Maestro Eckhart: Dios no es nada
El teólogo y filósofo alemán fue procesado por la Inquisición en el siglo XIV por afirmaciones que se consideraron herejías, entre ellas que el mundo existe desde la eternidad y que Dios necesita al hombre tanto como el hombre a Dios
“No hay noche que no tenga luz, pero está oculta. El sol brilla también en la noche, pero está oculto. Durante el día brilla y oculta la luz de las estrellas. Del mismo modo actúa la luz divina, que oculta las otras luces. Lo que buscamos en las criaturas es todo noche”. (Maestro Eckhart, ‘El fruto de la nada’)
La palabra Dios ha dejado de ser conveniente, aunque la gramática de algunas frases exige un sujeto. Dios no es nada. Lo divino es todo. Darwin certificó lo primero. Spinoza, Zambr...
“No hay noche que no tenga luz, pero está oculta. El sol brilla también en la noche, pero está oculto. Durante el día brilla y oculta la luz de las estrellas. Del mismo modo actúa la luz divina, que oculta las otras luces. Lo que buscamos en las criaturas es todo noche”. (Maestro Eckhart, ‘El fruto de la nada’)
La palabra Dios ha dejado de ser conveniente, aunque la gramática de algunas frases exige un sujeto. Dios no es nada. Lo divino es todo. Darwin certificó lo primero. Spinoza, Zambrano y Whitehead, lo segundo. Mientras tanto, Nietzsche acuñó la célebre frase. Mucho antes de todos ellos un dominico alemán rescató un viejo mito. Un mito védico que comparten otras culturas. Un mito sencillo. Dios se ha vaciado en la creación. Lo ha dado todo y de él ya nada queda, salvo los trozos dispersos en los corazones de todo lo que vive. Esa es, a grandes rasgos, la visión de Eckhart, que, como era de esperar, escandalizó a su tiempo.
Coetáneo de Dante, Ibn Arabí y Ramón Llull, lo poco que sabemos de la vida de Eckhart de Hochheim (1260-1328) lo debemos a las actas del proceso de herejía al que fue sometido y condenado. Doctor en teología, enseñó como Tomás de Aquino en la Universidad de París, epicentro del saber de su época. Pero no fue en sus clases, sino en sus pláticas, donde arriesgó unas cuantas metáforas que casi le cuestan la vida. “A un hombre le pareció una vez en un sueño de vigilia que estaba preñado de la nada, como una mujer lo está de un niño, y en esa nada había nacido Dios”. Metáforas que, a pesar de las prohibiciones, arraigaron siglos después en Juan de la Cruz, Angelus Silesius y Jakob Böhme. Eckhart es además un interlocutor privilegiado del existencialismo, desde Alemania hasta Japón.
Las criaturas son, pero solo en la medida en que tienen su ser en otro. El antecedente más antiguo de esta visión lo encontramos en Nāgārjuna. Pero hay otro, posterior, en Patañjali, fundador del yoga, disciplina que define como la supresión de los procesos mentales. Si el Ser divino está más allá de los modos (de los atributos, es decir, de la naturaleza), y si no hay diferencia entre la luz natural del intelecto y la luz agraciada de la fe; si la razón está capacitada para la revelación, la forma de comunicarse con lo divino será un “vaciarse del alma”. Una idea que, apunta Amador Vega, Eckhart recoge de Margarita Porete. El alma aniquilada es la vía que permite comunicarse con lo divino sin mediación. Una idea que enfurecerá a quienes detentan el poder de esa mediación. El poder eclesiástico condenará esas técnicas y tratará de abolirlas prendiendo fuego al cuerpo de la mística francesa. Pero las metáforas son ignífugas y sus ideas inspirarán a quienes, silenciando el ruido del alma, son capaces de escuchar lo divino.
El tema se remonta a las upaniṣad y al Sermón de la montaña. El único templo verdadero es el alma humana. Y para que se produzca el nacimiento de lo divino en el alma, ese templo ha de estar vacío, diáfano. No solo sin altares, mercaderes y capillas, también del ruido de oficiantes y jerarcas. Para que el alma sea fecunda, es necesario un principio femenino. Así adquiere una condición genésica que le permite participar de la creación, del divino impulso que lo anima todo. Se convierte así en “centella y chispa”, en “simiente de fuego” que alumbra la vida.
No es de extrañar el celo con el que el papado seguía estas derivas del pensamiento. El obispo de París ya había condenado algunas de las tesis filosóficas de Alberto Magno y Tomás de Aquino, doctores muy reconocidos y, con el tiempo, Padres de la Iglesia. También lo fue Eckhart, que ocupó importantes cargos eclesiásticos y, en dos ocasiones, el honor de la cátedra de la Universidad de París, que en el siglo XIII era, tras el esplendor del califato de Córdoba, la capital del conocimiento en Europa. Entre sus funciones está la organización de capítulos provinciales y el cuidado de 50 conventos, en los que funge de director espiritual de jóvenes novicios. Es durante esa función cuando desarrolla su forma de enseñanza, oral y directa, que utiliza la lengua vulgar, el alemán, tanto para esas conversaciones como para el diálogo interior, mientras que reserva el latín para la teología sistemática. Una nueva lengua y un nuevo modo de hablar, de hablarse a uno mismo.
El alma es un desván lleno de trastos. Está llena de cosas: anhelos secretos, deseos que ni uno mismo entendería, afanes inconfesables, logros, obsesiones y fracasos. Es un péndulo que oscila entre la pérdida y la adquisición, entre el recuerdo y la aspiración. La tiniebla del interés y la ansiedad del afán. Allí no puede habitar lo divino. Lo divino exige un templo vacío, diáfano. Ayunar, velar, orar, son modos de vaciar el alma. “El que no se ocupa de sí mismo ni de nada que no sea lo divino es verdaderamente libre y está vacío de cualquier mercancía y no busca lo suyo, del mismo modo Dios está vacío de sus obras y es libre y tampoco busca lo suyo”. Vacío y libre. Cuando habla Eckhart, escuchamos a un budista. Las obras también son impedimentos, incluso las buenas. Las obras deberían ser libres y vacías, como lo divino. El templo del alma ha de vaciarse para que lo atraviese el viento del espíritu. Diáfana, el alma acoge lo divino y le restituye su trono original (ese que perdió con la creación). Lo divino vaga por el universo, carece de morada, y solo la encuentra en el templo vacío del alma. Solo en ella puede brillar la conciencia original. Entonces la luz sin mezcla penetra en ella. “El alma se ha arriesgado a ser anonadada y no puede, por sí misma, retornar a sí misma, tan lejos se ha marchado…”. Locura divina. Entonces fluye de plenitud y dulzura, graciosa, por encima de todas las cosas. Con poder y sin mediación, retorna a su origen.
Esa es la virginidad que ha de buscar el corazón. Reposar, anonadado, en el sí mismo. Presente, libre y vacío. Para que así en él nazca lo divino. “Para hacerse fecundo es necesario que se haga mujer. Mujer es la palabra más noble que puede atribuirse al alma, es mucho más noble que virgen. Es bueno que el hombre conciba a Dios en sí mismo”. Pero esa fecundidad del don, de lo que se nos ha dado, no es sino la gratitud del don. La fecundidad femenina es alabanza de gratitud. Los esposos no dan más que un fruto al año. Hay otros esposos, los apegados a las oraciones, los ayunos y las vigilias. No toda virginidad es capaz de engendrar. Todo apego a estas cosas, por espirituales que sean, priva de libertad. Y sin libertad el alma no puede dar fruto, no puede alumbrar a Dios. Ahora entendemos por qué Eckhart fue perseguido. El alma humana puede engendrar a Dios, libre y sin la mediación de los sacramentos (patrimonio de la curia). El erotismo está presente. Dios atraviesa al alma violentamente con sus rayos (Pablo). Reverdece en el alma lo divino como brota la rama del árbol. Luce y arde de dulzura y delicia. Con alegría tan cordial, que nadie puede hablar de ella con propiedad.
Lo divino nada sin guardar la ropa. Se ha arrojado al mundo, dividido, multiplicado en los corazones, y ahora, sólo desde los corazones, desde la diversidad más radical, puede regresar a su unidad original. El sacrificio primero ha consistido en eso. Se ha quedado en nada. Pérdida de la unidad, renuncia a la soledad ontológica, diversificación radical. Lo divino encuentra su morada definitiva, esa que perdió, en el corazón de lo moviente y pasajero. En nosotros, los fugaces…
“Dios es un ser sin el que los seres no son, porque todos los seres son de su ser”. Por eso se dice que la gracia es puro devenir, que fluye del corazón de lo divino, que es aquello que da, que engendra eternamente. La creación no es algo del pasado. Ocurre a cada momento. La gracia es una fuerza magnética. “Dios, en el fondo del alma, y la gracia son uno”. Cuando el alma no es poseída por la gracia, la gracia no es. No hay gracia en sí misma, hay posesión por la gracia. Hay gentes que engendran a Dios en su alma, como la virgen lo engendró con su cuerpo. Quien tiene ese “arte divino” ejerce el arte de la acogida. Dios desnudo, a la intemperie, que necesita abrigo, la manta cálida del corazón. La hospitalidad al dios mendigo que se entregó al mundo, que anima todo lo vivo desde dentro. No queda el padre allá fuera, protegido. Se ha entregado y su ojo ve a través de los diversísimos ángulos de la diversidad. Se complace en esa visión y, con ello, se conoce a sí mismo.
Uno puede amar a la criatura en Dios, pero nunca puede amar tanto a Dios como en sí mismo (desde un yo). Y pone a María Magdalena como ejemplo de meditación: “se apartó de todas las criaturas y entró en su corazón”. E identifica siete estadios de la vida contemplativa, siete moradas, como el budismo y la cábala, como Teresa de Ávila y tantos otros. “Es lo propio de Dios no poder dejar de engendrase en mí y en todos.” Es lo inmutable que hace que todas las cosas se muevan (y se mueven por el deseo). Es en este punto en el que la trinidad cristiana (toda ella masculina) se acerca a la india, que incorpora lo femenino, la tensión erótica entre el Espíritu y la Naturaleza.
“En el curso de la naturaleza lo superior está siempre más dispuesto a derramar en lo inferior su potencia que lo inferior preparado para recibirla.” Lo divino derrama su gracia en la persona antes que ésta esté preparada para recibirla. Lo propio de lo divino es dar, pero no puede dar si no hay alguien receptivo a su don. Y el mecanismo de recepción del don es la humildad. Hay aquí algo del islam en Eckhart. “Con mi humildad doy a lo divino su deidad”. “Mi humildad ensalza lo divino”. Abrigándolo, lo despierta. Y se siente su influjo con suavidad y dulzura. Entonces también es posible que la persona vea a Dios aquí abajo y encontrarse con él sin mediación (eso no se lo perdonarán).
El vacío frente a la nada
El vacío presupone una actividad. Vaciar: quitar obstáculos. La nada, sin embargo, es una pasividad inane, muerta. El vacío puede dar sus frutos, la nada es infructuosa, aburrida, plana. Para el budismo, que elevó el vacío a categoría filosófica, confundir el vacío con la nada es el peor de los errores. Un error que todavía muchos cometen, seducidos por “la religión de la nada” y otros espejismos de heideggerianos nipones. El vacío es una misión. Vacía casa o tu mente. Vacía tu vida de lo superfluo, del ruido de deseos espurios. Frente a esa tarea, la nada es una nadería. Eckhart lo confirma: “Si quieres ser perfecto, debes liberarte de la nada” y, más adelante, “lo que arde en el infierno es la nada”. También Leibniz, cuya pregunta capital era: “¿Por qué hay algo en lugar de nada?”. Tampoco hay que darle muchas vueltas al asunto. La vida brota de su propio fondo y por eso vive sin por qué, vive de sí misma. “Dios no pide otra cosa de ti, sino que salgas de tu modo de ser creatural y que dejes a Dios ser Dios en ti”. Sal de ti, haz sitio para que entre lo divino. “Nadie llega al cielo que no venga del cielo” (Juan 3,13). Dicho en términos orientales: la conciencia es potencia de percibir y reconocer algo. La conciencia carece de contenido, pero no es “nada”. “Un ahora presente y sin novedad”.
El vaso espiritual no es como el vaso físico. El vino está en la barrica, pero la barrica no está en el vino. Lo divino está contenido en el vaso y el vaso está contenido en lo divino. “La naturaleza de lo divino es darse a toda alma buena y la naturaleza del alma es recibir lo divino”. Es lo más noble que puede hacer. Lo semejante conoce lo semejante. Y para ello hay que vaciarse. Algunos, sin embargo, aman a Dios como se ama a una vaca: por su leche, su queso y sus carnes.
Eckhart es consciente de los riesgos que toma y llega a ironizar sobre el asunto. “Lo que el hombre ama, eso es el hombre (Agustín). Si ama una piedra es una piedra, si ama a un hombre es un hombre, si ama a Dios… ―no hace falta que continúe, pues ya dije que entonces sería Dios y así me podríais lapidar―”.
Sobre los “pobres de espíritu” afirma que son aquellos que no quieren nada, nada saben y nada tienen. Los que se apegan a la penitencia y la devoción exterior se les llama santos, pero en realidad son asnos, incapaces de conocer la verdad divina. Algunos maestros dicen que la bienaventuranza se refiere al conocimiento y el amor. Eckhart lo niega. Hay algo en el alma de donde fluye el conocimiento y el amor, algo que ni conoce ni ama. Quien lo experimenta, sabe de qué habla la bienaventuranza. Ese algo no tiene antes ni después, no espera nada, no puede obtener nada. Tan quieto y vacío que nada puede poseer. Los maestros afirman que Dios es un ser inteligible que conoce todas las cosas. Eckhart lo desmiente. “Dios ni es un ser ni es inteligible, no conoce esto o aquello. Pues Dios está vacío de todas las cosas y por ello es todas las cosas”. La pobreza sublime de espíritu consiste en vaciarse de la propia voluntad, liberarse del saber y del tener. Perplejidad pura. Y añade: “Ruego a Dios que me vacíe de Dios, pues mi ser esencial está por encima de Dios, en la medida en que comprendemos a Dios como origen de las criaturas”.
Dios fluye en todas las criaturas y, sin embargo, ninguna de ellas le toca. Confiere a la naturaleza la facultad de actuar y su primera acción es el corazón. Por eso algunos dicen que el alma se oculta en el corazón, y fluye desde allí a los otros órganos y los vivifica. Esto no es así. El alma está totalmente en cada uno de sus miembros, si bien es cierto que su acción primera reside en el corazón. Todas las cosas fluyeron de Dios, por eso se sienten criaturas y sienten que Dios es. Pero “atravesar” es más noble que fluir. Al atravesar permanezco libre de mi propia voluntad y de la voluntad de Dios… y “entonces no soy ni Dios ni criatura, soy más bien lo que fui y lo que seguiré siendo ahora y siempre… Y entonces advierto que Dios y yo somos uno”.
Dos potencias, la del ojo que ve y la que sabe que ve. Una de ellas capacita a reconocer la otra. Naturaleza y espíritu. Para Eckhart el segundo está por encima de la primera. Para la visión hindú están en igualdad. “La naturaleza comienza su acción por lo inferior, hace al hombre del niño, y al pollo del huevo. Pero Dios empieza con lo más perfecto. Da primero el ser a todas las criaturas. Hace primero el fuego y deja luego que la naturaleza caliente de la madera haga surgir el fuego. La chispa del fuego y el ser del fuego está muy lejos, aunque los veamos juntos en el espacio y el tiempo. Esa es la mirada en el tiempo y desde fuera del tiempo”.
Del ser separado
Eckhart confiesa haber leído tanto a los sabios paganos como a los profetas. El dominico es cruce de helenismo y judaísmo, como toda nuestra civilización. En cada uno de nosotros hay un ser libre de congoja y puro, al que Eckhart llama “ser separado”. Veremos hasta qué punto se parece al puruṣa del sāṃkhya y al ātman de las upaniṣad. Esta naturaleza desprendida se encuentra por encima del amor. “Mientras que el amor me incita a amar a Dios, el ser separado obliga a Dios a amarme”. Y resulta más admirable lo segundo que lo primero. “Y sucede así porque Dios puede dirigirse y unirse a mí mejor de lo que yo podría hacerlo con Dios”. Este ser pone de manifiesto un magnetismo de arriba abajo, mediante el cual cada cosa individual ocupa su propio lugar. Es como una gravedad inversa. “El lugar propio de Dios es la unidad y la pureza, pero esto proviene de que es un ser separado. Por esa razón debe darse en un corazón separado”. Lo divino se da en la persona singular, con su ubicación en el espacio y el tiempo. De ahí que para Eckhart esa naturaleza desprendida se encuentre por encima del amor y haga “que yo no sea susceptible de nada”, creando esa sensación juvenil de ser invulnerable, pues nada puede derribar a lo que está desprendido (los hindúes dirían aislado: kaivalya), a lo que permanece inmóvil ante todo asalto del cuerpo, del dolor, de las vergüenzas y los oprobios, que le hacen tanto daño “como una suave brisa a una montaña de plomo”. El apego a las criaturas nos hace sufrir, mientras que el ser separado, al estar desprendido, es inmune al apego y a sufrimiento. Además, el ser separado sostiene todas las cosas. Es simple y sensible y se encuentra muy cerca de la nada. Por eso el ser separado no es susceptible de nada sino de Dios. Ese ser desprendido es la conciencia, que es una, pero “vive” o “se experimenta” desde un yo, en los innumerables corazones de todo lo que está vivo. Por eso en algunas experiencias parece que uno se salga de sí mismo. Ese ser desprendido nos iguala a lo divino, “pues que Dios sea Dios le viene de su ser desprendido”, que no es otra cosa que su pureza, simplicidad e inmutabilidad. Por eso Dios no es moral ni le afecta la moral, ni todas las buenas obras y oraciones que la persona pueda realizar. No es sin esto ni lo otro, carece de contenido, pues en ese vacío se encuentra la mayor susceptibilidad. No actúa por igual en todos los corazones. Depende de la predisposición y la susceptibilidad que encuentra. La tarea es pues hacerse susceptible a esa gravedad inversa, a ese esfuerzo divino. Y nadie podría hacerlo si no fuera ya semejante a Dios (lo semejante conoce lo semejante), si no compartiera esa naturaleza desprendida. Hay quienes quieren regresar a aquel del que han salido. Pero ese desprendimiento no es sino una ilusión.
La bula de Juan XXII
La bula papal, sellada en Aviñón el 27 de marzo de 1329, condena 28 afirmaciones de Eckhart de Hochheim. Lamenta que el dominico haya querido saber más de lo necesario y que haya sido seducido por el padre de la mentira, que guía sus invenciones. Se le acusa de imprudente, de asumir la figura del ángel para difundir la oscuridad, ante el vulgo y por escrito. Ha sostenido lo insostenible, entre otras cosas: Que el mundo existe desde la eternidad. Que Dios necesita al hombre tanto como el hombre a Dios. Que, en toda obra, incluso en la mala, se manifiesta la gloria divina. Que quien blasfema a Dios alaba a Dios. Que Dios es honrado en quien no busca honores, ni provecho, ni recompensa. Que quien cree que puede recibir algo de Dios, sería inferior a él, como un siervo o un esclavo, y él, al dar, sería como un señor. Que todas las criaturas son una pura nada. Que hay algo en el alma que es increado e increable. Que Dios no es ni bueno, ni mejor, ni perfecto, que si decimos bueno a Dios nos equivocamos como si dijéramos blanco al negro.
Tras ser examinadas estas y otras tesis, los doctores dictaminaron que 17 de ellas contienen errores manchados por la herejía, que condenan y reprueban. Mientras que hay otras 11 malsonantes, temerarias y sospechosas de herejía, aunque con muchas explicaciones puedan recibir un sentido católico. Y que cualquiera que ose sostener estos artículos sea considerado como sospechoso de herejía.
La bula afirma que se retractó. Pero el proceso fue largo y Eckhart murió antes de que la Inquisición dictara sentencia. No hubo tiempo de encender la pira. Ante sus intrépidas creencias, no existió misericordia ni perdón. A pesar de haber sido superior de los dominicos de la región de Sajonia. Eckhart fue un poeta y un disidente del pensamiento común (ese que se mantiene por fuerza o negligencia). El lenguaje de la poesía puede ser tan riguroso como el de los conceptos. Y en este sentido Eckhart, el poeta, no contradice el rigor conceptual del teólogo. Cuando Rilke lo leyó por primera vez en 1903, el poeta confesó a una amiga: “Aun sin saber nada de él, yo era desde hace años su discípulo y pregonero”. Reconoció ese verbo no dicho, ese verbo que se habla a sí mismo.
Eckhart sostuvo que solo es posible conocer por simpatía, que las criaturas inteligentes, en cuanto más salen de sí mismas en su obrar, más entran en sí mismas. Quien se conoce a sí mismo, conoce todas las criaturas. Ese es el “país lejano” del que hablan las escrituras. “A un hombre le pareció una vez, en un sueño de vigilia, que estaba preñado de la nada, como la mujer lo está del bebé. Y en esa nada había nacido Dios”. Una idea que toma Eckhart de maestros paganos (Cicerón y Seneca): la simiente de Dios está en nosotros. Y al igual que la semilla del peral crece hasta hacerse peral, la semilla divina crece hasta hacerse Dios. Pero puede ocurrir que esa buena simiente tenga un labrador torpe o malvado. Entonces no puede madurar, crecerá la zarza y la ahogará, de modo que no pueda fructificar. Pero Orígenes, al que Eckhart llama “gran maestro”, añade: dado que es Dios mismo quien ha vertido, impreso y germinado esa semilla, puede suceder que se halle tapada y oculta, pero jamás aniquilada o anulada en sí misma. Está ahí, paciente, aparentemente inactiva, esperando.
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