La casa que Jay/Hova construyó
La escritora londinense se da cita con el rapero en un restaurante neoyorquino para hablar de rap, fama y racismo. Este artículo forma parte de ‘Con total libertad’, recopilación de sus artículos y ensayos que llega esta semana a las librerías
Es complicado saber qué preguntarle a un rapero. Aunque también (supongo) debe de ser difícil ser rapero: cualquier cosa que digas será analizada por lo menos desde tres ángulos, y esa triangulación no es nada fácil. En una esquina tienes al núcleo duro de los incondicionales del hip-hop, aquellos para quienes el auténtico Jay-Z siempre será el talento de 25 años que rima como una ametralladora mientras intercambia versos con el adolescente visionario Big L (”I’m so ahead of my time, my parents haven’t met yet!” [”Estoy tan ...
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Es complicado saber qué preguntarle a un rapero. Aunque también (supongo) debe de ser difícil ser rapero: cualquier cosa que digas será analizada por lo menos desde tres ángulos, y esa triangulación no es nada fácil. En una esquina tienes al núcleo duro de los incondicionales del hip-hop, aquellos para quienes el auténtico Jay-Z siempre será el talento de 25 años que rima como una ametralladora mientras intercambia versos con el adolescente visionario Big L (”I’m so ahead of my time, my parents haven’t met yet!” [”Estoy tan adelantado a mi tiempo que mis padres aún no se conocen”]) en una improvisación rara (fácil de rescatar en YouTube) de siete minutos de duración grabada en 1995. Entretanto, en la otra esquina están las fans del rap pop: les encanta Jiggaman, con su pasión por el Empire State y sus descarados llamamientos a “dominar la ciudad” [Run this Town]. Finalmente, en el tercer rincón se amontona toda esa gente que cree que el rap no es música ni mucho menos, sino un problema social. Tienen una sola pregunta que plantearle a un rapero, y es sobre el vocabulario que elige. (Pasan los años, pero la pregunta nunca cambia.)
¿Cómo hablar a la vez para públicos tan distintos? Sea como sea, estoy sentada a una pequeña mesa en un acogedor restaurante italiano de Mulberry Street esperando al señor Shawn Carter, que ha perfeccionado el arte de la triangulación: es aquí donde le gusta comerse un buen pollo a la parmesana.
Llega puntual. Viene vestido como un chaval, con gorra y vaqueros: le creerías si te dijera que tiene 30años (tiene 42). Me resulta tremendamente familiar, una sensación que por supuesto se deriva de su fama —superestrella del rap, marido de Beyoncé, accionista minoritario de los Brooklyn Nets, cuya nueva sede, el Barclays Center, abrirá este mes—, pero también de que lleva mucho tiempo hablándonos al oído. Nadie lo mira embobado: aquí tratan al que se proclamó “el mejor rapero vivo” como si fuera parte del mobiliario. Ah, pero siempre hay una excepción: un chico blanco y pijo está utilizando discretamente la cámara secundaria de su iPhone para verlo sin que él lo note. Es un viejo truco y Jay se ríe por lo bajo: “Todos creen que son los primeros a los que se les ha ocurrido”.
Le gusta decidir qué deben pedir los demás. Por lo visto, yo soy de esas a las que les gusta el sándwich de pescado. Al preguntarle si cree que el hip-hop pasa por un buen momento, habla con entusiasmo de lo inclusivo que es ese género: “Dio pie a un tipo de conversaciones que de otra forma no se habrían producido”. Y ahora que el rap ha alcanzado una aceptación cultural sin precedentes, quizá seamos por fin libres de celebrarlo, en vez de tener que defenderlo constantemente. “Say that I’m foolish I only talk about jewels / Do you fools listen to music or do you just skim through it?” [”Dicen que soy imbécil, que solo hablo de joyas / ¿Escucháis la música o es que os resbala, idiotas?”]. Él no está tan seguro de que la gente escuche: “Es curioso que se lo digas así de claro a la gente y que sigan con lo mismo”. Lo decepciona un poco que después de haber publicado Decoded [Descodificado], sus memorias, en 2010, le hagan las mismas preguntas de siempre; le molesta la frivolidad, la ligereza, con que algunos siguen definiendo el rap como “un género basado en las palabrotas o en tipos que denigran a las mujeres”. “No perciben la poesía, el arte”, se queja. Ése es quizá el lado negativo de tener “el flow del siglo”.
En Tupac percibes maestría, pero también esfuerzo; y las letras de Biggie (The Notorious B. I. G.) tuvieron primero que luchar para ser más llamativas que el corpachón de ese hombre que más parece una mole. Pero cuando Jay-Z rapea se te mete directo en el oído, como agua que sale de un grifo.
Llega el sándwich de pescado y la conversación deriva hacia Trayvon Martin, el estudiante de 17 años al que mataron a tiros: “Parte el corazón, de verdad, que esto todavía pueda ocurrir hoy en día”, y, poco después, hacia Obama: “He dicho que la elección de Obama ha puesto a los buscavidas de barrio en segundo plano”. Cuando hizo ese comentario por primera vez, “la gente se lo tomó casi como si renegara de lo que soy, ¡y yo me refería a algo positivo!”. De pequeño no tenía a nadie como Obama como ejemplo, sino a los buscavidas del barrio: “Nadie venía a ofrecernos trabajos como Dios manda, a enseñarnos que había más opciones. A lo mejor si hubiera visto otros modelos, los habría seguido”. Ya parece difícil tener esas dos Américas en la cabeza a la vez, ni que decir de vivirlas... ¡en una sola vida!
Ahora, por el hecho de tener 42 años y no estar muerto, puede echar mano de un argumento de venta exclusivo: es un artista tan viejo como el género que cultiva; ambos han crecido juntos.
En Decoded, Jay-Z escribe que “el rap se construye para lidiar con las contradicciones”, y Hova, como lo apodan, es un tipo contradictorio donde los haya. En parte porque no se ha especializado: Biggie alardeaba mejor, Tupac dejaba caer más verdades, Eminem es —como demostró con Renegade— formalmente más diestro. Pero Hova es el que juega en todas las posiciones: sus álbumes son una auténtica exhibición de hip-hop, todo un despliegue de las diversas posibilidades del género. Él parece impasible y sereno, con un dominio de sí mismo casi exasperante. “Ya, 50 Cent también me soltó algo así. Me dijo: ‘¡Haces que yo parezca Barksdale y tú Stringer Bell!”. (Se refería, desde luego, a Avon Barksdale, el fogoso capo de la droga de la serie The Wire, y a su socio de cabeza fría.) El rapero Memphis Bleek, que conoce a Jay-Z desde los 14 años, confirma esa impresión: “Siempre ha proyectado esa tranquilidad, desde mucho antes de dedicarse a la música. Su plan, desde el día uno, era llegar a lo más alto, y supongo que por eso sigue sonriente y calmado como siempre: porque hizo exactamente lo que había planeado en los noventa”. Y ahora, por el hecho de tener 42 años y no estar muerto, puede echar mano de un argumento de venta exclusivo: es un artista tan viejo como el género que cultiva; ambos han crecido juntos.
Jay-Z, como el mismo rap, empezó con mucha pirotecnia: velocísimo, atropellado, denso. Pero el tiempo pasó y su flow se hizo más lento, fue abriéndose. ¿Por qué? “Me faltaba experiencia en la vida, así que lo que hacía era más técnico: intentaba impresionar técnicamente, hacer cosas que otros no pueden hacer. Por ejemplo, tú no puedes hacer esto...” (Insertad aquí percusión vocal e improvisación simultáneos.) “No puedes y punto”. Es cierto: ni siquiera se me ocurre cómo ilustrar por escrito lo que acaba de hacer. Jay-Z en versión técnica es voz humana transformada en pura síncopa. En un tema como I Can’t Get with That, de 1994, lo que importa no es la letra, sino el ritmo que crean las palabras. Y, como él mismo explica, si no te fijas en ese ritmo “no has entendido nada”.
Muchos no entendieron; solo oían a un joven negro alardeando: “I got watches I ain’t seen in months / Apartment at the Trump I only slept in once” [”Tengo relojes que no he visto hace meses / y un apartamento en la torre Trump donde solo dormí un par de veces”].
Pero preguntar por qué los raperos siempre son tan ostentosos es como preguntar por qué Milton se lo pasa enumerando los atributos de las huestes celestiales. Alardear es inherente a la épica, y aquellos a quienes les han inculcado que no se merecen nada, se recrean a fondo cuando triunfan y son reconocidos en los medios culturales. Entonces, algo cambió: “A medida que acumulaba experiencias en la vida, me di cuenta de que mi poder radicaba en mi capacidad de plasmar los sentimientos de la gente”. Empezó a pensar en sí mismo como uno de esos cómicos que con sus bromas hacen que pienses: “Joder, eso es verdad”. Empezó a contar historias y la gente quedó hechizada. Friend or Foe (1996), que trata de un enfrentamiento entre dos buscavidas, es rap en su forma narrativa más expresiva y potente; no es un simple monólogo, sino una historia con diálogos, escenografía y caracterización. En su aire cómico y ligero, ajeno a la sinceridad implacable de un Tupac, percibes la simiente de 50 Cent, de Lil Wayne, de Eminem y de muchos otros. “Ése fue el primer tema donde se hizo realmente obvio”, me aseguró. La canción representó un cambio de rumbo importante, el momento en que “me di cuenta de que lo estaba consiguiendo”.
A veces se impone restricciones formales, como los miembros de Oulipo, aquel grupo literario experimental francés de los años sesenta. En la canción 22 Twos, de 1996, nos ofrece 22 deliciosos juegos con las palabras “two” [”dos”] y too” [”también”].
Diez años después, la secuela 44 Fours partió del mismo concepto con otra vuelta de tuerca: “Ya sabes, como encerrándote en un cuarto con paredes un poco más pequeñas”. ¿Puede explicar por qué? “Me parece que si sigo haciendo música es porque supone un desafío”. No está dispuesto a depender exclusivamente de su don natural y, con el talento, en realidad “nunca se sabe, no hay un indicador: no ves cuándo está vacío”.
Preguntar por qué los raperos siempre son tan ostentosos es como preguntar por qué Milton se lo pasa enumerando los atributos de las huestes celestiales. Alardear es inherente a la épica, y aquellos a quienes les han inculcado que no se merecen nada, se recrean a fondo cuando triunfan y son reconocidos
En los años transcurridos desde su obra maestra, Reasonable Doubt, a menudo lo han acusado de haberse quedado seco, de haber renunciado a la autenticidad de otros tiempos. En Decoded, contesta con una reflexión existencial: “¿Hasta qué punto te puedes alejar de la historia de tu propia vida?” En sus letras, lo hace con pragmatismo: “Life stories told through rap / Niggas actin’ like I sold you crack / Like I told you sell drugs, no, Hov’ did that / So hopefully you won’t have to go through that” [”Vivencias contadas a través del rap; / negros, actuáis como si os vendiera crack, / como si os dijera que vendáis droga. No, Hova lo hizo: / ojalá no tengáis que pasar por lo mismo”]. Pero ¿acaso un rapero no puede insistir, como otros artistas, en una realidad ficticia cuyos rincones sigue habitando en cierto modo, aunque ahora se aloje en la suite de lujo del ático? “Out hustlin’, same clothes for days / I’ll never change, I’m too stuck in my ways”” [”Por ahí maleando, con la misma ropa hace días / Nunca cambiaré, soy fiel a mis manías”]. ¿Puede ser todavía la voz del barrio? Para Jay-Z, el orgullo de barrio ha sido esencial, y supo ver el poder del rap para “quitarte esa vergüenza. Era la primera vez que la gente decía: ‘soy de aquí, y a mucha honra”. Cita a Mobb Deep: “No matter how much loot I get I’m staying in the projects!” [”¡Por mucho que me forre, me quedo en los bloques!”]. Aunque en ese sentido también ve un cambio: “Antes, si no tenías esa autenticidad, tu carrera se podía acabar: Vanilla Ice dijo que le habían dado un navajazo o no sé qué movida y, cuando descubrieron que era mentira, se acabó”. Le sugerí que a muchos lectores de este periódico* tal vez les extrañara saber que la reputación del rapero Rick Ross quedó manchada cuando hace unos años reveló que en otros tiempos había sido guardia de prisiones. “Pero insisto”, respondió, “creo que el hip hop se ha apartado de esa exigencia de que todo sea auténtico: los chavales de hoy en día crecen de un modo muy distinto”.
Desde luego, aunque Odd Future, Waka Flocka Flame, Chief Keef, entre otros, parecen estar intentando volver a los supuestos fundamentos del rap: tácticas de choque, obscenidad, lenguaje perversamente simplista... Tras la sofisticación de Rakim, Q-Tip, Nas, Lupe Fiasco, Kanye West y el propio Jay, ¿volvemos a la esquina del barrio? “Sí, ¡pero Tupac era un ángel comparado con los artistas de ahora!” Niega con la cabeza, como si le hiciera gracia lo que acaba de decir. Y es cierto: escuchar un disco de Tupac hoy en día es casi como escuchar a Sinatra. Pero Jay-Z no siente nostalgia: le encanta Odd Future y su onda punk rock; ve en su rabia una “aversión al universo corporativo y empresarial de Estados Unidos” en general y, en particular, al modo como éste ha saqueado el planeta. “La gente siente verdadero asco ante lo que los poderosos le han hecho a este país, así que los señala con el dedo: ‘Éste es el hijo que habéis criado. Mirad a vuestro hijo: mirad lo que habéis hecho”.
Supongo que también están reaccionando, en el sentido de la “ansiedad de la influencia” de Harold Bloom, contra los 460 millones de dólares del propio Hova erigidos en un monumento deslumbrante.
Hace años Martin Amis escribió un cuento muy divertido, ‘Un peldaño en la carrera’, en el que los guionistas de cine viven como los poetas, pasando hambre en buhardillas, mientras que los poetas se dan la gran vida al lado de la piscina, mandan por fax sus versos a agentes en Los Ángeles y ganan millones por un soneto. El álbum Watch the Throne, una colaboración con Kanye de 2011, trata de ese mundo paralelo hecho realidad. “Hundred stack / How you get it?” [”¿De dónde sacaste / ese fajo de billetes?”], le pregunta Jay-Z a Kanye en Gotta Have It. La respuesta parece completamente improbable y sin embargo es la verdad: “Layin’ raps on tracks!” [«Tirando líneas sobre pistas»]. Ganar fortunas rimando versos, eso es lo que hace interesante Watch the Throne: expresa las contradicciones actuales de los negros estadounidenses. “It’s a celebration of black excellence / Black tie, black Maybachs / Black excellence, opulence, decadence” [”Es una celebración de la excelencia negra / corbata negra, Maybachs negros; / excelencia negra: opulencia, decadencia”]. Pero es también un amargo relato de las bajas de una larga guerra que aún no ha terminado. Kanye rapea: “I feel the pain in my city wherever I go, / 314 soldiers died in Iraq, / 509 died in Chicago” [”Allá donde voy siento el dolor de mi ciudad: / 314 soldados murieron en Irak, / 509 murieron en Chicago”]. Escrita al vuelo por un par de empresarios millonarios (”Kanye me soltó ese rap al oído, junto con New Day, el año pasado en la Gala del Met”), la verdad es que no debería ser tan buena como es, pero de alguna manera la rivalidad fraternal entre ambos produce auténtica energía, a pesar de la colosal producción. Además, el proceso de trabajo fue de una cercanía poco frecuente. “Mucha gente ahora, gracias a la tecnología, se manda la música de aquí para allá”; en el caso de ese disco, en cambio, solo eran dos personas “en una habitación, hablando en serio del tema”. En sus momentos más sublimes, como la extraordinariamente disfrutable Niggas in Paris, sientes que los dos se dejan llevar: es pura celebración. “¿No nos lo hemos ganado? ¿Es que no podemos relajarnos y disfrutar?” Niggas in Paris es una canción que no quiere responsabilidades, y tampoco que le hagan las viejas y dolorosas preguntas. ¿A quién le importa si es auténtica? ¿O incluso si lo que dice tiene sentido o no? ¡Fíjate cómo suena! Y en esta palabra, y en aquélla. “Hay mucho dolor, y muchas heridas, y un montón de cosas más corriendo por debajo”. Ofrece una analogía: “Si un hijo tuyo se portara mal, le preguntarías: ‘¿A ti qué te pasa?’, y si le duele la barriga, por ejemplo, le dirías: ‘Ah, te has comido una nube de algodón de azúcar’. Harías esa comparación, verías un vínculo: psicoanalizarías la situación”.
Siempre ha existido ese tipo de gente que se escandaliza más por el lenguaje del rap que por la miseria urbana que el rap describe
Los raperos usan el lenguaje como una forma de guerra asimétrica. ¿De qué otro modo explicar la extraordinaria aserción de George W. Bush de que la frase de un rapero (”A George Bush no le importan los negros”) supuso “uno de los momentos más repugnantes de mi período presidencial”? Pero siempre ha existido ese tipo de gente que se escandaliza más por el lenguaje del rap que por la miseria urbana que el rap describe. En Who Gon Stop Me, Jay-Z pide “perdón por hablar como un necio” porque “si creces con desprecio”, bueno, las cosas salen así. Dolor negro, amor propio negro. Es la fuerza contradictoria de la cifra: el término que nombra, en el mundo del rap, el círculo que se forma alrededor de la clase de chaval dotado para la improvisación que en otro tiempo fue Jay-Z. ¡Menuda palabra! Cipher [cifra]: “1) Un número dígito. 2) Una forma de escritura secreta o encubierta; un código. 3) Una cosa sin valor o una persona insignificante, un cero a la izquierda”. Watch the Throne celebra la huida de dos hombres de ese círculo de negación. Pinta el mundo de negro: bar mitzvás de negros, coches negros, cuadros con jóvenes negras en el Museo de Arte Moderno; todo negro en todas partes, como si fuese posible erradicar en un solo álbum miles de años de connotaciones negativas: el negro no ya como la sombra o el dorso o el contrario de una cosa, sino como la cosa misma. Pero vivir esa fantasía es problemático: “Only spot a few blacks the higher I go / What’s up to Will? Shout-out to O / That ain’t enough, we gon’ need a million more / Kick in the door, Biggie flow / I’m all dressed up with nowhere to go. You’re 1% of the 1%” [”Veo a pocos negros cuanto más alto estoy. / ¿Qué dices, Will [Smith]? ¡Saludos, O[prah]! / Pero ellos no bastan: tendríamos que ser un millón. / Biggie, patea la puerta con tu flow. / Voy muy elegante, pero adónde ir no tengo. / Eres el 1% del 1%”]. Entonces, ¿qué? “Power to the people, when you see me, see you!” [”¡El poder para el pueblo: cuando me ves, debes verte tú!”]. Pero no cuela: es Jay-Z quien está en París, al fin y al cabo, no los chavales de Marcy Houses, los bloques de protección oficial de Brooklyn donde se crio. Y Jay-Z lo sabe. Se altera un poco cuando surge el tema de Occupy Wall Street: “¿Qué es eso de ‘ocupar Wall Street’, por qué estáis luchando?” A Russell Simons, el magnate del rap, le dijo lo mismo: “Yo no voy a ir de pícnic al parque Zuccotti; no tengo ni idea de qué hay que hacer, no sé de qué va toda esta lucha. ¿Tú sabes lo que queremos?”
”¡El poder para el pueblo: cuando me ves, debes verte tú!”, canta, pero no cuela: es Jay-Z quien está en París, al fin y al cabo, no los chavales de Marcy Houses, los bloques de protección oficial de Brooklyn donde se crio
Le gustan las cosas claras: “Creo que todos esos asuntos tienen que exponerse con un poco más de claridad, en serio. Porque cuando te limitas a decir que ‘el 1% es esto’, no es verdad. Vale, el 1% que está robando y engañando a la gente con supuestas hipotecas fijas y todo ese rollo para quitarles luego la casa, eso es criminal, eso está mal, pero no ser un empresario: la libre empresa es la base sobre la que se construyó Estados Unidos”.
Se hace extraño ver a raperos convertidos en algo parecido a esos viejos políticos que se las saben todas (”I’m out for presidents to represent me” [”Quiero presidentes que me representen”], rapea Jay-Z), pero ahora cumplen el papel, aunque su retrato no salga en los billetes de dólar. Una gran responsabilidad recae sobre los hombros de estos representantes extraoficiales cuya poesía tiene, a fin de cuentas, solo cuatro décadas. Jay-Z, sin embargo, está preparado para asumirla: tiene su admirable Fundación Shawn Carter, que beca a chavales desfavorecidos para que puedan estudiar en la universidad; ha hecho declaraciones a favor de los derechos de los homosexuales; coordina festivales de música e invierte en tecnologías medioambientales. En octubre, sus queridos Nets se instalarán en el Barclays Center, su nuevo hogar, y tiene instintos políticos sagaces, con visión de futuro: “El otro día estaba hablando con mi amigo James, que es de Londres, y de pronto se me ocurrió preguntarle: ‘Oye, pero ¿qué va a pasar en Londres?’ Eso sucedió como un mes antes de los disturbios. Me preguntó: ‘¿De qué hablas?’, y le dije: ‘La cultura negra de allá no está participando en los cambios políticos del país. ¿Qué va a pasar?’ Me llamó cuando estalló todo y me dijo: ‘Mira, la verdad es que no entendí tu pregunta ni me di cuenta de lo oportuna que era hasta ahora”.
Pero sigo pensando que los fans del rap comprometido esperan algo más de él: quizá ver en el hip-hop una ruptura definitiva del vínculo entre la riqueza material y la verdadera libertad. (Aunque no está claro por qué deberíamos esperar que los raperos se adelanten en eso al resto de Estados Unidos.) Para eso sí que harían falta ideas avanzadas. Sobre sus propias ambiciones de futuro, dice: “No quiero hacer nada que no sea sincero”. Quizá el próximo horizonte se extienda más allá de la filantropía y las colecciones de Maybachs.
Mientras tanto, entre la tropa de base se sigue oyendo el grito de siempre: “¡El hip-hop ha muerto!”, que en el fondo significa que nuestra versión del hip-hop (la que conocimos en nuestra juventud) ha quedado atrás. Pero nada podría ser más aburrido que uno de esos pelmazos hiphoperos de los noventa. ¿Lil Wayne? Prefiero a Ol’ Dirty Bastard. ¿Nicki Minaj? Por favor: Foxy Brown es mil veces mejor. ¿Odd Future? No, no: wu-tang clan ¡forever! Escuchando a Jay-Z —tan flexible y entusiasta aún, todo oídos— te das cuenta de que eres como una de esas personas que cree que el jazz murió con Dizzy Gillespie. El camarero trae la cuenta. No os sorprenderá saber que Jiggaman pagó. En el último momento, me acordé de preguntarle por su familia. “Ah, mi familia está de maravilla”. ¿Y la pequeña? “Ya tiene cuatro meses”. “Marcy raised me, and whether right or wrong / Streets gave me all I write in the song” [”Marcy me crio y, para bien o para mal, / las calles me dieron todo lo que escribo al cantar”]. Pero ¿qué significará para su hija Blue crecer en Tribeca, el barrio de moda entre los famosos? “La verdad es que pensaba más en eso antes de que naciera. Desde que llegó, he estado descolocado, ¿hasta la semana pasada, quizá?” La infancia de su hija no será como la suya, pero se lo toma con tranquilidad: “Discutiremos y nos pelearemos. A mí, mi hermano me daba palizas”, dice, pero todo eso le sirvió para afrontar lo que había fuera. “Me iba a meter en peleas, iba a tener que pasar por muchas cosas, y me estaban preparando”. Sonríe: “Ella no tiene que ser dura. Tiene que quererse, tiene que saber quién es, tiene que ser respetuosa y una persona con principios”. Es un nuevo día.
Este ensayo apareció en la edición del 6 de septiembre de 2012 de ‘The New York Times Magazine’. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.