Tímido y con aletas “como las orejas de Mickey Mouse”: así es el desconocido delfín chileno
La bióloga Carla Christie, que lleva más de dos décadas estudiando a este pequeño cetáceo, ha enfocado su carrera en darle popularidad
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La primera vez que Carla Christie vio al delfín chileno (Cephalorhynchus eutropia), el segundo más pequeño del mundo, fue en 1999, en la playa de Niebla, cerca de Valdivia, en el sur de Chile, mientras limpiaba la basura costera como estudiante de biología marina de la Universidad Austral: “Ahí supe que existían”. Era un grupito de unos siete cetáceos endémicos alimentándose en la costa. “Partimos corriendo a lo largo, tratando de seguirlos”, relata emocionada. No saltaban ni hacían “nada muy espectacular”, recuerda. “Pero los vi. Fue impactante. ¡Estaban ahí!”.
Aún hay delfines allí, quizá los mismos que vio alguna vez, pero con sus descendientes. Los reconoció por su “característica súper particular: la aleta dorsal redondeada, como la oreja de Mickey Mouse”, detalla quien lleva 13 años popularizándolo. En el agua se ven “chiquitos, porque miden máximo 1,6 metros, como yo”, se ríe. Parientes lejanos, como el delfín austral, llegan a 2,2 metros.
Estos cetáceos son tímidos y esquivos, según quienes los estudian. Cuesta verlos y, aunque no hacen grandes migraciones, el mar sigue siendo inmenso. “Cuando piensas en un delfín, piensas en un delfín nariz de botella (Tursiops truncatus), saltando, como feliz y sonriendo”, comenta. “El chileno es menos acrobático que otros”. Es reservado.
En 2001, había registros de delfín chileno en la isla de Chiloé. Los lugareños lo veían seguido. Allá, a la bahía de Yaldad, un pueblito de pescadores cerca de Quellón, llegó Sonja Heinrich, una bióloga alemana. Haría su doctorado y necesitaba asistentes. Carla Christie se sumó para estudiar a estos cetáceos en las islitas cercanas de Coldita, Laitec, Cailin y San Pedro. Aunque ella estuvo sólo unos años, el estudio ha continuado por más de dos décadas, y se ha ampliado alrededor de Calbuco, Puerto Montt y algunos canales australes.
La bióloga hizo su tesis universitaria sobre la vida social de estos delfines, cómo se estructuran; concluyó que viven en grupos que “se mezclan y separan constantemente”. Fluyen. Más adelante, participó haciendo educación ambiental en escuelas rurales sureñas. Se dio cuenta de lo desconocido que era el delfín chileno. Ni la propia gente que vivía ahí, tan cerca de este cetáceo, sabía de su singularidad, dice. “No sabían que es súper especial, que solamente es de Chile, y que es diferente en morfología”.
Entonces, dio un golpe de timón hacia la comunicación, a la divulgación científica. Hizo un magister, y hoy hace charlas, ha sido parte del documental de CNN Patagonia Extraordinaria, narrado en inglés por Pedro Pascal, escribió el libro El delfín chileno, y prepara otro para el 2024 con la editorial LibroVerde, en que relata su experiencia con la especie.
Delfines “de pueblo”
La mejor manera de estudiar al delfín — que puede estar a 20 metros de la orilla— es metiéndose al mar, en zodiac, un bote inflable apto para espacios reducidos, que no es tan caro ni hace un ruido que afecte a los cetáceos. “Les gustan mucho las zonas bien protegidas, donde hay una influencia muy fuerte de los ríos o esteros, bahías chiquititas, cerradas”, detalla el biólogo marino Luis Bedriñana. En esos lugares, no compiten por comida con otros como el delfín austral, ni topan con potenciales depredadores como las orcas.
Las expediciones son cerca de islas o costas, en canales y fiordos, ya sea en Chiloé u otros sitios. Habita desde las regiones de Valparaíso hasta la de Magallanes; más de 3.000 kilómetros de costa hasta el fin del continente. Sin embargo, de Puerto Montt hacia el norte son menos, según estima Bedriñana. Ahí, la costa es una “línea recta”, dice, y hay “menos hábitat disponible”; mientras que la zona austral se desmembra y se vuelve “muy compleja”; mucho más apta para la especie.
“Si hiciéramos una metáfora con el ser humano, es como si vivieran en pueblitos y no en grandes ciudades”, compara. “Recorrer todo el rango de distribución hasta Cabo de Hornos, encontrando cada uno de esos lugarcitos, es bien difícil”. En septiembre, el investigador lideró la primera gran estimación de estos delfines en la Patagonia norte, que cifró en unos 2.000 individuos.
Pero veinte años atrás, en Chiloé, ni siquiera tenían internet para el pronóstico diario del tiempo, recuerda Christie. En el sur chileno, aunque sea verano, se va abrigado ante la brisa marina. A veces llueve o graniza. El viento es clave. El tiempo es impredecible. “No tenemos una embarcación con un techo, es al aire libre”, dice la bióloga. Las jornadas duran hasta siete horas si el tiempo acompaña, y los delfines “cooperan” dejándose ver. Esos son los días buenos, cuando salen al terreno. Los “muy malos” pueden ser semanas enteras sin salir por mucho viento; entonces se encierran a analizar los datos recolectados.
Las navegaciones incluyen encuentros con gaviotas, gaviotines sudamericanos, cormoranes lile y pato quetru o vapor, “bien gordito y no vuela”, precisa; además de mamíferos como lobos marinos, y nutrias nativas, tanto chungungos en la costa, como huillines cerca de ríos; e incluso cetáceos de otra familias, como las marsopas espinosas, buceadoras más profundas.
Para estudiar delfines, hay que reconocer a los individuos, a través de la fotoidentificación de su aleta dorsal, la que más se ve en superficie. Allí analizan su marcas distintivas, hechas entre ellos mismos o por redes de pesca, cabos sueltos o hélices. “Así hemos identificado 60 individuos y sabemos sus historias de vida, sin seguirlos”, explica la bióloga, como si hay una hembra con cría.
Christie ha visto escenas imborrables. Los delfines duermen con la mitad del cerebro activa para subir a respirar. Son sueños de minutos. “Cuando descansan, lo hacen flotando y, si los ves de lejos, parecen un tronco”, describe. “Es súper bacán escucharlos respirar durmiendo, más lento, suavecito”. En grupos, de dos o tres, no más. “Es genial verlos en su comportamiento natural”.
Peligros bajo el agua
Para la bióloga, la timidez que caracteriza a esta especie es su manera de protegerse. Piensa que en zonas más solitarias tendrían un comportamiento más similar a otros cetáceos. Por el momento, “hay muy poca información de delfín chileno”, admite. Y buena parte de lo que se sabe es por el estudio de dos décadas en Chiloé, donde hay mucho tráfico de embarcaciones pequeñas turísticas, pescadores y salmoneras.
El género Cephalorhynchus, al que pertenece, lo componen cuatro especies que viven principalmente en Argentina, Namibia y Nueva Zelanda. Son similares: poblaciones chicas, elusivas y costeras. “Pero si uno compara todas las estimaciones de sus primos, este tiene densidades mucho más bajas”, destaca Bedriñana. Al preferir zonas bien protegidas, advierte, su hábitat coincide con actividades como la salmonicultura y la mitilicultura: “Sobre todo en Chiloé, están entre medio de un montón de cuerdas, basura y tráfico marítimo asociado a la acuicultura”, describe, y las empresas del salmón “son por lejos la flota más abundante en la Patagonia norte”.
El veterinario Cayetano Espinosa, académico de la Universidad Andrés Bello y coordinador científico de Yaqu Pacha Chile, el centro a cargo del estudio en Chiloé, advierte de otros “estresores que no necesariamente son letales” y que son difíciles de evaluar, pero que hacen que estas poblaciones sean pequeñas, como la contaminación acústica y química. “Hay condiciones del agua que son más anóxicas, mayor materia orgánica y menor oxígeno, y predisponen a condiciones no óptimas que favorecen el crecimiento de bacterias y microalgas”, advierte. Esto, por ejemplo, afecta su piel y sistema inmune.
Las altas temperaturas del agua, influidas por el cambio climático, es otro factor preocupante. Sólo un par de grados extra “cambia muchísimo las condiciones del agua”, advierte Espinosa. Afecta, por ejemplo, “en la tasa de reproducción de las algas, cantidad de oxígeno y el alimento para los delfines”. “Todo lo que repercute en la dieta afectará su salud”, apunta.
El trabajo de los investigadores de Yaqu Pacha es conocer la percepción de la gente que convive con este delfín. Y varía bastante. En poblados como Queilen, una isla chilota, lo conocen, diferencian de otras especies y lo protegen, estando muy asociados al turismo. En cambio, en lugares como Queule, más enfocados en otros rubros, “tienden a ser menos cuidadosos y no valorarlo”. Hay partes en que aún se los usa como carnada para centollas, como en 1980. E incluso hay personas que se los comen, sin ser lo común.
Christie reconoce que los celulares y las redes sociales han ayudado a que los cetáceos se conozcan más en Chile. Dice que la gente ya no se extraña tanto de escuchar que en las costas chilenas hay ballenas azules u orcas. Pero ella sigue con su cruzada de popularizar el delfín chileno y sueña con que, algún día, llegue a ser la imagen de un billete. “Sería súper interesante mostrarlo en un símbolo más común y nacional”, dice. Ahora estudia un doctorado de comunicación, enfocado en la educación marina: “Es importante incentivar esta conexión con la naturaleza y el mar, que muchas veces da miedo o es ajeno”, porque bajo el agua se esconde una vida infinita.