, Otto Hahn descubrió la fisión nuclear y el sueño de los alquimistas, que había anticipado Rutherford, se hizo realidad. En poco tiempo se logró la transmutación de los elementos. Pero en los años cuarenta el panorama volvió a complicarse. A las tres partículas básicas se añadieron una infinidad de “partículas elementales” que surgen espontáneamente de los experimentos a altas energías. Las nuevas partículas son como las mariposas y otros insectos, tienen una vida breve. Son “inestables”, no por iracundas, sino porque existen en periodos muy breves de tiempo (billonésimas de segundo). Al margen de su fugacidad, se comportan de modo parecido a las tres partículas estables de la materia. Los experimentos subrayan ese carácter proteico. Al colisionar a gran velocidad, pueden transformarse unas en otras. Ovidio y Kafka lo habían anticipado, la extravagancia literaria era ya realidad física.

La ciencia no es ya un espectador frente a la Naturaleza, sino que refleja (y expresa) la interacción entre el ser humano y la Naturaleza.

Cuando se supera una perplejidad, se genera otra. En los años veinte la teoría de los cuantos es poco más que una intuición de Bohr apoyada por Sommerfeld y otras mentes brillantes. El modelo atómico empieza a despegar cuando Heisenberg encuentra su formulación matemática. El alemán es muy consciente de que sus arreglos bidimensionales de números (matrices que desconoce y que ya eran conocidas por los matemáticos chinos e indios de la antigüedad) no expresaban la Naturaleza, sino el conocimiento que tenemos de ella. No se trata tan sólo del hecho de que cada ciencia ofrece su propia imagen de la Naturaleza (y esas imágenes resultan a veces inconmensurables), sino que la división cartesiana entre un proceso objetivo en el espacio y el tiempo (res extensa) y una mente que lo conoce (res cogitans) ha dejado de tener sentido. La ciencia no es ya un espectador frente a la Naturaleza, sino que refleja (y expresa) la interacción entre el ser humano y la Naturaleza. La teoría de los cuantos permite, quizá por primera vez, reconocer que el método o dispositivo experimental del investigador condiciona su objeto y lo “determina”. Heisenberg ofrece una analogía. La fe en un progreso indefinido, en la expansión ilimitada del poderío material gracias a la tecnología, es como un buque que tiene tanta abundancia de hierro y acero, que la aguja de su compás no puede detectar el norte y apunta a la masa férrea del propio buque. El capitán ignora que su compás ha perdido la sensibilidad para detectar la fuerza magnética de la Tierra.

La idea misma de la causalidad ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. Hasta la época medieval, se conservan los matices introducidos por Aristóteles. Se distinguen cuatro factores o se habla de cuatro tipos de causas: material (de lo que está hecha la cosa), formal (lo que la estructura y le da forma interior), eficiente (la circunstancia externa) y final (la aspiración a la madurez, sobre todo en lo vivo). En la época moderna, esos matices se han perdido y la causalidad ha quedado limitada a la causa material y eficiente. Kant, que sigue a Newton, da la definición más influyente de la causalidad. “Cuando algo ocurre, suponemos que algo ha precedido al hecho, algo de lo que se sigue como una regla”. De este modo, se ha ido restringiendo la causalidad, hasta la idea de que el acontecer en la naturaleza está unívocamente determinado.

Pero con la teoría de los cuantos, la física deja de ser fiel a ese determinismo. Planck observa que el átomo radiante no despide energía de manera continuada, sino en “paquetes” o cuantos de energía. Golpe a golpe. La nueva teoría se ve obligada a explicar la materia mediante el comportamiento estadístico de los átomos. El determinismo pasa a ser “estadístico”, la física, “incierta”. A todo ello se une una genial intuición de Bohr, el principio de complementariedad. Este principio apunta a que las diferentes imágenes intuitivas destinadas a describir los sistemas atómicos (propiciadas por los diferentes tipos de experimento) pueden ser compatibles sin que se excluyan mutuamente. Según sea el dispositivo, el átomo se comportará de un modo u otro y ello no constituye un problema. Al contrario, se trata de una ventaja. La naturaleza asume (y asiente) nuestro modo de interrogarla. Esas diversas imágenes son verdaderas en cuanto que son fieles a cada experimento particular. Y aunque a primera vista pudieran parecer incompatibles, se complementan unas a otras. No existe un conocimiento completo de un sistema, existen diferentes modos de aproximación. El enfoque y la perspectiva del investigador forman parte del objeto de estudio.

Ante la revolución que esto supone, Bohr postula otro principio, compensatorio, que establece un armisticio con toda la física anterior, el principio de correspondencia. Cuando aplicamos estas leyes estadísticas a los procesos macroscópicos, el determinismo parece restablecerse. Esa es la razón principal por la que los positivistas acabaron por aceptar las perplejidades de la teoría cuántica. Todo quedaba como estaba a nivel macroscópico. El demonio de Laplace seguía vivo.

La diplomacia

Bohr tenía una acogedora casa de campo en Tisvilde, un lugar que jugaría un destacado papel en su actividad científica. Allí fue anfitrión de Pauli, Schrödinger y Heisenberg. Este último estuvo allí en numerosas ocasiones y confesó que había aprendido a querer a aquel alegre y pacífico país (Dinamarca), que había escapado de las catástrofes del siglo. Los invitados pasaban varios días en compañía de la numerosa familia, haciendo excursiones por las dunas y los bosques, recorriendo las playas que ofrecían espléndidas vistas del Báltico. En cierta ocasión, Bohr se internó a nado mar adentro y Heisenberg lo siguió. Al poco tiempo, ambos sintieron que los arrastraba mar adentro la corriente. Ninguno de los dos era capaz de acercarse a la orilla. Se iban quedando sin aire y vivieron momentos de intensa angustia. Finalmente, la corriente los arrojó a un banco de arena. Tras un prolongado descanso, se repusieron y pudieron regresar a la orilla.

Heisenberg no estaba dispuesto a admitir el formulismo ondulatorio de Schrödinger, pero Bohr se inclinaba a incluir el dualismo onda-partícula en las premisas de la teoría. En una de las estancias de Schrödinger en Tisvilde se decidió el destino de la teoría. Heisenberg lo cuenta. Bohr era un hombre particularmente amable y cortés, pero en esta ocasión exhibió cierta intransigencia y una sangre fría escalofriante, que le permitía seguir la argumentación hasta el final. No cedía ni un ápice, aunque perdiera horas enteras. Rebatió cada intento de Schrödinger de resucitar su teoría, punto por punto, tras fatigosas discusiones. A causa del agotamiento, Schrödinger cayó enfermo y tuvo que guardar cama durante varios días. La mujer de Bohr le preparaba caldos y lo cuidaba y mientras que su marido no abandonaba la cabecera de la cama, repitiendo una y otra vez: “Pero reconozca usted…” Hasta que llegó un momento que, al borde de la desesperación, Schrödinger exclamó: “Si esta bobada de los cuantos ha de ser así, lamento mucho haberme dedicado a la teoría atómica”. A lo que Bohr contestó: “Pero todos nosotros estamos muy contentos de que lo haya hecho y por lo bien perfilada que la ha dejado”. Cuando se marchó, en Copenhague se tuvo la impresión de que la interpretación de Schrödinger había quedado refutada. Schrödinger ofrecía otro formulismo teórico, que sería refinado por Born y Jordan. Bohr consideró que ese dualismo podía servir de punto de partida para llegar a la formulación correcta. Una formulación que encontraría tras unas discusiones muy intensas con Heisenberg (que se negaba a aceptar en nuevo formalismo matemático) en la buhardilla del Instituto. Para airearse, Bohr se fue a esquiar a Noruega, y allí, a finales de febrero de 1927, encontró la solución: el principio de complementariedad. Mientras tanto, Heisenberg, sólo, en un parque de la ciudad cercano al Instituto, había encontrado otro principio: el de incertidumbre. Ninguno de los dos principios sería aceptado por Einstein.

Luz y vacío, así es el átomo. Estos dos aspectos serán, junto con la radiación del cuerpo negro y el cuanto de acción de Planck, el detonante de la nueva física cuántica

En 1696, Leibniz describe a la princesa Sofía sus observaciones de una gota de agua y la actividad incesante se agitaba en su interior. Anticipa sin saberlo lo que más tarde se conocería como movimiento browniano. La conclusión principal que sacó Leibniz es que todo está lleno de vida. La característica principal de la materia no es la extensión, la inercia o la impenetrabilidad, como había creído Descartes, sino la fuerza y la percepción. A principios del siglo XX se descubrió que el átomo tiene forma interna, radia, palpita, emite señales de vida. En cierto sentido, puede decirse que la física cuántica restaura la antigua causalidad, más compleja y poliédrica. El átomo tiene forma interna, palpitante. Cuando es excitado emite energía, pero también puede absorberla. La materia no sólo es penetrable como muestran los experimentos de Rutherford sino que también es activa, como descubrió Marie Curie. Luz y vacío, así es el átomo. Estos dos aspectos serán, junto con la radiación del cuerpo negro y el cuanto de acción de Planck, el detonante de la nueva física cuántica. El movimiento browniano será explicado por Einstein en 1905, junto al efecto fotoeléctrico, en su año milagroso. La radioactividad servirá a Bohr para diseñar su átomo cuántico.

Complementariedad

Mientras Heisenberg se debate con sus incertidumbres, Bohr esquía en una estación de montaña en Noruega. Busca algo más que un teorema, un marco de referencia conceptual a los desafíos que planteaba el mundo subatómico. La paradoja radical de la realidad física, que podía comportarse como onda o como corpúsculo, merecía una respuesta contundente. Hasta ese momento, la materia y la radiación eran aspectos excluyentes de un mismo fenómeno, ahora son complementarios. En un determinado momento, el observador sólo puede ver unos de estos aspectos, y lo que vea dependerá del tipo de experimento, del tipo de aproximación al fenómeno. La ecuación de Plack-Einstein y la fórmula de De Broglie expresa el formulismo matemático de la situación. Cada una de ellas relaciona una propiedad de las partículas (energía y momento), con una propiedad de las ondas (frecuencia y longitud de onda). El que aparecieran combinadas en una misma ecuación resultaba inquietante, pues hasta ese momento una partícula y una onda eran entidades completamente diferentes. El principio de incertidumbre añadía un nuevo factor: la necesidad de elegir lo que vemos. Y la limitación que impide ver ambos aspectos. Por un lado, tanto los datos experimentales como los instrumentos de medida se expresan en el lenguaje de la física clásica. Por otro lado, toda interpretación debe, para convencer a los colegas físicos, expresarse en el lenguaje habitual de la física. Respecto a lo primero, Bohr se daba cuenta de que ya no era posible mantener una separación estricta entre el observador y lo observado, entre el instrumento de medida y lo que se está midiendo. La idea de una observación inocua, que no perturbe el sistema, se ha perdido. Respecto a lo segundo, los conceptos de la física clásica ya no sirven, hay que cambiar de lenguaje. El experimento concreto es el que pone de relieve un aspecto u otro del fenómeno. Preguntar si la luz es una onda o un corpúsculo carece de sentido. Nunca sabremos lo que es “realmente” la luz. Lo único que podemos saber es cómo se comporta (ante nuestras preguntas) y la única respuesta posible es decir que se comporta de un modo u otro en función del modo en que la interroguemos. Si preparamos un experimento de interferencia será una onda, si tratamos de localizar los cuantos de luz a través de una rendija se comportará como un chorro de partículas. La decisión sobre qué mundo ver está en manos del observador y de su laboratorio. En 1927, en el Congreso Internacional de Física celebrado en el lago de Como, Bohr, de un modo pausado y claro, apenas audible, expone la idea que habrá de revolucionar definitivamente la física: el principio de complementariedad. El universo de Newton era un cosmos determinista, un mecanismo de relojería, incluso después de su remodelación relativista. En el universo cuántico no hay lugar para el determinismo clásico. El espacio y el tiempo han dejado de ser el marco en el cual se despliegan los fenómenos que observamos. Más bien, es la propia observación la que crea las condiciones espaciales y temporales. Toda una revolución.

La imposibilidad de controlar la interferencia entre el acto de observación y el sistema observado es la razón de la imposibilidad de describir los fenómenos atómicos de un modo unívoco. Hasta cierto punto, pueden ser lo que queramos que sean, en función del dispositivo experimental que elijamos. Hablando de la complementariedad en una conferencia pronunciada en Zurich en 1949, Wolfgang Pauli decía que la situación epistemológica a la que se enfrenta la física moderna no ha sido prevista por filosofía alguna. Disentimos. Tanto Berkeley como Leibniz se sentirían cómodos en el universo cuántico. La idea de que la información que se gana y la que se pierden se encuentran al arbitrio del observador hubiera complacido a ambos. Las situaciones que plantea la física cuántica difieren radicalmente de las planteadas en física clásica. Se podría incluso decir que se trata de una disciplina diferente, que podría llamarse observática, donde cada observación es una interferencia y se hace camino al observar. En función de lo que usted vea (en función de lo que elija ver), su mundo será uno u otro, pues el itinerario de las observaciones incidirá en las visiones futuras. “En este sentido, nos dice Pauli, la irracionalidad se le presenta al físico moderno según la forma de la observación elegida”. Una nueva situación que convierte en imposible la concepción determinista.

Hasta ahora la física clásica exigía la distinción entre sujeto perceptor y objeto percibido. La existencia de ese corte es condición necesaria de la cognición humana. Lo que ocurre con la física moderna, nos dice Pauli, es que “la posición del corte resulta hasta cierto punto arbitraria y como resultado de una elección determinada por condiciones de conveniencia y, por tanto, de alguna manera, libre”. Bohr ya había incidido en este punto. “La actividad mental exige confrontar un contenido objetivo con un sujeto perceptor, pero el sujeto perceptor también pertenece a nuestro contenido mental”. Pauli no duda en adentrarse en el berenjenal filosófico. El concepto de conciencia exige ese corte entre sujeto y objeto. Mientras que la existencia de ese corte es una necesidad lógica, su posición es arbitraria. Y cita al respecto la cosmovisión hindú, sin entrar en demasiadas explicaciones. “La mentalidad occidental no puede aceptar semejante concepción de una conciencia suprapersonal sin un objeto correspondiente”. En lugar de tomar esa vía (que no domina), Pauli prefiere la del inconsciente (sus problemas con el tabaco y el alcohol lo han llevado a convertirse en paciente de Jung). Cada observación consciente genera una interferencia con el contenido del inconsciente que, en principio, es incontrolable, lo que limita el carácter objetivo de la realidad inconsciente y le confiere cierta subjetividad. Una situación análoga a la que estaba ocurriendo entre la vieja y la nueva física.

El debate Einstein-Bohr

“Einstein me dijo que la Luna tiene una posición definida independientemente que la miremos o no... También aludió a que la observación no puede crear un elemento de realidad”. La confidencia de Pauli a Bohr, en una carta fechada en 1955, plantea el meollo del debate Einstein-Bohr sobre la naturaleza de lo real. Una querella que ha durado más de medio siglo y que todavía no se ha cerrado. O se ha cerrado en falso, que es como se cierran los grandes problemas de la filosofía. Einstein estaba convencido de la existencia de una realidad independiente del observador. Era, en este sentido, un realista filosófico, aunque conocía bien la imposibilidad de justificar su postura. De hecho, llegó a confesar a un amigo que esa creencia indemostrable podía calificarse de “religiosa”. Junto a Schrödinger, pretendía recuperar la idea de realidad de la física clásica: la creencia en un mundo objetivo que existe independientemente de que lo observemos o no. Un mundo que había creado Newton a partir de unos axiomas que le permitieran explicar el movimiento (el eterno problema): un espacio y tiempo absolutos. La teoría de la relatividad los había desmentido, pero la creencia subyacente en un orden objetivo, al margen de la percepción, seguía vigente. Einstein se sentía cómodo con el demonio de Laplace, que era el que aseguraba el determinismo. De hecho, le irritaba que hubiera una incertidumbre en la naturaleza y, para conjurarla, llegó a aceptar las variables ocultas (aunque después descartó esa posibilidad). En todo caso, siguió creyendo hasta el final en una realidad en la que los fenómenos se desarrollan independientemente del observador y ateniéndose a leyes. Nunca se detuvo a considerar que la ley supone un lenguaje y que el lenguaje supone un observador.

La física no consistía tanto en descubrir cómo es la naturaleza sino qué podemos decir de ella

Bohr, por otro lado, se sentía cómodo sin el determinismo. La física no consistía tanto en descubrir cómo es la naturaleza sino qué podemos decir de ella. La investigación del átomo había mostrado que la palabra “fenómeno” no puede aplicarse a las partículas a menos que se especifique el tipo de experimento preparado y los instrumentos de observación.

Hasta la llegada de la física cuántica, los científicos realizaban sus experimentos suponiendo que eran observadores pasivos de la naturaleza, capaces de ver lo que veían sin perturbarlo. Esa separación entre el observador y lo observado se ponía ahora en tela de juicio. El objeto microfísico carece de propiedades intrínsecas y resulta absurdo preguntarse por su posición o velocidad entre medida y medida. La física abandona la cosa en sí para ocuparse de lo que podemos decir sobre el mundo. Heisenberg lo expresaría con claridad: “los átomos y las partículas no configuran un mundo de cosas y hechos, sino de potencialidades y posibilidades”. La nueva física recupera así la propuesta de Leibniz. Los elementos básicos del mundo no son cosas o hechos, sino el apetito y la percepción. Los errores de Descartes dieron pie a una física inexacta. La extensión no es la esencia de la materia, sino la fuerza (el anhelo y la percepción). Los cartesianos tuvieron una idea rutinaria y poco creativa de la materia. Una idea que hay que descartar. La naturaleza, toda ella, está viva. La radiactividad, el enlace químico o el movimiento browniano apuntan en esa dirección, pero también el átomo estable, con sus emisiones y absorciones de energía. Pero hay más. La transición de lo “posible” a lo “real” sólo sucede, según Heisenberg, durante el acto de observación. La conciencia se ha colado en la fiesta de la física. La creencia en la existencia de una realidad independiente del observador se tambalea. Einstein creía que sin esa creencia no era posible la ciencia. Los cuánticos han demostrado que no. Los éxitos cosechados por la disciplina lo demuestran.

Que el mundo existe independientemente de la observación es una idea de sentido común. Para gran mayoría de los físicos, incluido Pauli, se trata de una cuestión filosófica a la que la física no tiene porqué responder (“sería como darle vueltas al número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler”). Sin embargo, el teorema de Bell llevó el problema al terreno experimental (anteriormente sólo se planteaban experimentos de pensamiento) y para Einstein supuso su última oportunidad de demostrar que la teoría cuántica era incompleta. Aunque la mayoría de los físicos acabó admitiendo la no localidad, el hecho de que el mundo no existiera si no había nadie observándolo era una cuestión que iba más allá de sus intereses. Una solución al dilema que vincula la existencia con la percepción es considerar que todas las cosas, incluidos los átomos, perciben o son de algún modo receptivos al entorno (de hecho, son “excitables”). En ese caso, todas las cosas, por estar en contacto unas con otras, existen. No necesitan de un dios o de un ser humano que las observe. La idea de que sólo los humanos perciben fue una de las manías de la ilustración dominante, pero ya hay suficientes indicios para descartarla. Ninguna cultura antigua hubiera aceptado ese prejuicio antropocéntrico, que no sólo se ha incorporado a las ciencias, sino también al sentido común moderno.

Einstein da por sentado, como hacemos nosotros todos los días, que los electrones tienen propiedades previas a cualquier acto de medición. Le inquieta que se pueda renunciar a la representación de una realidad ajena a la observación. Sus objeciones van mucho más allá del asunto probabilístico (si Dios juega o no juega a los dados con el universo). Su compromiso emocional e intelectual es la realidad de un mundo externo. El meollo del conflicto no es tanto el determinismo como el realismo filosófico. Pero Bohr también tiene sus manías. Exagera sin duda al afirmar que la teoría cuántica es completa y definitiva. Cualquiera que sepa un poco de historia de la ciencia lo sabe. Pero con aliados como Pauli y Heisenberg, la influencia de Bohr fue creciendo y la de Einstein disminuyendo. La interpretación de Copenhague acabó por imponerse y Bohr se convirtió en una figura legendaria para toda una generación de físicos. Su olfato e intuición le permitía no necesitar de cálculos para elegir o descartar posibilidades. Lo más curioso es que, aunque el dogma cuántico que se estableció fue el de su grupo, las consecuencias filosóficas que se derivaban del mismo no fueron asimiladas. Para varias generaciones de físicos, cualquier tipo de interpretación que fuera más allá de Copenhague parecía prohibida y era duramente censurada. Lo que demuestra que hasta los enfoques pluralistas como el principio de complementariedad pueden caer en el dogmatismo. Con el tiempo la influencia de Bohr se ha ido debilitando y los físicos teóricos de hoy no miran con tanto respeto a Copenhague. No sería un mal momento para rescatar la más audaz de las ideas de Bohr: el mundo sólo existe cuando lo percibimos y, si parece que exista al margen de nosotros, es porque siempre hay otro que está percibiendo, quizá un actante no intencional, como diría Latour.

Otra cuestión era la del determinismo. Entre el demonio de Laplace y el demonio cuántico, Einstein prefería al primero. Le parecía más serio y congruente. La elección, no obstante, es una cuestión de temperamento. No es tanto una cuestión lógica como estética. Einstein fracasó en todos sus intentos de refutar la interpretación de Copenhague y, cuando se refería a ella, hablaba con una pasión que no sentía discutiendo sobre relatividad.

El mundo atómico no es una versión diminuta del mundo que vemos todos los días. El electrón puede hallarse en un estado o lugar y reaparecer en otro, absorbiendo o emitiendo un cuanto de energía. Pero no podemos hablar de “salto”, pues el formulismo matemático impide la idea de trayectoria. El electrón no va de un lugar a otro, sino que desaparece y reaparece. Feynman tenía la absoluta certeza de que nadie entendía la mecánica cuántica, y probablemente tenía razón. Pero los investigadores saben cómo utilizar este mundo. Y resulta que es una teoría sumamente efectiva. Da que pensar.

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