La pareja de alfombreros que resguarda la tradición textil en la capital artesanal de Ecuador
Un matrimonio de ancianos de Guano mantiene a flote una antigua tradición textil en los Andes ecuatorianos que está desapareciendo
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Cuando Gerardo Alarcón nació, en 1940, ocho hermanos suyos ya habían muerto debido a esas enfermedades que la pobreza en los pueblos chicos no puede detener. Fue el tercero de los otros ocho que sí conoció. Cuando cumplió cuatro años, su padre lo sentó a la fuerza frente a un telar para que aprendiera a tejer alfombras. El hombre que procreó 16 hijos era alfombrero y también se llamaba Gerardo. A él, le enseñó a tejer su esposa, Delia Pancho, que constituía la tercera generación de una familia dedicada a la confección de alfombras con lana pura de oveja.
A sus hijos, Gerardo Alarcón les inculcó el oficio más con violencia que con virtud. Les hacía faltar a la escuela los viernes para que ayudaran en el taller montado en casa. Pero para evadir el trabajo que tanto le disgustaba, el niño Gerardo se lastimaba intencionalmente los dedos con la cuchilla con que se corta el hilo mientras se teje. Gerardo Alarcón hijo soñaba con ser médico, pero hoy, a sus 85 años, es el alfombrero más viejo de Guano, un oficio con el que carga una amarga mezcla de orgullo y dolor.
Ubicado a 200 kilómetros al sur de Quito, en la provincia de Chimborazo, Guano es un cantón con una rica tradición artesanal de trabajo textil. Se considera que la herencia proviene del antiguo pueblo puruhá, que habitó esa zona andina y cuyos habitantes eran alfareros y tejedores. Pero el trabajo con lana de oveja se afianzó en la época de la Colonia, desde el siglo XVI, debido a que en varias localidades de esa provincia los españoles establecieron grandes obrajes, talleres dedicados a la fabricación de textiles de lana y de algodón. Fue clave la disponibilidad de lana de gran calidad que provenía de ovejerías instaladas en haciendas de la zona.
En Guano, llamada la capital artesanal del Ecuador, también se desarrollaron artesanías en cuero, piedra, cabuya, y confecciones textiles en las que destacan ponchos, bayetas y frazadas. Pero las alfombras han trascendido en el tiempo y traspasado las fronteras locales. Confeccionadas a mano, han acumulado un estatus relacionado con el lujo y la exclusividad, tal como ha ocurrido a lo largo de la historia desde que hace 2.500 años se tejieran las primeras en la antigua Persia.
A Blanca Soria, nadie le obligó a tejer porque no viene de una familia de alfombreros. Cuando tenía 17 años y se dedicaba a confeccionar chaquetas de poliéster, conoció a Gerardo Alarcón, que tenía 22 y trabajaba elaborando zapatos de cuero. Se casaron, tuvieron un primer hijo y, cuando los empleos de ambos empezaron a decaer, se vieron obligados a retomar el tejido de alfombras en un taller que montaron en su casa. “Tuvimos que vender todas las pertenencias que teníamos para comprar las maderas para hacer el telar. Y mi esposa, que no sabía nada sobre el oficio, tuvo que aprender a seleccionar y comprar la lana”, dice Alarcón. “Todo era muy duro, es terrible acordarse”, dice Blanca Soria, hoy de 80 años.
Entre los años 70 y 90 del siglo pasado, hubo un auge en la producción de alfombras en Guano. Según los investigadores Pedro Carretero y Valeria Campaña, de la Escuela Politécnica de Chimborazo, “el 50% de la población se dedicaba a la confección de estos productos textiles en su propia casa”. Allí estaban obreros destacados como Eliseo Yumiseba, José Carillo, Luis Allauca o Agustín Cela, entre otros. Como es costumbre, la historia registra solamente nombres de hombres, pero los esposos Alarcón Soria aseguran que ha sido un trabajo realizado igualmente por mujeres, que en muchos casos eran más hábiles y resistentes que los hombres. Y ahí estaban también ellos, a quienes, con mucho sacrificio y tras algunas decepciones, empezó a irles bien. Para ese momento, Blanca también se había convertido en alfombrera, y Gerardo era ya la cuarta generación de su familia en el oficio.
El oficio: sacudir las madejas de lana para separar las hebras. Desmadejarlas y enrollarlas para armar ovillos. Separar las madejas de hilo de algodón (guaipe) y enrollarlo en un huso, delgado palo de madera usado para hilar desde épocas prehispánicas. Armar la urdimbre, considerada el alma de la alfombra, una suerte de esqueleto de hilos en los que se van tejiendo los nudos. Sobre esa trama, los diseños, que tienen como referencia un dibujo hecho en una lámina cuadriculada: precolombinos, geométricos, figurativos, o lo que el cliente pida, desde un ramo de flores hasta el escudo de un equipo de fútbol. A más nudos, más espesor, más densidad de la trama, o sea, más calidad de la alfombra, mejor estética, más resistencia en el tiempo, mayores precios.
Hacia el final de aquella buena época del siglo pasado, cuando según Gerardo Alarcón en el pueblo había alrededor de 200 alfombreros, los ingresos todavía se contaban en sucres, la defenestrada moneda nacional del Ecuador. “En los ochenta, una alfombra pequeña de un metro por sesenta centímetros costaba cinco sucres, eso era plata”, dice él. Los clientes estaban en Quito, Guayaquil, Cuenca, las ciudades más grandes. Y estaban también en casas de Estados Unidos y Europa, en palacios en la India o Arabia Saudita, y en los pasillos de la sede de la ONU, en Nueva York.
Esa idea de que las alfombras estaban reservadas para gente privilegiada penetraba, incluso, las costumbres de los mismos artesanos. En la casa de los Alarcón Bueno no se tuvo una durante décadas. “Era sagrado, ¡cómo iba a poner cinco sucres en el piso!”, dice Gerardo mientras pisa la más grande que ha confeccionado y que, al fin, hace unos 25 años, se animó a plantar en la sala de su casa. De un rojo intenso y flanqueada por un marco naranja, esa alfombra mide 5 x 2 metros y tiene una espesísima trama de 60.000 puntos por metro cuadrado, el doble de lo que tiene una regular. “En esa época esta alfombra costaba unos 1.500 sucres, ¿cómo iba a ponerla aquí para pisarla?”, insiste.
Tras el desplome económico de 1999 y el consiguiente proceso de dolarización al año siguiente, las cosas, de pronto, se pusieron de cabeza. El quintal de lana, que costaba 200 sucres, pasó a costar 400 dólares. “Ahí se acabó el negocio, se acabó la buena vida”, dice Alarcón. “Los que quedamos somos los que logramos hacer un poco más de plata. Toda la gente pobre que hacía esto, botó y se fue”. Muchos se fueron como migrantes a Estados Unidos o España. “El oficio está desapareciendo porque ya no hay quien quiera trabajar”, dice Judith Guijarro, propietaria de Hilanderías Guijarro, la única del pueblo que todavía provee lana pura de oveja. “Los jóvenes se van y buscan otros trabajos porque esto ya no es rentable debido a los productos más baratos que llegan de otros países, y ya nadie le da el valor que merece la alfombra guaneña”.
Muchos de los antiguos alfombreros murieron, y a varios de los pocos que quedan, en algunos casos herederos de aquellos, se los tragó la fatalidad de las circunstancias. Debido a los altos precios de la lana, optaron por algodón o por una mezcla de lana con materiales sintéticos. La calidad bajó, bajó el prestigio del oficio y, por supuesto, las ventas. El remate vino con la llegada al mercado de alfombras de origen chino hechas con acrílico, que cuestan una fracción de las artesanales. “Ahora se prefiere acrílico porque los tintes aguantan más”, explica Guijarro, “pero con el tiempo ese material tiende a despedazarse, no tiene la misma resistencia y no calienta como la lana”.
Si Gerardo Alarcón y Blanca Soria siguen tejiendo de acuerdo a la tradición es por la porfía de que el antiguo oficio que heredaron con una mezcla de orgullo y dolor no se pierda en el olvido. Y por un impulso más elemental: para seguir viviendo. “Si no hacemos esto, ¿qué más vamos a hacer?”, dice Gerardo. Las alfombras que han tejido y que siguen tejiendo casi todos los días se acumulan por centenares, apiladas y en rollos. Una mediana de 1,5 x 1 metro cuesta 350 dólares (el salario básico en Ecuador es de 470 dólares). Es común que los interesados ofrezcan mucho menos. Gerardo prefiere no venderlas a recibir algo que en nada compensa los días pasados frente al telar.
El oficio de la elaboración de alfombras de Guano fue declarado patrimonio cultural inmaterial del Ecuador en 2019. Hoy el municipio de esa localidad trabaja para que el legado no se pierda. “Creamos un plan de salvaguardia que incluye la oferta de una experiencia turística para conocer el trabajo en los telares y adquirir alfombras pequeñas a precios más convenientes”, explica Miguel Guamán, director de turismo del municipio. “También buscamos revitalizar la Asociación de Alfombreros Juan Montalvo, para que, en ese marco, los mayores puedan transmitir sus conocimientos a las nuevas generaciones”. Mientras eso se logra, las manos más viejas que sostienen ese patrimonio son las de Gerardo Alarcón y Blanca Soria.