Gustavo Ati, el padre que pide justicia por la violación y muerte de su hija en un cuartel en Ecuador
La autopsia revela que la subteniente Pamela Ati fue abusada sexualmente en grupo antes de morir asfixiada
La voz de Gustavo Ati se quiebra ni bien empieza a hablar. “Yo soy el padre de la subteniente Ati Gavilanes Pamela Aidita, a quien le quitaron la vida de una forma brutal en un recinto militar”, dice por videoconferencia desde su casa del barrio Santo Tomás al sur de Quito. Desde el 29 de junio no duerme y su vida se ha volcado hacia un solo propósito: que el crimen de su hija no quede en la impunidad. Alrededor de las 9.00 de aquel día, Gustavo recibió una llamada. Del otro lado de la línea lo único que le dijeron fue que su hija estaba muerta. ¿Cómo murió? ¿Dónde?, cualquier pregunta era en vano. “Todo se me derrumbó. Comencé a gritar y llorar. No sabía qué hacer”, cuenta el padre. Viajaron de inmediato a El Coca, en la Amazonía ecuatoriana, donde su hija cumplía el entrenamiento militar.
La subteniente Pamela Ati, iba a cumplir 26 años en octubre. En su casa mantienen intacto el uniforme gris con rojo de gala que usaría para su graduación. “Ella siempre me decía: papi, las mujeres no tenemos límites, todo lo hacemos mejor. Yo soy capaz de todo, jamás me voy a poner límites por ser mujer”, recuerda Gustavo. “Yo le decía que era duro, hay que hacer guardia, patrullaje, es difícil para la familia”,dice el padre, sin saber que el verdadero peligro estaba dentro del cuartel.
A Gustavo no le quedó otra opción que ceder. Le dijo que debía prepararse y la inscribió a una escuela de entrenamiento, previo a registrarla en la Escuela Superior Militar. Su intención era que ella desistiera de la idea de ser soldado y estudiara psicología clínica, que era la otra carrera que le gustaba. “Llegaba cansada, bajoneada, se dormía mientras comía, pero continuó”, cuenta llorando. Así transcurrieron cuatro años, hasta que Pamela siguió el entrenamiento en el Fuerte Militar Napo, en la ciudad de El Coca, en la región amazónica.
Cuando la familia Ati llegó al cuartel, no le dejaron ir a la habitación de su hija, la escena del crimen. El cuerpo de Pamela ya no estaba en el recinto militar. A Gustavo le temblaban las piernas, lo sentaron en una silla y el comandante a cargo le dio la versión oficial: Pamela murió por asfixia aérea. Había bebido en una fiesta no autorizada y en la mañana, al no reportarse, la encontraron muerta en la cama de su habitación.
Cuando el padre llegó a la morgue a recoger el cuerpo, la perito tenía el resultado de la autopsia. Nuevamente lo sientan, le dan agua. Otra vez la tortura por saber la verdad. “Su hija tiene politraumatismo en la cara, en la cabeza, en los brazos, en las piernas, en todo el cuerpo”, le contó la doctora. “¿Le pegaron?”, preguntó el padre. “Sí, le pegaron. El motivo de la muerte de su hija es asfixia mecánica”, siguió la médico. A Pamela la habían ahorcado.
Los militares estaban ansiosos por conocer el testimonio de la doctora. “Mi guagua me dio valor y les respondí que no me dijo nada, pero ya sé por dónde comenzar. Ahí cambiaron las cosas”, dice Ati. Las Fuerzas Armadas tuvieron que cambiar su versión oficial y prometieron transparencia. En medio de esas horas de contradicciones, la Policía ya había retenido a 18 militares. La fiscal pidió procesar a cuatro de ellos, pero los dejó libres.
En sus testimonios, los militares dijeron que llevaron a Pamela hasta su habitación porque había bebido alcohol. Le sacaron los zapatos y el cinturón y le desabrocharon el botón del pantalón para, supuestamente, que Pamela estuviera cómoda. Pero su cuerpo reveló otra cosa. La perito encontró en la autopsia que Pamela fue abusada sexualmente por varias personas, en manada, salvajemente. En su cuerpo había señales de golpes, que podrían determinar que ella se resistió a no ser violada. Todo esto antes de ser asfixiada hasta quitarle el aliento.
Los cuatro procesados tenían también evidencias de golpes y rasguños. Dos semanas después del crimen, la jueza les dictó la prisión preventiva. Un mes después se sumaron otras dos personas, entre ellas la compañera de Pamela que, supuestamente, encontró el cuerpo a la mañana siguiente.
“Tengo claro que aunque haga todo lo que pueda, los ojos de mi guagua nunca van a despertar, pero sí quiero salvar a otra madre, hermana, hija, para que ninguna persona sienta el dolor que yo estoy sintiendo”, dice Ati. Sabe que su historia es la de cientos de familias en Ecuador que cada año libran una lucha en la justicia por los asesinatos de mujeres. Pero su batalla representa un desafío mayor, se enfrenta a una de las instituciones más poderosas del país. El Gobierno no se ha inmutado por el crimen de una mujer en un cuartel militar.
“De verdad duele, acabaron con el sueño de una mujer que quiso servir a la patria y en una unidad militar le arrebataron la vida brutalmente”, dice el padre. Los recuerdos lo hacen llorar o sonreír. Como que a Pamela no le gustaba que la llamasen Aidita, el nombre que llevaba en honor a su abuela. “Ella me decía en broma que me iba a demandar por ese nombre, y por eso yo le llamaba mi ratoncita”. En casa también le decían nena, la preciosa. Era una hija y hermana. Una mujer con el sueño de crecer en la carrera militar como su padre, que estuvo en el Ejército durante 27 años, y alcanzó el grado de sargento primero. Fue uno de los combatientes de la guerra del Cenepa que libró Ecuador con Perú en 1995. Después de casi tres décadas se jubiló y ahora apoya programas escolares en su barrio al sur de Quito.
“Estoy muerto en vida, camino a ciegas”, dice.
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