Venezuela, autoritarismo del siglo XXI
El desmontaje de la democracia venezolana ya lleva un cuarto de siglo, pero aún persisten mecanismos de resistencia
La democracia venezolana tenía 40 años cuando Hugo Chávez, teniente coronel que había fracasado en un intento de golpe de Estado, accedió al poder por la vía electoral. Era 1998, y su revolución, que se basaba en la idea de refundar la república, hechizaba a las mayorías, al menos mientras fue una promesa. Un cuarto de siglo después, Venezuela es una de las tres dictaduras del continente y un ejemplo alarmante de cómo una democracia puede ser desmontada desde adentro, utilizando diversos recursos. Uno de ellos: el voto.
¿Cómo es que un régimen con características autoritarias, aunque de origen electoral, evoluciona hacia una dictadura? En ciertos círculos académicos aún se debate en qué categoría ubicar al sistema venezolano. En general, se coincide en que no es un régimen democrático, una idea que se ha ido consolidando desde el fraude masivo en las elecciones de julio de 2024. Aunque la palabra “dictadura”, con toda su carga en el imaginario popular, es la que mejor lo define, los matices surgen al compararlo con otros regímenes similares. Esa dificultad —y la brecha entre sentir la opresión, con la pérdida de libertades antes cotidianas, y las categorías científicas— puede deberse a la naturaleza del fenómeno: es un autoritarismo del siglo XXI.
Este tipo de sistema no comienza necesariamente con una acción armada ni recurre a la coerción desde el inicio. Al contrario, emplea un método conservador: cabalga sobre el descontento generado por la ineficacia de la democracia y el desprestigio de los partidos políticos, genera cohesión, coopta a las élites y avanza en el control de las instituciones. “Cuando se concentra el poder sin contrapesos, eso inevitablemente conduce a un régimen autoritario”, comenta el historiador venezolano Pedro Benítez.
Benítez recuerda que hace medio siglo Venezuela era una de las únicas tres democracias de América Latina, junto a Costa Rica y Colombia. Hoy, en cambio, es una de las tres dictaduras del continente. “¿Qué le pasó a Venezuela? ¿Por qué un país que parecía tan promisorio, que había logrado construir una democracia, se derrumbó?”, se pregunta retóricamente.
La periodista Catalina Lobo Guerrero relata en su libro Los restos de la revolución (Aguilar, 2021) cómo el Poder Judicial fue uno de los blancos fundamentales para el control institucional durante el proceso de desmontaje de la democracia venezolana. Por su parte, la periodista española Beatriz Lecumberri arroja luces sobre otro importante elemento a tener en cuenta: la revolución sentimental, que es parte del libro de jugadas de cualquier populista para garantizar un respaldo. En el caso de Venezuela, mientras Chávez ganaba elecciones, no había necesidad de robarlas.
Pero una vez roto el vínculo emocional —“de tanto usarlo”— su sucesor, Nicolás Maduro, recurrió a tácticas tradicionales de los autoritarios. Venezuela se convirtió en una fábrica de expulsión de ciudadanos (con una migración forzada de más de 9 millones de personas en un lapso de 10 años), en una maquinaria de tortura (con más de 800 presos políticos; en 2024 se superaron los 2.000) y en un escenario de fraude electoral, como ocurrió en julio de 2024. Como cualquier régimen que pretende perpetuarse sin apoyo popular, el de Maduro recurre al terror.
Uno de los pilares de la democracia hacia los que primero se dirigieron las baterías —incluso bajo el mandato de Chávez— fueron los medios de comunicación privados y el periodismo. Tras una luna de miel y un golpe de Estado que lo defenestró por tres días, en 2002, Chávez apuntó contra los medios privados. Para justificar el ataque, prometió la democratización del espacio radioeléctrico, impulsó leyes que restringían la propiedad, creó un sistema mediático alternativo y avanzó hacia una hegemonía comunicacional. En un país altamente polarizado, se instaló un mecanismo que inducía a la autocensura, hasta llegar al hito del cierre de la televisora RCTV en 2007. La toma de la industria periodística continuó, tras la muerte del mandatario, con otro recurso habitual: la compra de medios impresos por capitales afines al gobierno y la aprobación de normas que criminalizaban la libertad de expresión. En 2017, una Asamblea Constituyente ilegal aprobó la Ley contra el Odio, que se convirtió en el principal instrumento de judicialización. Un caso emblemático fue el juicio a los bomberos Ricardo Prieto y Carlos Varón, detenidos en 2018 por grabar el paseo de un burro en su cuartel, ubicado en los Andes venezolanos. El video se hizo viral y fue interpretado como una burla a a una visita del presidente Maduro, que para aquel entonces tenía el mote de “Maburro”. Ambos bomberos fueron acusados de incitación al odio.
Otra de las grandes piezas desmontadas fue el sistema electoral. Este es, quizás, un ejemplo paradigmático, pues el chavismo invirtió recursos en blindar una plataforma tecnológica que garantizaba la integridad del voto. En 1999, tras convocar una Asamblea Constituyente, se creó el Poder Electoral. Otra vez, la promesa era más democracia. Sin embargo, en 2009 se aprobó la reelección indefinida a través de una enmienda constitucional. No hay evidencia de que Chávez no haya ganado las elecciones en las que participó hasta 2012, cuando se presentó por tercera vez, en esa ocasión gravemente enfermo de cáncer. Pero tampoco hay dudas sobre el ventajismo electoral con que contaba, que incluía dispositivos de control social. Esto evolucionaría hacia un sistema llamado “carnet de la patria”, que tiene registrado a la mayoría de los adultos y permite la movilización de votantes identificados en las bases de datos del oficialismo.
El Observatorio Global de Comunicación y Democracia ubica el quiebre de la democracia electoral en el período 2015–2020, cuando el chavismo perdió el voto popular y la oposición obtuvo las tres mayorías de la Asamblea Nacional (AN). Sin embargo, el gobierno desconoció en la práctica ese triunfo y no permitió que la AN funcionara a plenitud.
Aunque Benítez cuestiona que se haya identificado la democracia únicamente con el ejercicio del sufragio, para los venezolanos el voto es una tradición profundamente arraigada. En 1999, cuando algunos advertían el talante autoritario de Chávez, era común escuchar en las calles: “Nosotros lo pusimos (al votar por él) y nosotros lo quitamos”. Esa convicción de que el voto podía ser un instrumento de cambio colapsó con el fraude del 28 de julio de 2024. La misma robustez del sistema automatizado de votación —en el que Chávez había invertido para desestimar acusaciones de fraude— arrojó evidencias de que Maduro no había ganado.
¿Por qué Maduro permitió las elecciones? Entre otras razones, porque compró la tesis de que, con la movilización de electores en sus bases de datos y la inhibición del voto opositor, podría obtener una victoria, aunque todas las encuestas mostraban que Edmundo González Urrutia —un candidato prácticamente desconocido— había capitalizado el respaldo de la líder María Corina Machado. Sin embargo, puede haber una respuesta más sencilla. En el artículo Cómo Maduro robó el voto en Venezuela, los politólogos Dorothy Kronick y Javier Corrales plantean que la lealtad del estamento militar ofrece un seguro para la permanencia de Maduro. A más de un año del fraude, y mientras Venezuela vive una escalada de tensiones con Estados Unidos —que ha desplegado fuerza letal en el Caribe y ha declarado al Cartel de los Soles (en alusión a militares venezolanos vinculados al narcotráfico) como organización terrorista— esa lealtad parece reafirmarse.
El desmontaje de la democracia venezolana ya lleva un cuarto de siglo. Pese a la combinación de tácticas para controlar a la población, aún persisten mecanismos de resistencia. Tal vez eso tenga que ver con los 40 años que anteriores, que permitieron el ejercicio del músculo democrático. Sin embargo, el proceso venezolano también es una advertencia sobre la fragilidad de la democracia y lo relativamente sencillo que puede ser la autocratización en un contexto donde se combinan el descontento, la práctica populista y el poder de las armas.