El Prado: un microcosmos magnético
La autora madrileña Mercedes Cebrián visita el Museo del Prado, una pinacoteca multiforme que cumple distintas funciones a lo largo de los años, en esta crónica realizada para el proyecto ‘Cuenta Centroamérica’
En la vida de una madrileña, el Museo del Prado va cumpliendo distintas funciones a lo largo de los años. Visitarlo en edad escolar nos servía para perder una mañana entera de clases, algo muy preciado en aquellos días tan parecidos a sí mismos. La explicación minuciosa de Las Meninas y Los fusilamientos del Dos de Mayo nunca faltaba en nuestro recorrido, pues si de algo podíamos presumir como país era de grandes pintores, aunque el cuadro favorito mío y de muchas de mis compañeras de clase fuese La mujer barbuda de José de Ribera. Su protagonista me recordaba enormemente a mi tío Mariano, y su teta que amamantaba a una criatura era lo que Barthes llamaría mucho después el punctum de la imagen: era una teta imposible, una teta unicornio, ahí en medio del torso de Magdalena Ventura, que así se llamaba la mujer pintada por Ribera.
En los años ochenta, El Prado nos servía también para ver mundo, en una década en la que en España no vivían apenas inmigrantes, salvo los propios españoles que acababan de volver de Alemania o Francia tras pasar allí décadas trabajando, alejados del ambiente chato y represivo del franquismo. Por eso, toparme una tarde del año ochenta y dos con una excursión de visitantes soviéticos mientras recorría el museo junto a mi clase y mi profesora Mari Carmen, fue uno de los grandes hitos de mi vida escolar. En un castellano muy decente, propio de alguien de lengua materna eslava, algunos integrantes del grupo nos contaron que estaban conociendo España, y de paso nos regalaron pins con la cara de Lenin, la hoz y el martillo, y otros con una bandera roja que ponía CCCP. Yo no acepté ninguno: me daba pánico pensar que, en una redada policial, las fuerzas del orden público abrieran mis cajones y encontraran dentro, además de mi diario con su correspondiente candadito, una barra de regaliz rojo y mis preciadas pegatinas de Hello Kitty, un pin con la cara de Vladimir Ilich Lenin. Ya me imaginaba en el calabozo con una jarra de agua y un mendrugo de pan junto a mí. Y todo eso, solamente por visitar el Museo del Prado un día cualquiera.
En definitiva, el Prado nunca ha perdido su condición de imán, pues a él acudimos como adeptos en busca de novedades, reencuentros y conocimiento. O si no, ¿por qué tantos vendedores de ilustraciones y lienzos colocan sus puestos en el Paseo del Prado, junto al museo, creando una sucursal humilde y al aire libre de la pinacoteca? Allí ofrecen sus propias obras, colocadas entre Grecos y Goyas y, aprovechando el tirón comercial y el despiste de los turistas, tratan de vender también reproducciones del Guernica y hasta retratos de Frida Kahlo inhallables en el museo que fundó Fernando VII en 1819.
Si el Prado es un enorme imán aunque no tenga forma de herradura, toda esta gente que hace cola para visitarlo esta mañana es entonces un batallón de alfileritos. ¿Conocerán ya el museo o irán por primera vez? Confío en que no esperen encontrar aquí La primavera de Botticelli ni a la Venus del Espejo, y que, por vergüenza torera, que diría Pedro Lemebel, hayan consultado al menos cuáles son sus cuadros más representativos.
Aún faltan diez minutos para la apertura, por eso en la entrada trasera, a la que llaman Puerta del Botánico, algunos vigilantes de sala y otros trabajadores uniformados se fuman un pitillo previo a su jornada laboral y aprovechan para mirar el móvil con atención plena. Hace veinte años, esos mismos empleados o sus predecesores estarían charlando entre ellos antes de entrar al trabajo, pero hoy tienen la vista fija en su espejo mágico, algo que hacemos todos en momentos de espera.
En la cola de la Puerta de los Jerónimos, por la que pretendo acceder junto a los demás alfileritos humanos, gran parte del público masculino viste el uniforme oficial del turista: la camiseta de fútbol ya sea del Madrid, del Barça o de la selección Argentina. Varios extranjeros que hacen cola junto a mí han tenido la idea ingeniosa de reconvertir en parasoles sus paraguas, en un intento de emular a los personajes de los cuadros de Goya cuando van a la Pradera de San Isidro. Un guitarrista nos ameniza la espera; reconozco alguna de las piezas que interpreta: Recuerdos de la Alhambra, de Tárrega, y otros éxitos de la escuela guitarrística española.
Me quejo internamente por tener que hacer cola, pero enseguida pienso que, de algún modo, me lo ha recetado el médico: dice que necesito tomar el sol porque ando escasa de vitamina B12 a pesar de vivir en Madrid. Así que esperar en la calle para entrar en El Prado proporciona, sin darse cuenta, beneficios medicinales.
A las 10.15 de la mañana el guitarrista Edgar Moffat tiene ya veinte euros en su gorra, según el cálculo que hago al mirar las monedas y los escasos billetes de cinco euros que le han ido dejando. Quizá sean de ayer y los utilice como reclamo, pero, en cualquier caso, me parece una buena estrategia para hacerse desear. Además, involuntariamente, su música es la banda sonora oficial del Museo.
“Es que toca muy bien”, dicen unas señoras que hay delante de mí. Y comentan después que la gestión de los museos ha mejorado mucho después de la pandemia. Aquí tendría que haber políticos de incógnito, quizá con bigote y barba postizos, para escuchar la opinión real de los ciudadanos sobre sus medidas y saber si van en buen o mal camino.
No quiero interrumpir a Moffat, que se gana la vida tocando, pero por el bien de esta crónica me atrevo a hacerlo para preguntarle qué pasaría si de repente un grupo de rock duro, con guitarras y bajos eléctricos se colocara junto a él y empezase a tocar versiones de Metallica. Me hace ver que podrían venir libremente, pero que pronto los echarían si se pasan de decibelios. “No hay una ley para los músicos que tocan junto al Prado, pero por costumbre o derecho consuetudinario yo llevo quince años tocando aquí y otro guitarrista también viene en ocasiones”, me comenta. Ya sé a quién se refiere: a su colega que deja que los pájaros se posen sobre él mientras rasga las cuerdas de nylon de su guitarra española.
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Por fin me toca entrar: quien nos recibe para revisar nuestros tickets es un chico con tatuajes, las uñas pintadas de negro y varios piercings. Me hace sentir en el Londres de los noventa, donde los punks de cresta alta trabajaban en el metro con naturalidad y ese no juzgar el atuendo de los trabajadores de la empresa a mí me parecía el colmo de la modernidad. Pues por fin la pinacoteca nacional ha adoptado esa medida, y eso me da una punzadita de alegría.
Una vez en el vestíbulo de color frambuesa, cómo no buscar antes que ninguna otra la sala de las Meninas, el imán dentro del imán. La reacción inmediata al encontrarnos ante el lienzo es la estupefacción: aunque lo hayamos visto cientos de veces, especialmente en reproducciones o filmado, nos sigue causando asombro que sea real, tan real como Nueva York, que existe incluso fuera de las películas. Lo mismo me pasa aquí ante la mirada barroca de la Infanta Margarita, la única que alcanzo a ver sin que me tapen las cabezas de los visitantes. Se me viene a la mente el verbo “arracimarse”, pues eso es lo que hacen las personas ante el lienzo de Velázquez. En el Prado le damos uso a verbos que, de otro modo, quedarían olvidados.
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Cuando voy a un museo no dejo de acercarme a la tienda a ver qué obras han sido convertidas en camisetas, paraguas, estuches de lápices o posavasos. Dime qué souvenir fabricas y te diré cuál es el cuadro más apreciado del museo, podría ser un refrán, pues si algo habla claro de una institución así, son sus souvenirs. Si los escuchas te dicen: “sabemos que esto es lo que más te gusta de aquí y quieres llevártelo a casa”, por eso esas camisetas negras con una mano en el pecho recién salida del cuadro célebre del Greco se venden estupendamente, tal como me informa una de las vendedoras. También las pegatinas de El Jardín de las delicias, y el Perro semihundido de Goya, que asoma la cabeza curioso desde un cuaderno tamaño cuartilla.
Quiero hacer uso de todas las atracciones del museo desde su última ampliación en 2007, ese lavado de cara en profundidad que lo louvrifica, es decir, que lo asemeja al Louvre y a los museos más importantes de Europa. Así que me tomo un café en una terracita que está a caballo entre lo interior y lo exterior. A ella solo pueden acceder los visitantes del museo y ahora mismo no hay allí más que un par de señoras que hablan en voz baja y yo, que estoy callada. El bienestar que siento es extremo: de hecho, la realidad se parece tan poco a esta terracita que creo estar dentro del sueño de una aristócrata de las retratadas en el museo. Si recalas en la terracita es porque te espera un atracón de arte pictórico occidental o porque ya te has pegado un banquete de cuadros. En cualquier caso, estás tomándote un café dentro de uno de los contenedores de arte más valiosos del mundo y ya solo por eso los ojos te tienen que hacer chiribitas. Eso sí, el café en el Prado vale cuatro euros con veinte. Pero a cambio, las servilletas de papel tienen letras doradas en huecograbado. Cualquier tentempié salado que se te antoje, ya sea animal o vegetal, vale nueve euros. Si con eso contribuimos a costear la restauración y el mantenimiento de los cuadros, me animo entonces a comerme un bagel de salmón.
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Salgo a la hora del cierre por la misma puerta que me vio entrar. En el exterior se concentra un grupo de trabajadores con uniforme de vigilantes. Le pregunto a uno de ellos si ha pasado algo y me cuenta que están despidiendo a un compañero que se marcha de la empresa. Aprovecho para preguntarle si a él le toca entrar ahora a vigilar el museo en el turno de noche. Con orgullo afirma “llevo veinte años trabajando de noche en el Prado”. La fascinación ante su respuesta me hace viajar cuatro décadas hacia atrás en el tiempo. Automáticamente tengo once años, por eso no me da vergüenza preguntarle: “¿Y está todo oscuro?” “¿y no te da miedo?” Rafa, que así se llama, me dice que está un poco oscuro, pero tampoco en penumbra. Vuelvo a mi edad actual y le pregunto si tiene hijos y si ellos presumen en el colegio de tener un padre que vigila por las noches el Museo del Prado. “Claro, les encanta”, responde algo tímido, pero con evidente orgullo.
Dejo a mi espalda el micromundo que constituye el Prado, aliviada al saber que la pinacoteca está bien cuidada a cualquier hora. Son las ocho y diez de la tarde y los turistas junto a los que camino ya están pensando dónde ir a cenar.