El país que habla en voz baja: el miedo se adueña de Venezuela
En alerta, el chavismo intensifica la vigilancia y las detenciones en un clima marcado por la presión de Estados Unidos
En Caracas la gente habla bajito. Las conversaciones sobre política se murmuran, como si las paredes escucharan. Los mensajes de WhatsApp se borran al terminar de leerlos y se ha normalizado la autodestrucción automática de los chats. En los grupos familiares, donde antes abundaban todo tipo de conversaciones, ahora solo se comparten recetas, fotos de niños o emojis neutros. Nadie envía audios o comentarios que puedan ser utilizados como prueba en procesos penales que apunten a cualquier oposición al chavismo. El temor a la delación lo atraviesa todo.
La cautela lleva años siendo parte ...
En Caracas la gente habla bajito. Las conversaciones sobre política se murmuran, como si las paredes escucharan. Los mensajes de WhatsApp se borran al terminar de leerlos y se ha normalizado la autodestrucción automática de los chats. En los grupos familiares, donde antes abundaban todo tipo de conversaciones, ahora solo se comparten recetas, fotos de niños o emojis neutros. Nadie envía audios o comentarios que puedan ser utilizados como prueba en procesos penales que apunten a cualquier oposición al chavismo. El temor a la delación lo atraviesa todo.
La cautela lleva años siendo parte de la vida de los venezolanos, pero ha evolucionado hacia un estado de temor permanente. El mismo que vive el propio presidente, Nicolás Maduro, ante la estrategia de presión de Donald Trump, que mantiene un contingente militar de más de 15.000 soldados en las aguas del Caribe. Según escala la tensión hacia afuera, crece hacia adentro. Mientras el chavismo denuncia conspiraciones y convoca a la “unidad nacional” frente a la intervención de Estados Unidos, se multiplican las detenciones de opositores, dirigentes locales y ciudadanos acusados de conspiración o traición a la patria. Las organizaciones de derechos humanos contabilizan más de 800 presos políticos y alertan de que octubre marcó un nuevo pico: más de uno por día.
En las calles, la gente evita ciertos temas. “Hay que cuidarse, aquí no se puede estar hablando de más, te pueden meter preso. Hay gente que cree que eso es juego, no señor. Los chavistas mismos ‘sapean’ (delatan)”, dice Anaís Rodríguez, residente de Petare y conserje en un edificio de Caracas. Es una percepción extendida: la de que cualquier palabra puede ser usada en contra de quien la pronuncie.
La militancia chavista, aunque minoritaria frente al descontento general, está organizada y cumple un rol activo en el control social. En alerta, Maduro llamó recientemente a reportar cualquier “actividad sospechosa” a través de VenApp, una aplicación originalmente creada para monitorear fallas en servicios públicos. A ello se suma la estructura territorial del Partido Socialista Unido de Venezuela, con más de 47.000 “jefes de calle”, que articulan la distribución de alimentos y gas doméstico y sirven como nodos de vigilancia informal, lo que el Gobierno denomina “inteligencia social”.
La mañana del viernes, en un parque público del este de Caracas, una zona residencial de clase media donde los caraqueños salen a correr o pasean a sus mascotas, agentes de inteligencia detuvieron a un hombre que hacía ejercicio. detuvieron a alguien que estaba haciendo ejercicio. Era Roberto Vermont, dirigente político de bajo perfil y simpatizante de la opositora María Corina Machado. No dijeron adónde lo llevaban. Nadie preguntó.
La lista de detenidos que organizaciones de derechos humanos registran desde hace meses no deja de crecer. El Gobierno ha intensificado la vigilancia y las detenciones como forma de castigar la crítica. La captura de Vermont ocurrió apenas unos días después de que se conociera la condena a 30 años de prisión contra la médica Marggie Orozco por un audio privado de WhatsApp difundido en plena campaña electoral. En él criticaba a Nicolás Maduro y animaba a sus allegados a votar. Fue acusada de “traición a la patria”, “terrorismo” y “conspiración”.
La oposición ha sido reducida a su mínima expresión. Sus líderes más visibles están en el exilio, en la clandestinidad o directamente borrados de la escena pública. La oposición tolerada por el Gobierno expresa críticas esporádicas, siempre medidas, cuidadosas, condicionadas. Y cada nueva detención mantiene el estado de alerta, aunque también hay liberaciones: esta semana recuperaron la libertad el dirigente Macario González, el expresidente de Fedecámaras, Noel Álvarez, y el profesor de yoga francés Camilo Castro, detenido en la frontera con Colombia.
Los duros enfrentamientos entre el chavismo y la oposición en los últimos años han consolidado un autoritarismo creciente. Como no ocurría desde hace, al menos, siete décadas —con el régimen militar encabezado por Marcos Pérez Jiménez— el miedo se ha instalado en amplios sectores de la sociedad. Tras los episodios de violencia que siguieron a las elecciones presidenciales del año pasado —cuando miles de ciudadanos protestaron denunciando un fraude para reelegir a Maduro— la relación entre el Estado y la ciudadanía se ha roto. Sin haberlo decretado, desde el año pasado el régimen chavista se ha radicalizado: endureció sus modales, abandonó las zonas de tolerancia, subió el volumen de su propio relato. La represión es, en ocasiones, aleatoria, en señal de advertencia.
El chavismo está en alerta. En el centro de Caracas, las sedes del poder político han reforzado la vigilancia y las barricadas de protección. La tensión interna se ha agravado a medida que ha crecido la confrontación con Estados Unidos. El escenario es tan incierto que todo está preparado incluso para la lucha armada.
Hace unos días, los vecinos de la antigua residencia presidencial —un complejo donde Maduro realiza actos oficiales, aunque no vive allí— tuvieron que atravesar de nuevo los puntos de control instalados por agentes de inteligencia militar, uniformados con pasamontañas negros y fusiles al hombro. El tránsito quedó restringido durante horas por una supuesta amenaza de explosivos que luego fue descartada. Las alcabalas policiales son ya parte del paisaje nocturno de Caracas. A determinadas horas, copan avenidas y zonas residenciales. Los cuerpos de inteligencia se dejan ver en centros comerciales, urbanizaciones y estaciones de transporte, observando y deteniendo a quien consideren sospechoso.
La “higiene digital” se ha convertido en un consejo habitual entre expertos en seguridad, activistas y periodistas: borrar conversaciones, evitar audios, limitar el contenido sensible. Lo que antes era una recomendación puntual hoy es una práctica extendida. Así que muchas fuentes prefieren no hablar. La información de encuestas y sondeos de opinión ha comenzado a desaparecer del espacio público o a circular únicamente en privado. Los programas de opinión operan bajo un techo discursivo evidente. En este momento hay 20 periodistas presos en el país. La red social X sigue inaccesible en Venezuela desde hace más de un año y los medios privados son presionados con frecuencia para abrir espacio a los contenidos oficiales. Los argumentos de la oposición no pueden expresarse en ningún medio de comunicación. El silencio se impone.