Residentes perpetuos
‘Alguien camina sobre tu tumba’, de Mariana Enriquez, es un conjunto de crónicas por 24 cementerios dispersos por el mundo, repletas de humor a cargo de una de las narradoras latinoamericanas imprescindibles
1. Necrofilias
Llámenme necrófilo, pero algunas de las fotos que más aprecio son las que me hicieron ante la tumba de personajes que admiro o he admirado. Igual que pasa con las segundas filas de las estanterías de una biblioteca personal, las fotos de tumbas visitadas denuncian distintas fases y entusiasmos de la sensibilidad de cada cual. Tengo, por ejemplo, una imagen con Vila-Matas muy cerca de la tumba de Kafka, en el Nuevo cementerio judío de Praga, tomada un día muy soleado y en presencia de Mercedes Monmany, cuando todos nos queríamos. Tengo, por supuesto, fotos ante la t...
1. Necrofilias
Llámenme necrófilo, pero algunas de las fotos que más aprecio son las que me hicieron ante la tumba de personajes que admiro o he admirado. Igual que pasa con las segundas filas de las estanterías de una biblioteca personal, las fotos de tumbas visitadas denuncian distintas fases y entusiasmos de la sensibilidad de cada cual. Tengo, por ejemplo, una imagen con Vila-Matas muy cerca de la tumba de Kafka, en el Nuevo cementerio judío de Praga, tomada un día muy soleado y en presencia de Mercedes Monmany, cuando todos nos queríamos. Tengo, por supuesto, fotos ante la tumba de los Faulkner, en el Oxford Memorial Cemetery (Oxford, Misisipi), o ante los enterramientos, sepulturas o cenotafios (los hay de todo tipo, como los hoteles) de Daniel Defoe (Bunhill Fields, Londres), Sigmund Freud, Bram Stoker o Kathleen Ferrier (Golders Green, Londres), Lu Xun (cementerio de Wanguo, Shanghái), Wilhelm Reich en el bosque que rodea a su casa-fortaleza de Organon (Rangeley, Maine), de Dorothy Parker, Herman Melville o Miles Davis en el cementerio de Woodlawn (The Bronx, Nueva York), de Enrique Santos Discépolo (La Chacarita, Buenos Aires), Victoria Ocampo, Bioy Casares o Macedonio Fernández (La Recoleta, Buenos Aires), de Cortázar, Beauvoir y Sartre, Proudhon o Baudelaire en el cementerio de Montparnasse; de Proust, Apollinaire, Balzac o Abelardo y Eloísa en el laberíntico Père Lachaise, del que nunca me voy sin rendir homenaje al Muro de los Federados, que recuerda a los 147 fusilados de la Comuna de 1871, de la que este año se conmemora el 150º aniversario (véase, por ejemplo, la recopilación, coordinada por Miguel Urbán y Jaime Pastor, ¡Viva la Comuna!, en la que también colaboran, entre otros rojos conspicuos, Daniel Bensaïd y Michael Löwy; editorial Bellaterra). Total: que nunca me voy de una ciudad sin visitar sus cementerios, esos lugares generalmente tranquilos y agradables (y no lo digo por Père Lachaise, tan bien descrito por Balzac en Ferragus, jefe de los Devorantes, editorial Minúscula, o por Flaubert en La educación sentimental, múltiples ediciones) en los que residen permanentemente, y se avecinan disparatadamente, entre obeliscos, aparatosas estatuas de ángeles de la muerte, urnas y esferas pétreas, criptas lovecraftianas, fuentes de las que solo mana el polvo, epitafios grabados a cincel, y vegetaciones con aroma a muerte, gentes cuyas obras me dejaron huella. Mi pasión por los cementerios me ha llevado a visitar incluso algunos falsos, como el ajetreado cementerio de Sad Hill, donde tiene lugar la última escena (escalofriante música de Morricone) de El bueno, el feo y el malo (1966), del gran Sergio Leone: en realidad, el camposanto estaba en Santo Domingo de Silos y sus tumbas fueron plantadas en una sola noche por el ejército de Franco. Todo lo anterior me lo ha evocado la lectura reciente de la reedición, convenientemente aumentada, de Alguien camina sobre tu tumba (Anagrama), de Mariana Enriquez, un conjunto de crónicas por 24 cementerios dispersos por el mundo, repletas de humor (no siempre negro) a cargo de una de las narradoras latinoamericanas imprescindibles y con la que comparto la fascinación por las necrópolis y sus habitantes (en el sentido que se da a los que pueblan la Comala de Rulfo). Un travelogue muy apropiado para turistas de nuestro Zeitgeist.
2. Pionera
El Times Literary Supplement, la publicación de crítica literaria más prestigiosa del planeta, apareció en 1902 formando parte del diario The Times, pero desde 1914 goza de existencia independiente. Hasta 1974 las críticas no iban firmadas, pero, en todo caso, en el TLS han colaborado algunos de los más prestigiosos escritores e intelectuales del mundo. Por ejemplo, Virginia Woolf, de la que Lumen acaba de publicar Genio y tinta (traducción de Ana Mata Buil, prólogo de Ángeles Caso), que recoge algunos de los ensayos que escribió para el TLS entre 1916 y 1931. No es del todo cierto que se trate de un “volumen inédito”, como rezan sus paratextos. Algunos aparecieron revisados en sucesivas ediciones de El lector común, pero en Genio y tinta figuran tal como se publicaron en el Supplement. Como siempre, fascina la inteligencia y sensibilidad de VW —la más eximia representante del modernismo literario—, su agudeza crítica, la elegancia de su prosa, su matizado sentido del humor y de la ironía. En la introducción (de Francesca Wade) se reproduce lo que la autora escribió a una amiga a propósito de los ritmos de la crítica en los diarios y suplementos, algo todavía aplicable: “El TLS me manda una novela por semana; hay que tenerla leída el domingo, reseñarla el lunes e imprimirla el viernes. Así es como hacen las salchichas en Estados Unidos, ya lo sabes”. Uno de los artículos más interesantes de Genio y tinta está dedicado al análisis de Aurora Leigh, de la sufrida Elizabeth Barrett Browning, que acaba de publicar Cátedra en edición crítica de Carme Manuel y José Manuel Benítez Ariza, quienes no se han cortado un pelo a la hora de atiborrar sus páginas de prolijas notas en cuerpo menor que ocupan bastante más que el propio texto. Aurora Leigh es una extensa novela en verso libre (casi 11.000 de ellos) que, aunque fue muy leída en las dos décadas siguientes a su publicación (1856) por una generación de mujeres victorianas que vieron en la peripecia de su protagonista un fiel reflejo de sus propias ansiedades (entre ellas, las de conciliar sus deseos con el papel que les reservaba la sociedad), se había quedado bastante vieja en la época en que la reseñó la Woolf (1931), quien señala esa condición añosa con la ternura y el respeto que se le debe a una admirada pionera: “Por esos motivos, Aurora Leigh continúa siendo, pese a todos sus defectos, un libro que vive y respira y tiene un ser”.
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