El tatuador argentino que devuelve la autoestima a las sobrevivientes de cáncer de mama
Desde su estudio en Buenos Aires, Diego Staropoli ha reconstruido las areolas mamarias de más de 4.000 mujeres
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El enorme local de tatuajes ocupa el primer piso de un edificio en Villa Lugano, un barrio popular del sur de la ciudad de Buenos Aires. Después de subir una escalera empinada, el mundo de Mandinga Tattoo se despliega como una constelación de imágenes de rock and roll, estética rutera con motos incluidas, fútbol y fotos de famosos tatuándose. Es un salón de más de 700 metros cuadrados con box de tatuajes, piercings, barbería, cafetería y -quizá este es el dato más curioso- un consultorio.
Mandinga es uno de los referentes del tatuaje en la Argentina. Pero no sólo por la calidad de sus diseños, ni por ser uno de los pioneros allá por los años 90. Se conoce también por un trabajo más silencioso, lejos de la estridencia del rock and roll y del orgullo de llevar la piel como un lienzo hermoso.
El tatuador y dueño del local, Diego Staropoli, tiene una historia personal marcada por familiares cercanos que padecieron cáncer de mama. “Mi mamá y mi abuela tuvieron cáncer de mama. Mi hermano padeció un linfoma. Y mi tía falleció de la misma enfermedad. Así fue como supe que a las mujeres les sacan las mamas y les colocan una prótesis después de la recuperación. Pero nunca recuperan la areola mamaria (parte de la piel de color oscuro que rodea el pezón de la mama). Entonces pensé: ¿por qué no hacerla con un tatuaje?”, cuenta Staropoli, quien realizó el primero de este tipo hace poco más de 15 años.
Hasta ese momento, en Buenos Aires, lo más frecuente era una técnica de la micropigmentación, que tiene una vida útil de seis meses. “Con el tiempo, se empieza a decolorar. Era un trabajo de cosmetólogas y esteticistas, que resultaba poco realista, además de ser caro. Yo comencé a hacerlo de forma gratuita”.
Cuando Staropoli comenzó a reconstruir areolas mamarias, pensó que iba a recibir alguna consulta aislada. Se equivocó. “Hoy tenemos registradas 4.160 mujeres tatuadas a lo largo de 15 años. Acá también funciona un consultorio con una médica voluntaria, que atiende gratuitamente a mujeres que están en situación de potencial riesgo. Con los fondos del local, compramos los equipamientos necesarios”, cuenta.
Diego y su hermano son los encargados de hacer los tatuajes de reconstrucción. Cuando una mujer llega a su local, ellos se encargan de desarmar algunos miedos y prejuicios. Muchas cuentan su historia personal y clínica, como si ellos fueran profesionales de la salud.
Algunas hasta llegan a traer sus estudios médicos. Aunque el local es lindo, no deja de ser un estudio de tatuaje. Se tienen que quedar semidesnudas delante de un gordo lleno de tatuajes [se ríe]. Las hago reír y le pongo un poco de humor a la situación. Sienten vergüenza y miedo al dolor, pero cuando el tatuaje termina y se miran al espejo, la mayoría se pone a llorar y te abraza. El tatuaje no les devuelve ni textura ni sensibilidad, pero hay una gran reparación emocional. Se olvidan de todo y en ese momento sentís que esto no puede ser algo pasajero.
Con el tiempo, el trabajo de Diego y el equipo de Mandinga Tattoo fue más allá. Crearon una fundación, incorporaron la consulta médica y ampliaron el trabajo tatuando gratuitamente a personas con quemaduras que sufrieron accidentes o violencia de género. Todos los años, el estudio de tatuaje organiza la Caminata Rosa, una jornada de ejercicio y música en vivo que busca concientizar sobre la prevención del cáncer de mama y celebrar la vida.
Gladys Novello tiene 65 años, es jubilada y tiene un emprendimiento de venta de productos que provienen de las economías regionales del país. Cuando apenas había pasado los 40, le detectaron cáncer de mama. Gracias a un temprano diagnóstico, no tuvieron que hacerle quimioterapia ni radioterapia, pero los médicos decidieron que lo mejor era la mastectomía. “Fue un volcán todo lo que me pasó. La reconstrucción mamaria lleva mucho tiempo porque te ponen un expansor y luego la prótesis. A mí me sacaron la areola mamaria y el pezón. La mama quedó completamente blanca. Después el cirujano me reconstruyó el pezón y me sentí mujer otra vez. El cáncer había pasado y yo quería seguir viviendo”, cuenta.
Novello conocía el trabajo de Diego Staropoli, pero no se animaba a tatuarse. Dio el paso después de verlo en un programa de televisión. “El tatuaje me ayudó a sentirme nuevamente plena. Además de atravesar los problemas de salud y de las batallas, una quiere sentirse mujer. Sentís que estás en manos de profesionales que te ayudan a sentirte y verte mejor. Yo no tengo ningún tatuaje en mi cuerpo salvo el que me hizo Diego hace dos años”, relata Novello.
Ella resalta la importancia del acompañamiento durante la enfermedad y en los años posteriores. Y cree que el tatuaje la ayudó en ese proceso. “Fue importante para sentirme plena, digna y verme bien. La operación es sólo una parte del tratamiento; el resto también es relevante”.
La historia de Diana Miriam Cuccarese también tiene tatuajes y resiliencia, pero por otras razones. Por un accidente doméstico con una estufa en 2012, se quemó el 36% del cuerpo. Cuando el fuego se propagó, alcanzó un colchón y el piso plastificado del departamento comenzó a arder. Ella logró rescatar a sus hijos, pero quedó inconsciente en el suelo, envuelta en llamas. El perro de la familia la arrastró hasta el pasillo del edificio y los bomberos lograron rescatarla.
Años después, conoció a Diego trabajando como camarera en un restaurante. Ella tenía cubiertos los brazos y la espalda; usaba guantes y cuello alto pese al calor. “Me daban vergüenza las cicatrices. Él me preguntó si se me había ocurrido probar con los tatuajes. No lo había pensado y tampoco podía pagarlo porque estuve dos años sin trabajar. Me dio su teléfono. Primero no creí que fuera gratis. Mis hijos me alentaron y llamé dos meses después”, relata.
Los tatuajes a personas quemadas comenzaron en los años de pandemia. “No son tatuajes sencillos porque cuando se quema la piel es como una lava que se derrite”, explica Diego. Finalmente, Diana se animó. Le tatuaron en los brazos y la espalda un mundo de mariposas, flores y libélulas. “Al diseño lo elegimos entre el tatuador y yo. Los chicos me recibieron amorosamente y no me cobraron ni un centavo. Cuando me vi en el espejo, no lo podía creer. Es horrible la sensación de dormirte en tu casa y verte estropeada al día siguiente. Te da un enojo y una tristeza tremenda. Yo volví a recuperar mi autoestima. Son gente muy solidaria y empática, que ayuda al otro de una forma maravillosa. En breve me tatuaré las piernas. Me gusta y me pone contenta lucir otra vez mis brazos o un escote”, dice.
Ya atardece en Villa Lugano. Diego Staropoli cuenta que viajó hasta Alaska en camioneta, tatuando y enseñando en el camino y que están por lanzar una serie llamada Familia Tattoo, ya que en el local tatúan sus hermanos y su hijo, y otros miembros de la familia trabajan en distintas tareas.
En algunos días, llegará otra mujer para hacerse un tatuaje en la areola mamaria. Diego la tomará de la mano, le hará algún chiste que afloje y le dirá: “Soy tatuador. Lo único que voy a hacer es dejarte un poco más linda. Relajate y disfrutalo porque dentro de unos minutos te vas a ver mejor frente al espejo. Así sentís que estás curada y que se cierra este proceso”.