El siglo de las conspiraciones
Cómo se manipula a las masas y cómo se psicoanaliza a un hidalgo de los de lanza en astillero
El 17 de julio de 1834 —el próximo sábado, aniversario—, a principios de la regencia de María Cristina y en plena primera guerra carlista, el “populacho” de Madrid, enfurecido por el persistente rumor de que los curas, utilizando como ejecutores a putas, mendigos y gentes de la peor ralea, habían envenenado el agua de las fuentes, propagando una terrible y mortífera epidemia de cólera, asaltó conventos e iglesias, apiolando a 73 frailes. Ahí tenemos un ejemplo muy nuestro (recordemos el verso de ...
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1. Complotando
El 17 de julio de 1834 —el próximo sábado, aniversario—, a principios de la regencia de María Cristina y en plena primera guerra carlista, el “populacho” de Madrid, enfurecido por el persistente rumor de que los curas, utilizando como ejecutores a putas, mendigos y gentes de la peor ralea, habían envenenado el agua de las fuentes, propagando una terrible y mortífera epidemia de cólera, asaltó conventos e iglesias, apiolando a 73 frailes. Ahí tenemos un ejemplo muy nuestro (recordemos el verso de Vallejo “español de pura bestia”) de conspiración inventada. En realidad aquel cólera era una “variante india” que se había difundido en la Península desde Vigo, adonde había llegado como polizón en un buque inglés. En el siglo XXI —que, como se sabe, empezó el 11 de septiembre— las teorías de la conspiración (TdC) han proliferado como setas tras la lluvia; el cine y las series han encontrado en ellas cantidades ingentes de inspiración: baste recordar, por solo referirme al cine de EE UU (el país más fecundo en TdC), unos ejemplos de las últimas décadas: Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), En la línea de fuego (Wolfgang Petersen, 1993) y Shooter: El tirador (Antoine Fuqua, 2007). Internet y las redes sociales, la escasa influencia social de los editores de libros y periódicos, y la falta de credibilidad de los intelectuales son algunas de las causas de su imparable desarrollo. Como ya nadie se fía de las figuras o instituciones que antaño estaban dotadas de auctoritas, ahora uno se fía de cualquiera con voz y habilidad suficiente para hacerse escuchar. La manipulación de las masas con teorías de la conspiración más o menos “blandas” está presente por doquier: cada mañana, por ejemplo, uno puede escuchar vociferaciones conspiranoicas radiofónicas contra las “élites” comunistas complotadas con socialistas, nacionalistas y elegeteibéis plus para destruir (“lo que queda de”) España. Por supuesto, siempre ha habido (1936) y hay conspiraciones reales, además de inventos. Stalin fue un maestro en inventárselas (“trotskistas”, médicos, judíos) y Hitler, otro siniestro criminal de masas, consiguió (sin mucho esfuerzo, para ser sinceros) que los alemanes “corrientes” creyeran que la culpa de casi todo la tenían los judíos, que pagaron el calumnioso señalamiento con seis millones de personas convertidas en cenizas. De eso ya se ha hablado mucho. Incluso los negacionistas creen, al revés, que lo del apiolamiento de judíos fue una conspiración montada por ellos y aventada por los comunistas: la pescadilla de la conspiración casi siempre acaba mordiéndose la cola. Richard Evans, autor de la más completa historia disponible del Tercer Reich (La llegada del Tercer Reich, El Tercer Reich en el poder, El Tercer Reich en guerra; Península), analiza en su nuevo trabajo, Hitler y las teorías de la conspiración (Crítica), cinco de las conspiraciones aventadas por la “imaginación paranoide” del Tercer Reich: la conspiración judía según Los protocolos de los sabios de Sion, una basura impresa antisemita que se vendió mucho en la España del primer franquismo; la de la “puñalada en la espalda” de la derrota de 1918; la del incendio del Reichstag, alentada primero por nazis y luego por estalinistas; la de los propósitos de la “escapada” aérea de Rudolf Hess al Reino Unido, y la (neonazi) de la negación del suicidio de Hitler y su huida del país hecho trizas. Más completo en teoría e historia de las conspiraciones es la Crítica de la Razón Paranoide (Reino de Cordelia), de Alejandro M. Gallo, dos volúmenes muy densos y trabajados en los que el autor analiza no sólo la mecánica y extensión histórica de las teorías de la conspiración, sino también las distintas interpretaciones (desde Mannheim o Popper hasta Eco, Pynchon, DeLillo o David Foster Wallace, entre otros) a que han dado lugar. Un libro al que volver a menudo.
2. Quijotes
Decía Calvino (Italo) que al releer algunos clásicos en la edad madura uno podía encontrarse con constantes, valores, modelos, contenidos o paradigmas de belleza que habían formado parte de su vida y cuyo origen se había perdido, pero que reconocemos en esa última lectura: porque hay en ellos —afirma— “una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente”, fundiéndose con el inconsciente en los pliegues de la memoria. De El Quijote, el clásico de los clásicos, nunca se acaba(rá) de extraer todo lo que lleva dentro: cada nueva lectura asume, puntualiza, e incluso sacude todo el “polvillo crítico” que la novela ha ido acumulando a través de los siglos. Calas y catas en ‘El Quijote’. Psicoanálisis y psicopatología en el texto cervantino, del psiquiatra y cervantista Valentín Corcés Pando (Fundación Canis Majoris), es un importante intento de desbrozar, desde las categorías del psicoanálisis más ortodoxo, algunos episodios de la novela y de sus contextos. Entre esas 10 “calas y catas” desarrolladas en la segunda parte del volumen (la primera, más breve, se centra en el análisis del discurso cervantino y de sus claves literarias) me han resultado particularmente interesantes las dedicadas a los “celos, la envidia y la gratitud”, una reflexión de reminiscencias kleinianas a propósito de la rivalidad entre el Quijote de Avellaneda y el de Cervantes; al delirio del hidalgo (y al papel de su imaginaria amada en la “estructura delirante”); a las mujeres, y especialmente a Dulcinea, convertida finalmente en “objeto transicional”, y a la función paterna del Quijote. La obra capital de Cervantes, que el fundador del psicoanálisis siempre alabó con entusiasmo (aunque haya que poner entre paréntesis su probablemente fantasiosa afirmación —a su traductor López Ballesteros— de que había aprendido castellano para leerla en el original), revela así nuevos pliegues que permiten una mejor comprensión del personaje. Y, por qué no, de nosotros, sus lectores y cómplices.
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