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En colaboración conCAF

¿Puede el fin del sueño americano dar paso a la oportunidad guatemalteca?

Endeudados y traumatizados por abusos de coyotes y malos tratos de las autoridades estadounidenses, migrantes que volvieron desesperanzados han logrado emprender y comenzar una nueva vida en su país de origen

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A sus 29 años, Astrid cruzó la frontera que separa a México de Estados Unidos, escabulléndose por un paisaje semiárido del desierto Chihuahuense. En su periplo, iba acompañada de otros migrantes bajo el liderazgo de un coyote al que le había pagado 17.000 dólares, una suma que reunió con varios préstamos de sus familiares del municipio de Coatepeque, al oeste de Guatemala. “Lo más difícil para mí fue cruzar el desierto”, relata con la voz entrecortada y los ojos acuosos tras lo sufrido en julio de 2023. “Nos tocaba quedarnos entre la basura, con el riesgo de que nos pudiera picar un animal, o que nos encontrara algún cartel y nos tocara perder la vida”.

Entre lágrimas, cuenta que el traficante de personas que los movilizaba no conocía bien la ruta. Consecuencia de ello, caminaron por tres días bajo la inclemencia de un sol abrasador. “Tardamos un día y medio sin agua, sin comer... No podíamos ni hablar, la boca muy reseca, las rodillas no nos daban para más, íbamos completamente destrozados, ya casi nos moríamos”, confiesa Astrid, quien añade que una persona del grupo que no podía continuar, fue abandonada a su propia suerte en el desierto.

“Solo faltaba media hora para el lugar, cuando nos paró la migración -policía de aduana estadounidense-, nosotros rogábamos que nos soltaran. Ni porque suplicamos, nos soltaron”, sentencia secándose las lágrimas.

Tras hincarse de rodillas y ser esposada, Astrid fue trasladada a un centro de detención en el estado de Texas. Dos semanas después, le informaron que la iban a deportar, para lo cual volvieron a esposarla con una cadena alrededor de la cintura que conectaba con los grilletes de los tobillos, haciéndola sentir como una peligrosa delincuente. Se montó al avión y regresó a Guatemala.

Como Astrid, en 2023 fueron deportados 79.697 guatemaltecos desde Estados Unidos y México, uno de los años recientes con el mayor número de migrantes retornados, superando a los 76.768 de 2024. Paradójicamente, en 2025, cuando se esperaba que el promedio aumentara con la promesa de las “deportaciones masivas” de la administración Trump, la cifra disminuyó a más de 53.000 -desde el 1 de enero hasta el 22 de diciembre-, de acuerdo con el Instituto Guatemalteco de Migración.

Regresar no es el final del viaje

Guatemala ha encabezado en los últimos cuarenta años los primeros lugares de la lista de migrantes latinoamericanos que viven de forma irregular en Estados Unidos. Una diáspora que sentó las bases de una economía de remesas, que a la fecha representa para el país centroamericano cerca de un 20% de su producto interno bruto (PIB).

Sin embargo, las personas que “no logran cruzar la frontera y son deportadas, regresan al país frustradas, devastadas, y nuevamente se enfrentan a barreras estructurales para insertarse en la economía”, contextualiza Sindy Hernández Bonilla, la responsable en Guatemala de la Fundación Avina y coordinadora del programa Voces Migrantes para el Cambio. De acuerdo con Hernández, a los migrantes retornados les urge “reconstruir su vida sin estigmatización, para que el retorno no sea un punto final, sino un punto de partida”.

Entre las voces de resiliencia migratoria de Coatepeque está la de Roberto Barán, de 25 años, a quien un coyote engañó en Ciudad Juárez, a contados pasos de cruzar la frontera hacia el Paso, Texas: “Nos dijo que teníamos que estar en una bodega y que él nos iba a dar el siguiente ‘pitazo’ para salir de madrugada. Éramos 16 personas y ninguna pasó porque él nunca regresó. Esperamos un total de cuatro días en la bodega, y tomamos la decisión de salir porque se acabó el agua y los alimentos”.

De regreso a Guatemala, Roberto pensó: “Si pude reunir dinero para un ‘coyote’, yo sé que puedo reunir dinero para construir mi casa”. De a pocos, logró comprar seis cerdos, los crio, reprodujo, y actualmente cuenta con 42 animales, que en el mercado del pueblo cuestan 9.000 dólares, la misma cifra que le pagó al coyote que lo estafó.

La experiencia de Roberto ha inspirado a decenas de migrantes de su municipio a emprender localmente como una solución para reinsertarse social y económicamente. Pero a diferencia de su emprendimiento en solitario, la directora de la Fundación Hame, Cynthia Loría, quien trabaja por reivindicar a las poblaciones más vulnerables de Coatepeque, defiende que los emprendimientos que promueven como iniciativas comunitarias que reconstruyen el tejido social. “Creemos que los emprendimientos comunitarios tienen más posibilidades de sobrevivir que los individuales”, asegura.

En el caso de Astrid, su necesidad de pagar la deuda la abocó a inscribirse en el programa de Emprendimientos Productivos de dicha fundación, capacitándose por cuatro meses en el área de panadería. Un negocio que estableció con las vecinas del caserío donde vive, y para el cual recibieron un capital semilla de 5.000 dólares, con que pudieron comprar equipos industriales.

Gracias a la panadería, Astrid gana un salario modesto, con el cual alcanza a depositar 200 dólares mensuales para saldar la deuda de los 17.000 dólares, por un viaje migratorio que, según dice, jamás en su vida volvería a repetir.

Del sueño americano al sueño guatemalteco

Aunque siguen siendo miles de guatemaltecos los que cada año se aventuran a migrar por la aguda pobreza que afecta a más de la mitad de la población, hay quienes el sueño americano se les transformó en pesadilla: “Créame que no es un lujo estar en Estados Unidos, yo ya fui, ya vine y no pienso regresar. Al final lo mejor fue haberme venido”, confiesa Verónica Tomás Gómez, de 35 años, otra migrante del municipio de Coatepeque quien vivió seis años en Kansas, trabajando en restaurantes italianos y mexicanos, donde sufrió discriminación por su origen maya.

Durante su estadía desarrolló una enfermedad mental que le fue diagnosticada y por la cual fue medicada: “Yo caí en depresión por el encierro, entonces lo poco que ganaba, me servía para medicina, y yo dije que, si yo me iba a morir, mejor que fuera en Guatemala, donde estamos acostumbrados a ir a los ríos, a ser libres, a ir a los campos... Por eso yo me vine”.

De vuelta en Coatepeque, Verónica se unió a otras mujeres emprendedoras que fueron capacitadas en técnicas de elaboración de embutidos, especializándose en la producción de chorizos y longanizas: “Nos está yendo bien. No vamos a decir una maravilla, porque hoy en día el país está pasando por cosas que nos afecta, pero tenemos para los alimentos del día”, afirma Verónica, quien con el dinero que devenga aspira a que sus dos hijos puedan hacer lo que ella nunca pudo: estudiar y salir adelante en Guatemala.

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