Mapa del nuevo canon literario de la ‘era Biden’
De los herederos de Philip Roth a las hijas de Toni Morrison, una panorámica general de una tradición literaria que, ahora más que nunca, contiene multitudes
La imagen de Amanda Gorman recitando La montaña que subimos durante la investidura de Joe Biden ilustra a la perfección hasta qué punto han cambiado las cosas en el mapa literario estadounidense. La era de Trump había tocado a su fin dejando impresas en la memoria imágenes perturbadoras, como la toma del Capitolio y el asesinato de George Floyd. Como ruido de fondo, dos movimientos que sacudieron los cimientos del...
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La imagen de Amanda Gorman recitando La montaña que subimos durante la investidura de Joe Biden ilustra a la perfección hasta qué punto han cambiado las cosas en el mapa literario estadounidense. La era de Trump había tocado a su fin dejando impresas en la memoria imágenes perturbadoras, como la toma del Capitolio y el asesinato de George Floyd. Como ruido de fondo, dos movimientos que sacudieron los cimientos del establishment: Black Lives Matter y Me Too. Nada más alejado de aquello que la imagen de Gorman leyendo un poema ante una audiencia silenciosa: el futuro es mujer; el futuro es la raza negra.
Si se busca resumir los ideales de una literatura tan potente como la norteamericana en una figura histórica, ninguna mejor que la de Walt Whitman, el gran poeta de la democracia, cantor de las multitudes. El problema es que, durante la era de Trump, los valores que encarnaba fueron secuestrados, pero el presidente cayó, posibilitando el regreso de lo que representaba el autor de Hojas de hierba. De ahí la importancia del acto inaugural de Biden: lo de menos era quién lo hiciera, su nombre hubiera podido ser cualquier otro; lo importante era que quien recogía el testigo de la poesía fuera mujer y negra. Políticamente, Estados Unidos siempre se ha visto sacudido por cambios bruscos, y la llegada de Biden al poder no fue una excepción. Tras ocho años en la Casa Blanca, el primer presidente negro de la historia era sucedido por un supremacista blanco. Cuando, a su vez, este dejó el poder, lo hizo dando paso al vicepresidente de la Administración anterior. La inauguración de Biden era una forma de reparación profundamente cargada de significado, al igual que el regreso simbólico de Whitman. Su antiguo cargo lo ocupaba ahora una mujer de raza negra. Las coordenadas del mapa político coincidían con las del literario.
Para entender las contradicciones que presiden el día a día en Estados Unidos es preciso recordar que los pilares sobre los que se fundó el país fueron el desplazamiento de los nativos, la esclavitud y la inmigración. Sobre esos cimientos se erigió una sociedad patriarcal cuya cultura era blanca, anglosajona y protestante. Dos siglos y medio después, la nación entraba de manera traumática en el tercer milenio. El atentado contra el World Trade Center de Nueva York cambió la psique colectiva. Don DeLillo, el escritor norteamericano vivo más importante, registró el momento en En las ruina del futuro, un texto que apelaba a la tolerancia en medio de la devastación. La escena evoca uno de los libros más originales de la literatura estadounidense, la Antología de Spoon River (1915), de Edgar Lee Masters, conjunto de poemas en forma de epitafios. Para entender el presente literario es necesario añadir dos: el de Harold Bloom y el de David Foster Wallace. El primero sería un lamento por el canon que desapareció con él. El epitafio de Foster Wallace tendría un sesgo distinto. Su obra maestra, La broma infinita (1993), inauguraba una nueva era literaria, pero al hacerlo implosionó, sepultando el siglo XX. Se había llegado a un callejón sin salida y era necesario abrirse a otras voces y otros ámbitos. Nada demasiado nuevo, en realidad. Factores como el género, la raza o la orientación sexual (lo que Bloom denominaba “la cultura de la queja”) hacía tiempo que reclamaban su lugar, y era urgente dárselo. No por motivos de corrección política, sino porque encontrar una manera más adecuada de decidir qué merecía ser representado era cuestión de estricta justicia.
Los escritores afroamericanos constituyen el frente más vigoroso de la literatura norteamericana actual
El poder afroamericano
Sin lugar a dudas, los escritores afroamericanos constituyen el frente más vigoroso de la literatura norteamericana actual. Las hijas e hijos de Langston Hughes, James Baldwin, Ralph Ellison y, sobre todo, Toni Morrison tienen hoy más fuerza que nunca. Entre las voces de primer orden es imperativo mencionar a Jesmyn Ward (La canción de los vivos y los muertos, 2017), Colson Whitehead (El ferrocarril subterráneo, 2016); Yaa Gyasi (Volver a casa, 2016) y Paul Beatty (El vendido, 2016). Todos estos títulos han sido reconocidos con premios del más alto prestigio. Ta-Nehisi Coates ha reflexionado con acerada precisión sobre lo que significa ser afroamericano en textos como Entre el mundo y yo o Estuvimos ocho años en el poder. Las nuevas voces afroamericanas a tener en cuenta son legión. De manera especial, las femeninas. Dos autores recientes de gran interés son Kaitlyn Greenidge (Libertie, 2021) y Brandon Taylor, cuyo segundo libro, Filthy Animals, colección de relatos de temática gay, ha salido apenas hace unos días. Aunque esta exploración se centra en la narrativa, hay dos poetas afroamericanos que no se pueden dejar de leer: Claudia Rankine y Kevin Young. Chimamanda Ngozi Adichie es nigeriana, pero merece ser incluida aquí por ser una presencia viva en el paisaje de las letras afroamericanas. Además de su extraordinaria producción como narradora (Americanah, 2014), Adichie es autora de una importante obra ensayística (Todos deberíamos ser feministas, 2013; Sobre el duelo, 2021).
El impulso del Me Too
Aunque los entrecruzamientos son innumerables, hablar de literatura escrita por mujeres como categoría aparte tiene sentido, pues durante mucho tiempo la marginación fue real, aunque conviene tener presente que, al igual que ocurre con las demás categorías, se trata de un territorio de límites imprecisos.
Hay diferencias, a veces importantes (por ejemplo, en cuanto a la visión del feminismo), pero también es cierto que más allá de filiaciones como el origen racial o la orientación sexual, las escritoras comparten preocupaciones e intereses y apuntan en direcciones afines. Algunas de las narradoras norteamericanas más importantes de origen no afroamericano son Joy Williams, Lydia Davis, Marilynne Robinson, Annie Proulx, Mary Gaitskill, Siri Hustvedt y Jennifer Egan. Dos autoras jóvenes imprescindibles si se quiere tomar el pulso al presente son Carmen Maria Machado (Su cuerpo y otras fiestas, 2017) y Ottessa Moshfegh (La muerte en sus manos, 2020). Y es altamente recomendable la lectura de Falso espejo, colección de ensayos de la escritora de origen filipino Jia Tolentino (1988).
En los muchos herederos de la tradición contracultural judía se proyecta con autoridad la sombra de Philip Roth
La voz contracultural judía
En la sólida y poderosa tradición literaria judía, que propuso una voz contracultural respecto al dogma wasp desde los tiempos de Arthur Miller, se proyecta con indiscutida autoridad la sombra de Philip Roth. La distancia que mantienen sus abundantes sucesores con respecto a la tradición heredada varía considerablemente. Algunos ahondan en las raíces de su identidad, en tanto que otros sitúan su narrativa en una órbita de más amplio alcance, a veces en clave irónica o humorística. Algunos autores y obras de referencia en el siglo XXI: Nicole Krauss (La historia del amor, 2005), Gary Shteyngart (Absurdistán, 2006), Michael Chabon (El sindicato de policía yiddish, 2007), Ben Lerner (Saliendo de la estación de Atocha, 2011), Nathan Englander (De qué hablamos cuando hablamos de Anna Frank, 2012), Jonathan Safran Foer (Aquí estoy, 2016), Paul Auster (4 3 2 1, 2017). Uno de los escritores jóvenes más brillantes dentro de este grupo es Joshua Cohen (1980), autor de ficciones especulativas como Book of Numbers (2015).
El relevo latinx
Al igual que con la narrativa judía, intentar dar cuenta de casi dos siglos de historia literaria de origen hispánico (el término políticamente correcto es latinx) carece de sentido. Por otra parte, no es exacto hablar de una tradición unificada, pues estamos ante un conglomerado que engloba a chicanos, caribeños, centroamericanos y sudamericanos. El patriarca de esta tradición es Rolando Hinojosa-Smith (1929) y la nómina de autores que la han consolidado incluye a Gloria Anzaldúa (Borderlands / La frontera, 1987), Oscar Hijuelos (Los reyes del mambo tocan canciones de amor, 1989), Sandra Cisneros (El arroyo de la Llorona, 1991), Julia Álvarez (En el tiempo de las mariposas, 1994) y Cristina García (Aquí en Berlín, 2017). El nombre más visible es el de Junot Díaz (La maravillosa vida breve de Óscar Wao, 2007). A diferencia de lo ocurrido en otros grupos, no ha habido grandes revelaciones en los últimos años. Por la fiereza y calidad de su lenguaje merece mención aparte Justin Torres (Nosotros los animales, 2011).
El fin del orientalismo
La dispersión alcanza niveles considerables en el caso de los escritores de origen asiático, lo cual es símbolo de vitalidad. Edward Said lo habría celebrado. Sin agotar el cómputo hay autores asiático-norteamericanos muy notables de procedencia india, pakistaní, china, filipina, japonesa, coreana, iraní… y apenas espacio para dar algunos nombres. Además, agruparlos es forzado, pues lo único que tienen en común es la experiencia de la emigración y el hecho de que por encima de todo se sienten orgullosos de ser americanos. El horizonte de nombres pioneros dentro de este mosaico incluye a las autoras de origen chino Maxine Hong Kingston (The Woman Warrior, 1976) y Amy Tan (El Club de la Buena Estrella, 1989), así como al coreano Chang-Rae Lee (En lengua materna, 1995), narradores que abrieron los caminos por los que hoy transitan con comodidad nuevas generaciones de inmenso talento. Un hito del pasado reciente es Taipéi (2013), originalísimo tour de force narrativo de Tao Lin.
Otro novelista que ha irrumpido con fuerza en el panorama general de las letras norteamericanas es Viet Thanh Nguyen, que obtuvo el Pulitzer con El simpatizante (2015) y ha confirmado el calibre de su talento con The Committed (2021). Algo que comparten las nuevas generaciones de narradores asiático-americanos con las del resto de grupos que vamos comentando es el interés por experimentar con formas genéricas de la literatura popular: historias de horror, ficción pulp, novelas de espías o detectives, thrillers, ciencia ficción u otras formas de fantasía. Dos novelas recientes de enorme mérito e interés son Interior Chinatown (2020), con la que Charles Yu ganó el National Book Award, y Los mil crímenes de Ming Su, de Tom Lin (1996), wéstern con elementos de fantasía, publicado este mismo mes.
El arco iris de la inclusividad
Las líneas divisorias que marcan los límites entre los distintos grupos alcanzan un punto máximo de fluidez en la zona acotada por las siglas más inclusivas de todos los territorios que vamos recorriendo: LGBTQIA+. Dentro de esta elástica denominación, cada autora o autor opera conforme a parámetros intransferibles. Muchas de las escritoras y escritores que cabría encapsular en esta categoría pertenecen por derecho propio a otros grupos (pocos escritores se han adentrado en las profundidades del amor homosexual como lo hicieron el afroamericano James Baldwin o el latino John Rechy en City of Night, novela publicada en 1963; ¿dónde ubicar las exploraciones lésbicas de Carmen Maria Machado?). Dos narradores radicalmente distintos en su disección de la identidad gay son el exquisito Michael Cunningham (Las horas, 1998) y el deletéreo Dennis Cooper (The Sluts, 2004). Entre las aportaciones recientes destaca Tan poca vida (2015), controvertida novela protagonizada por varios personajes queer y firmado por la autora de ascendencia hawaiano-coreana Hanya Yanagihara (1974). Cuatro autoras más cuya trayectoria habrá que seguir con atención son Jennifer Finney Boylan, Rita Mae Brown, Alison Bechdel y Leslie Feinberg. En Redefining Realness (2014), memoir que figuró en las listas de superventas, Janet Mock nos ofrece un conmovedor retrato de su paso de la niñez a la edad adulta como transexual.
Renacer de los nativos
Estaban aquí antes de que los europeos decidieran que el continente donde vivían debía llamarse América. Nada más llegar, el hombre blanco inició una campaña de exterminio contra ellos que tuvo como corolario la expropiación de sus tierras y el confinamiento de los supervivientes en reservas. Actualmente, la literatura de los nativos norteamericanos atraviesa por un momento de desbordante vitalidad. Durante el periodo literario conocido como el renacimiento indígena surgieron dos autores de gran talento, Leslie Marmon Silko (1948), perteneciente a la tribu laguna pueblo, autora de la esencial Ceremonia (1977), y N. Scott Momaday (1937), cuentista y novelista de origen kiowa (House Made of Dawn, 1968). En las generaciones siguientes destaca el escritor de origen spokane-coeur d’alêne Sherman Alexie (La pelea celestial del Llanero Solitario y Toro, 1993). La autora que goza de mayor prestigio dentro de esta tradición hoy es Louise Erdrich, ganadora de numerosos premios, incluido el National Book Award por La casa redonda (2012) y este mismo año el Pulitzer por El vigilante nocturno. Entre los autores jóvenes más notables cabe destacar a Tommy Orange, Rebecca Roanhorse, Tanya Tagaq y Stephen Graham Jones.
El escritor Teju Cole asegura que los negros que no admiten la influencia de la tradición europea faltan a la verdad
No es lugar para blancos
Si se le pudiera pedir su opinión a un personaje de Sherman Alexie, no sería extraño que le diera la vuelta a uno de los títulos más celebrados de su autor (Blues de la reserva) con intención de dedicárselo a algún autor de rostro pálido. A estas alturas no tiene sentido hablar por separado de un hipotético canon cuyo centro serían los escritores de raza blanca. Ello no quiere decir que el peso de la historia no esté de su parte. Basta con recitar nombres: John Cheever, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Truman Capote, Raymond Carver, Don DeLillo, Cormac McCarthy, Richard Ford, William Vollmann, George Saunders, Lorrie Moore, Jonathan Franzen…
El hecho a destacar es que las distancias entre las distintas tribus literarias se han desdibujado. Hablando de su ascendencia literaria, el escritor de origen nigeriano Teju Cole afirmó que los narradores afroamericanos que no reconocen la influencia de la tradición novelística europea en su obra faltan a la verdad. Para él tan importante es Virginia Woolf como Ben Okri. Otro tanto cabe decir de Toni Morrison, la escritora norteamericana más importante del siglo XX: sin Faulkner y la misma Woolf, no hubiera encontrado su voz.
Los talleres de escritura son un negocio lucrativo pero no saludable, ya que propician una innegable uniformización
Revistas, universidades, televisión y otros condicionantes
Si las barreras entre las distintas tribus literarias son en extremo porosas, hay líneas de fuerza que condicionan claramente la escritura creativa, desde los imperativos del mercado, que consideran que la literatura es parte de la industria del entretenimiento, hasta la importancia de las revistas literarias, pasando por el mundo universitario, con sus influyentes programas de escritura creativa, de los que sale la casi totalidad de los escritores que logran abrirse paso. Por lo que se refiere a las revistas, se trata de una tradición largamente consolidada y su influjo es muy poderoso: The New Yorker, The Paris Review, McSweeney’s, n+1, Bomb, The Rumpus, The Brooklyn Rail, Bookforum, Story, las digitales Electric Lit, Vulture, Lit Hub y decenas más descubren continuamente nuevas voces y analizan en profundidad los más diversos aspectos relacionados con la sociología de la creación literaria.
El mundo académico y el mercado tienen un impacto enorme sobre la ficción, no necesariamente positivo. En Estados Unidos los másteres de escritura creativa que se imparten en las universidades son ubicuos. Su profesorado cuenta con las mejores firmas del panorama nacional. Para la universidad es un negocio lucrativo, pero para la escritura no es demasiado saludable, ya que se propicia una innegable uniformización de los modos expresivos (¿cuál es el lugar de los talentos salvajes?). Hay otros condicionamientos. El trasvase de talentos literarios a la producción de series de televisión plantea un orden distinto de problemas, en el sentido de que, como señaló en su día David Foster Wallace, se invierte la correlación de fuerzas entre entretenimiento y arte, entre el afán por complacer y la autoexigencia. La cuestión es tan compleja como fascinante. Puede haber grandes logros, por supuesto. Entretener es legítimo, pero no ha de ser la prioridad de la escritura. En cuanto al mercado, la batalla probablemente esté perdida de antemano, y la única esperanza resida en la resistencia que puedan poner las editoriales, librerías y revistas independientes. En su lucha contra el poder omnímodo de Amazon, Dave Eggers distribuirá la edición de tapa dura de su próxima novela, The Every, que se publicará en octubre, solo en librerías independientes y con distintas portadas. Un ejemplo a seguir.
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