‘Peter Grimes’: otra vuelta de tuerca
La primera ópera de Benjamin Britten vuelve en una nueva producción al Teatro Real, donde ya se representó con enorme éxito en 1997
En el erial que llevaba siendo la ópera inglesa desde hacía al menos dos siglos y medio, el estreno de Peter Grimes en Londres el 7 de junio de 1945 fue lo más parecido a una persistente lluvia primaveral que empapaba, por fin, el sequedal. Su autor, Benjamin Britten, tenía tan solo 31 años y su único bagaje teatral hasta ese momento era una opereta, Paul Bunyan, estrenada en la Columbia University de Nueva York en 1941 y recibida con durísimas críticas: “un fracaso músico-teatral” fue el seco veredicto de Virgil Thomson. En nada ayudó que el libreto –una mezcolanza de elementos ...
En el erial que llevaba siendo la ópera inglesa desde hacía al menos dos siglos y medio, el estreno de Peter Grimes en Londres el 7 de junio de 1945 fue lo más parecido a una persistente lluvia primaveral que empapaba, por fin, el sequedal. Su autor, Benjamin Britten, tenía tan solo 31 años y su único bagaje teatral hasta ese momento era una opereta, Paul Bunyan, estrenada en la Columbia University de Nueva York en 1941 y recibida con durísimas críticas: “un fracaso músico-teatral” fue el seco veredicto de Virgil Thomson. En nada ayudó que el libreto –una mezcolanza de elementos muy heterogéneos, como la propia música– hubiera sido escrito por Wystan Hugh Auden, que había sido quien había animado al compositor dos años antes a seguir sus propios pasos y los de Christopher Isherwood, cuando ambos decidieron dejar su Inglaterra natal, a punto de entrar en guerra según todos los visos, y trasladarse a un país, Estados Unidos, que, al menos por entonces, parecía muy alejado del infierno en que se convertiría Europa pocos meses después. Britten aceptó su consejo y el 29 de abril de 1939 zarpó rumbo a Quebec junto con su amigo Peter Pears, con quien a poco de desembarcar iniciaría una relación amorosa que perduraría hasta su muerte. Ni que decir tiene que tanto los dos escritores como los dos músicos fueron acusados de deserción y de cosas peores por sus compatriotas.
Fue en California donde, en casa de unos amigos, Britten y Pears leyeron por casualidad en la revista The Listener en junio de 1941 un artículo del novelista E. M. Forster (el futuro colibretista de Billy Budd) sobre George Crabbe, un poeta nacido en Aldeburgh, a pocos kilómetros de donde, también a orillas del mar, había visto la luz el compositor. Y fue en sus poesías completas donde ambos descubrieron un libro (The Borough) y un personaje (Peter Grimes) que despertó su innato afán operístico, uno como creador y el otro como intérprete. En el barco de vuelta a Liverpool, en abril del año siguiente, anotaron, juntos y por separado, posibles estructuras argumentales, inspirándose en Crabbe, pero también apartándose decididamente de él. Aunque viva en el oratorio y en las operetas victorianas, la lengua inglesa apenas atesoraba ninguna tradición operística. No extraña por ello que, en los primeros estadios de la composición, Britten confesara en una carta a Pears el 11 de marzo de 1943: “No me causa ninguna desazón pensar en esas personas cantando, y cantando en inglés”.
Aunque viva en el oratorio y en las operetas victorianas, la lengua inglesa apenas atesoraba tradición operística
El Londres hambriento, devastado y exhausto tras varios años de guerra acogió Peter Grimes con entusiasmo. A pesar del terrible drama que contiene, su estreno, nada más concluida la guerra en Europa, avivó el orgullo patrio y encontró rendijas para el optimismo: “Desde la guerra no se había oído una nueva ópera en ninguna de las capitales del mundo. Desde la noche del 7 de septiembre de 1940 [el comienzo del Blitz, los bombardeos sistemáticos sobre Londres de la aviación alemana] no había resonado la música en el mundialmente famoso Sadler’s Wells”, el teatro que acogió el estreno y que había funcionado como centro de acogida para quienes habían perdido sus casas, se leyó en News Review. El crítico del Evening Standard rizó aún más el rizo: “Es posible que el dominio político de Londres vaya a verse puesto en entredicho por Moscú o Washington (...) pero cabe pensar, como compensación, que Londres va a convertirse en el centro artístico del mundo”.
La ópera atrajo por igual a los críticos y al gran público, gracias a su tono realista y a la ambientación y el lenguaje incontestablemente ingleses. En Peter Grimes todo resulta creíble, sus apuntes de romanticismo son colaterales y ni sus personajes ni los sentimientos que exteriorizan parecen acartonados. “Describir las cosas tal como son es un acto revolucionario en sí mismo”, había escrito el libretista de la obra, Montagu Slater, marxista convencido, diez años antes del estreno de la ópera. La historia que se nos cuenta –uno de esos irresolubles dilemas morales tan del gusto de Britten– no brinda consuelo, pero sí que despierta empatía, no solo necesariamente hacia un hombre acosado por la comunidad en la que vive, sino también hacia el humilde pescador que trabaja incansablemente. La ópera entendida, por tanto, no como entretenimiento, sino como espejo en el que mirarse e identificarse, si bien Ernest Newman pensó que tanto realismo resultaba excesivo (“se sitúa un poco demasiado cerca de la fotografía y el habla cotidiana”), mientras que, según otra opinión de primera hornada, “el libreto se desplaza en ocasiones el ámbito de las imágenes poéticas, pero sin alejarse nunca de lo coloquial”.
Esta última frase se debe al gran crítico literario estadounidense Edmund Wilson, que asistió en julio a una de las primeras representaciones de la ópera en el curso de un viaje por Europa para escribir una serie de artículos para The New Yorker en la primavera y el verano de 1945. Ampliados luego en forma de libro con el título de Europa sin Baedeker (en referencia a las famosas guías de viaje alemanas) y el muy significativo subtítulo de Apuntes entre las ruinas de Italia, Grecia e Inglaterra, son un testimonio de primera mano, aún sin traducir entre nosotros, de las profundas heridas que había dejado la contienda en los tres países. Wilson fue a ver Peter Grimes cargado de escepticismo, pues confiesa que la única obra que conocía previamente de Britten, su Sinfonia da Requiem, estrenada en Nueva York en 1941, no le había causado una gran impresión. Sin embargo, tanto la ópera como su autor le impactan con fuerza: “Enfrentarse, sin preparación, a un talento nuevo e inconfundible de este tipo es una experiencia asombrosa, electrizante incluso”. Saluda la aparición del joven Britten como “la llegada de un nuevo maestro”, alaba la ausencia en su música de cualquiera de las influencias dominantes (“Wagner, Debussy, Stravinski, Schönberg o Prokófiev”) y su lenguaje le parece “personal” y tan “inequívoca y sólidamente inglés” como el de las operetas de Gilbert y Sullivan: para una ópera nacida en Inglaterra, “no cabe otra comparación en el pasado inmediato”, añade socarronamente entre paréntesis. Y Peter Grimes acaba atrapándolo sin remedio: “No sientes que estés viendo un experimento; estás viviendo una obra de arte. La ópera se apodera de ti, te mantiene clavado a tu butaca durante la acción y en tensión durante los intermedios, y te suelta, purgado y exhausto, al final”.
Pero lo más interesante de las opiniones de Wilson llega cuando, como parecía casi inevitable, establece una conexión entre la ópera y la coyuntura histórica en que fue concebida y estrenada. Afirma que no recuerda “haber visto, en ninguna representación operística, a un público tan ininterrumpidamente silencioso, tan petrificado y presa del suspense, como el de Peter Grimes”. Y atribuye el mérito en parte al “talento dramático de Britten”, pero también a que el músico ha sabido “armonizar, a través de Peter Grimes, las duras emociones y el desamparo de los años de guerra”. Y sentencia: “Esta ópera no podía haberse escrito en ninguna otra época y es una de las pocas obras de arte que, hasta el momento, me parece que ha hablado por la ciega angustia, por los rencores llenos de odio y el deseo de destrucción de estos años terribles”. Wilson ve en la obra “la crónica de un impulso de perseguir y matar que se ha convertido en una compulsión obsesiva” y admite haber establecido inicialmente una identificación entre Peter Grimes y Alemania. Sin embargo, al final, “cuando la ópera ha terminado –o cuando ella ha acabado contigo–, has decidido que Peter Grimes es todas las bombas, las ametralladoras, las minas, los torpedos que atacan por sorpresa a la humanidad. (...) Durante las últimas escenas sientes que la turba que se abalanza gritando para castigar a Peter Grimes es tan sádica como él”. Cuando, como le pide el capitán Balstrode, el marinero se dirige a alta mar para ahogarse y poner fin a la pesadilla, “sientes que estás en la misma barca que Grimes”.
La lectura bélica de Wilson, con ser apasionante debido a cuándo y por quién fue formulada, no es, sin embargo, la única posible. El personaje de Peter Grimes es también un filón psicoanalítico y psiquiátrico. Sigmund Freud y Ernest Jones lo hubieran clasificado en el tipo anal: su afán de enriquecerse, el orden reinante en su chamizo (que tanto sorprende al párroco y a Swallow al final del segundo acto), su carácter terco y desafiante, su afán controlador y sus arranques de ira apuntan todos en esta dirección. Un análisis médico detectaría en él asimismo un grave trastorno de personalidad: en su brusca aparición en “El Jabalí” en medio de la tormenta de la segunda escena del primer acto, empapado, como poseído y con el pelo enmarañado, cuando canta con una misma nota repetida (un Mi) un texto visionario que parece impropio de un humilde pescador (“Ahora la Osa Mayor y las Pléyades donde la tierra gira están formando nubes de dolor humano que respiran solemnidad en la profunda noche”), la inmediata reacción de los parroquianos, sumidos en sus banalidades y sus cancioncillas de taberna, es afirmar que está loco o borracho. Y Grimes surge en medio de la noche en la escena final de la ópera “exhausto y demente”, repitiendo obsesivamente su propio nombre al tiempo que lo oye –o cree oírlo– en medio de la niebla (extraordinario el efecto de la tuba fuera de escena imitando la sirena con un reiterado semitono descendente) y atrapado en pleno delirio psicótico, con las voces espectrales del coro como todo acompañamiento.
Incidiendo en el sufrimiento que permea su música, Bernstein dijo que Britten, como Grimes, no encajaba con el mundo
Queda, al menos, otra interpretación de la ópera, tan o más plausible que las anteriores. Cuando Britten y Pears decidieron volver a Inglaterra en 1942 lo hacían ya como pareja, aun a sabiendas de que la homosexualidad seguía penalizada en su país con arreglo a las mismas leyes victorianas que habían llevado a la cárcel a Oscar Wilde en 1895, que provocarían el arresto y el consiguiente escarnio público de John Gielgud en 1953 o la castración médica y el suicidio de Alan Turing el año siguiente. En el prólogo de la ópera, Grimes afirma que no le gustan “los que se inmiscuyen” en sus asuntos y quiere “poner fin a las habladurías”, sin que sepamos si van más allá de su hipotética responsabilidad en la muerte de su aprendiz en alta mar. Su dúo posterior con Ellen, sin ningún instrumento, física y simbólicamente solos, es lo más alejado que pueda imaginarse de un dúo de amor convencional. Él parece buscar en ella más a una madre protectora (y en Balstrode a un padre) que a una amante, quizás incluso una mera fachada de respetabilidad con la que acallar esos rumores innominados. Además, su vida apartada, en las afueras del pueblo, convierte en un misterio la verdadera naturaleza de su relación con los jóvenes aprendices a su servicio, pobres huérfanos sin nada ni nadie, obligados a vivir con él y trabajar a sus órdenes.
Grimes se siente injustamente perseguido, lo cual no debe de ser muy diferente de la sensación que invadía a Britten y Pears cuando regresaban a su país, con la excitación de la perspectiva de dar forma a su primera ópera (el tenor no componía, aunque sí participó siempre activamente en todos los procesos de gestación argumental y textual), pero también decididos a declararse objetores de conciencia en plena guerra mundial y con la certeza de que no podrían vivir su relación ni su homosexualidad en libertad y plenitud. Jamás se manifestaron en público sobre ello y tan solo en una carta a su pareja fechada el 1 de marzo de 1944, en plena gestación de Peter Grimes, Pears deja escapar una sorprendente mención a la “queerness” en relación con el pescador, al que luego califica de “un introspectivo, un artista, un neurótico”, cuyo “verdadero problema es la expresión”. En un artículo escrito en 1946 para Radio Times, la revista de la BBC, titulado Ni héroe ni villano, Pears afirmó que Grimes “no encaja con la sociedad en que se encuentra”. Muchos años después, tras la muerte de Britten, Leonard Bernstein, que trabó amistad con él durante su estancia norteamericana y que dirigió el estreno estadounidense de Peter Grimes en Tanglewood un año después del británico, afirmó que “Britten no encajaba con el mundo”, incidiendo en un sufrimiento vital que permea de un modo u otro su música, por más que no sea siempre fácilmente visible. La semejanza invita a cerrar el silogismo con una proposición final inevitable: “Benjamin Britten es Peter Grimes”.
El compositor se sentía excluido, juzgado, y cuesta creer que sea casual que un juicio sirva de arranque de Peter Grimes, de punto de inflexión definitivo en Billy Budd y, en forma de interrogatorio, de trágico desenlace de Otra vuelta de tuerca. Sin necesidad de juicio, una sentencia regia acaba también con la vida de Robert Devereux en Gloriana (otra extraordinaria apuesta reciente del Teatro Real). Todas las víctimas son, probablemente, inocentes, o al menos lo son a los ojos de Britten, pues así lo expresa con su música. Basta comparar la que escribe en el prólogo para el resto de los personajes y para Peter Grimes para cobrar conciencia desde el principio de parte de quién está el compositor. La primera –sobre todo la del pomposo Swallow, el juzgador– es angulosa y con breves diseños de los instrumentos de viento, mientras que, cuando canta Grimes –el juzgado–, lo rodea una aureola de notas largas en la cuerda, como el halo que envuelve las frases de Cristo en las Pasiones de Bach.
Tras su reapertura en 1997, el Teatro Real programó Peter Grimes como la primera ópera extranjera de su nueva etapa. Entonces pudo verse una impactante producción de Willy Decker en la que un escenario en pendiente transmitía la impresión de que el drama y sus protagonistas estaban a punto de precipitarse en cualquier momento sobre los espectadores. Casi un cuarto de siglo después, la ópera de Britten se ha confiado a la misma pareja (el director musical Ivor Bolton y la directora de escena Deborah Warner) que hizo de Billy Budd uno de los mejores montajes operísticos de los últimos años, y así lo avalan los premios recibidos dentro y fuera de España. Ojalá que esta nueva vuelta de tuerca para dar respuesta a los numerosos interrogantes que sigue planteando Peter Grimes haga también historia.
Peter Grimes. Teatro Real. Del 19 de abril al 10 de mayo.
Ópera vs. covid
La detección de 25 positivos de covid desde el 15 de marzo en el Teatro Real, la mayoría durante los ensayos de 'Peter Grimes', ha desatado una tormenta en el coliseo madrileño por las dudas suscitadas en torno a los protocolos sanitarios que aplica a sus trabajadores. Mientras la Comunidad de Madrid considera que se trata de un “brote controlado” que no obliga a suspender los ensayos, la dirección del Real rechaza la consideración de brote y asegura que son casos aislados. El estreno se mantiene de momento el 19 de abril, pero el asunto ha puesto en evidencia el riesgo que supone poner en pie producciones tan grandes en plena pandemia. El Real y otros coliseos españoles lo han sorteado con éxito hasta ahora, pero los ha obligado a caminar sin red por una cuerda floja muy alta. R. V.
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