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Violencia en Buenos Aires
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¡A las armas, ciudadanos!

Es difícil pensar que un señor que se tomó varias cervezas va a desaparecer porque quiere mostrarle a otro que es más macho. Es difícil pensar que la violencia pueda ser tan fácil, tan barata. Pero lo es, cuando la gente tiene armas

El momento de la discusión entre un ex oficial de la policía y su vecino, en Argentina, en 2024.
El momento de la discusión entre un ex oficial de la policía y su vecino, en Argentina, en 2024.RR.SS.
Martín Caparrós

Acabo de ver un vídeo navideño: a las nueve o diez de la mañana del 25 de diciembre de 2024, un señor mayor, quizá setenta, gordo, cruza la calle de su casa en un suburbio de clase media baja, Buenos Aires, para decirles a dos señores cuarentones, gordos, apoyados en el baúl de un coche, que bajen la música, que la tienen muy fuerte. Parece que está así desde la Nochebuena, que siguió siendo buena, buenaza, bien buenorra, regada como se merece. La música suena tropical y los dos señores le contestan que les chupe un huevo, que ellos la ponen como se les canta el orto, y lo van empujando de vuelta hacia el otro lado de la calle. El señor mayor saca un revólver del bolsillo y se lo hunde en la panza al cuarentón que lo sigue empujando e insultando. El señor mayor dice que es policía, que es federal, que con él no se juega; sigue retrocediendo. Los dos hombres llevan pantalones cortos, viejos; anteojos el señor mayor, camisa hawaiana el otro. Toda la escena dura menos que lo que tardo en contarla: el cuarentón empuja y grita, el señor mayor le vuelve a hundir su revólver en la panza; el gesto no se entiende pero ahora el cuarentón camina para atrás como quien titubea. Cuando al fin llega junto a su amigo se desploma: entonces se entiende que el viejo le ha pegado un tiro. El diario cuenta que lo llevaron al hospital y se murió poco más tarde.

Es difícil pensar una forma más estúpida de hacerse matar, una forma más imbécil –literalmente imbécil– de la violencia. Es difícil pensar que un señor que se tomó varias cervezas va a desaparecer porque quiere mostrarle a otro que es más macho. Es difícil pensar que la violencia pueda ser tan fácil, tan barata. Pero lo es, cuando la gente tiene armas.

Durante milenios la mayoría de los hombres portó armas: filos y puntas, más que nada. Era, entre otras cosas, una parte penosa del negocio de ser hombre. Y era la forma en que esa gente se relacionaba: precisabas tener un arma encima porque casi todos los demás tenían y nadie te respetaba si tú no. Alguien desarmado era un pelele muy barato. Los conflictos se arreglaban con armas: en la Edad Media europea las muertes en homicidios simples –reyertas y querellas– eran entre 50 y 100 veces más que ahora.

Siempre hubo, sin embargo, grupos sociales que quisieron limitar el porte. No lo hacían por piedad ni pacifismos violeteros sino para guardar el monopolio: los senadores romanos o los señores feudales intentaron prohibirlo a los demás. En general no lo conseguían; tuvo que venir un grupo con mucho más poder llamado Estado para arrogarse con relativo éxito el famoso “monopolio de la violencia”.

Y así fue como poco a poco, sobre todo en Europa, empezamos a vivir sin armas. La enorme mayoría de mis vecinos y paisanos no ha disparado nunca una pistola. España, ahora, por ejemplo, es uno de los países menos violentos del mundo: 0,6 homicidios cada 100.000 personas cada año, cuando la media mundial está entre cinco y seis. En Ñamérica la situación es más compleja: en los años 80, grupos empresariales que pretendían hacer lo que hicieron siempre los ricos ñamericanos –extraer y exportar materia prima– decidieron asegurarse el monopolio de su comercio de coca armando grupos armados, muy armados: fue, en tiempos de privatizaciones, la privatización de la violencia, su uso mercantil.

Pero en el resto de los países de la región la violencia, pese a las apariencias, no excede las medias mundiales. Sí lo hace en ciertos bolsones especiales: los suburbios de Buenos Aires, por ejemplo. Allí muchos se matan por minucias: una moto, una rabieta de Navidad, un ataque de celos, mostrar que soy muy macho. Pueden hacerlo porque tienen pistolas y revólveres, la mayoría ilegales, alegales. Ahora el Gobierno del señor Milei, tan dedicado como siempre, acaba de dar un primer paso para cumplir una de sus promesas: la liberación del mercado de armas. Por un decreto –ni siquiera una ley, ni siquiera un debate– su Gobierno acaba de bajar de 21 a 18 años la edad mínima para poseer y portar armas legales; también –en medio de la austeridad más bruta– redujo los impuestos a la importación de armas de fuego y municiones. Así, dicen, “los argentinos de bien” podrán defenderse y defender sus bienes. Quizá, con un poco de suerte, en breve podamos ser como Estados Unidos de su papi Trump, donde los chicos aburridos le sacan la M-15 al suyo para ir a matar compañeritos a la escuela. O, al menos, seremos un país donde cada vez más personas intenten llevar a la práctica los insultos y amenazas que lanza sin parar su presidente.

Cuantas más armas hay, más muertes hay: es ley de Perogrullo. Pero lo más notable puede ser la ideología: la noción de que no sea el Estado el que se haga cargo de defender a las personas sino que cada una de ellas se defienda sola, como pueda. Es, en última instancia, una exacerbación de esa proclama liberal que opone a la regulación del Estado la libertad del Mercado: que se maten entre ellos, que cada cual te venda lo que pueda al precio que consiga, que te haga trabajar todo lo que te dejes, que los más grandes –que los más armados– aprovechen su tamaño para lograr ventajas. Total, lo que importa es la famosa libertad –de joder a todos los demás para sacarles lo que tienen. Es lo que hacen, parece, las personas de bien.


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