Jaime Abello: el arquitecto discreto del periodismo iberoamericano
El director general de la Fundación Gabo ha impulsado la formación de tres generaciones de periodistas y ayudado a consolidar una red que hoy conecta a más de 100.000 profesionales. No se cansa de insistir en que el periodismo no es solo un oficio, sino una institución social que hay que sostener

El aplauso aún resuena cuando Jaime Abello Banfi sube al escenario. Se acerca al micrófono, despliega una hoja doblada y retoma una escena que ha contado otras veces: “Estoy aquí gracias a una llamada telefónica que recibí en 1993…”. Habla pausadamente, con tono de clase magistral, ante el público reunido en la Universidad de Columbia, en Manhattan, para la entrega del Premio Maria Moors Cabot. No improvisa; más bien, parece revisar en voz alta la idea que ha guiado su trabajo durante décadas.
La ceremonia del 8 de octubre de 2025 en Nueva York celebraba, precisamente, lo que siguió a esa llamada: la creación y el desarrollo de la Fundación Gabo, la institución que Abello ha dirigido desde entonces y que ha marcado la formación y el ejercicio del periodismo en Iberoamérica. Allí, el jurado subrayó su defensa de la libertad de prensa y su impulso a la ética y la excelencia periodística en la región, un reconocimiento que coincide con una convicción que Abello repite cada vez que puede: que “el periodismo es indispensable y único porque busca la verdad con independencia y al servicio de la gente”.
¿Cómo llegó este barranquillero de 67 años, que nunca ha trabajado en una redacción, a ser premiado como figura central del periodismo en el continente? La respuesta está en un trayecto que empezó mucho antes de la Fundación, en la intersección entre la cultura, la política pública, la gestión empresarial y los medios.
Jaime Abello nació en Barranquilla en 1958 y estudió en el Colegio Alemán, donde un cineclub proyectaba películas en 16 milímetros. Ahí comenzó una afición por el cine que aún lo acompaña. En su casa, la cultura era parte del día a día: su madre, licenciada en música, dirigía coros y enseñaba técnica vocal; su padre, dedicado a los negocios, también cantaba. De ese cruce entre empresa y música salieron dos hilos que más tarde se convertirían en método: entender la cultura como un trabajo organizado y tratar la gestión como una forma de conversación.
Ya en Bogotá, a comienzos de los años ochenta, estudió Derecho en la Universidad Javeriana mientras trabajaba como asistente de una representante a la Cámara. Leyó Vigilar y castigar, de Michel Foucault, y decidió hacer su tesis en el anexo psiquiátrico de la cárcel La Picota. Visitaba todos los días los patios y las zonas más duras del penal hasta que, desbordado, renunció al proyecto. El viceministro de Justicia le ofreció entonces ser su asesor y así pasó “de ser un abogadillo de La Picota a tener carro y secretaria”. Duró dos meses y volvió a irse, esta vez por diferencias con el Gobierno sobre la reforma constitucional.
De regreso a Barranquilla, se convirtió en gestor cultural. Desde la Cámara de Comercio impulsó el proyecto de Telecaribe cuando aún era solo una idea, cofundó la Cinemateca del Caribe, organizó los primeros foros del Carnaval —que cambiaron la manera de vivir la fiesta— y puso en marcha iniciativas de archivo documental en una región sin memoria audiovisual. No se limitaba a programar actividades: levantaba estructuras, armaba equipos, diseñaba reglas. Su nombre empezó a circular en conversaciones entre cineastas, empresarios, políticos y periodistas, y así llegó a los oídos de Gabriel García Márquez.

A partir de entonces, su carrera se movió hacia el centro de las decisiones sobre política cultural y de medios. Dirigió la Asociación de Cinematografistas Colombianos y luego creó y lideró la Cámara Colombiana de la Industria Cinematográfica. Más tarde pasó al Incomex y fue secretario del Consejo Directivo de Comercio Exterior, donde se sentó a la mesa con ministros y economistas mientras el país se abría al comercio internacional. Cuando María Emma Mejía, una gestora cultural que haría carrera política hasta ser ministra y canciller, lo llamó para integrar el equipo de empalme del Gobierno de César Gaviria, Abello detectó algo que casi nadie había visto: las facultades extraordinarias que permitían al presidente reformar el sector de las telecomunicaciones estaban a días de vencerse. Si expiraban, el nuevo mandatario perdía la posibilidad de hacer el ajuste por decreto. Abello logró que el Gobierno emitiera un decreto transitorio que preservara las facultades. Esa movida aseguró que Gaviria pudiera decretar la reforma –hoy considerada histórica– que liberalizó las telecomunicaciones en Colombia.
Con esa experiencia volvió a Telecaribe como gerente general. El sector de los medios y las telecomunicaciones, dice, era “un campo de batalla”, plagado de presiones políticas, pugnas regionales, disputas por el control de los noticieros y concesiones repartidas como botín. En ese clima de tensión, Abello discutía sobre televisión regional, pluralismo y democratización de los medios cuando García Márquez le propuso crear la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). El Nobel sería presidente; Abello, director.
Renunció al canal y, el 25 de junio de 1994, la Fundación nació en un país que tenía una Constitución reciente y en una región atravesada por los debates sobre la democratización de los medios. Abello llegaba de la televisión, de los foros de regulación y del cineclubismo. García Márquez traía la literatura, la prensa alternativa y las discusiones globales que había ayudado a moldear como miembro de la Comisión MacBride. A esa mezcla se sumaba una lectura clave para Abello, De los medios a las mediaciones, de Jesús Martín-Barbero, que lo había convencido de que la democratización de los medios pasaba por deselitizar el acceso y ampliar el espectro de quienes contaban y quienes eran contados. La Fundación se concibió como un lugar donde fueran compatibles “el periodismo bien hecho y creativo” y “una responsabilidad ética explícita”.
Cheveridad como método
El método fue, desde el inicio, claro y consistente: talleres intensivos en distintas ciudades, maestros y reporteros leyendo y editando textos, discusión abierta sobre casos reales, mezcla deliberada de generaciones, regiones y tipos de medios. En paralelo, se instaló una palabra que Abello usa sin ironía para describir el tono de la casa: cheveridad. “Gabo decía que los talleres tenían que ser alegres, como la vida”, recuerda. Para él, eso se tradujo en una informalidad cuidadosa, en tertulia y en un cierto igualitarismo opuesto a la solemnidad de los congresos tradicionales.
Ese estilo terminó moldeando también el que Abello llama “liderazgo deliberativo”: la actitud de un líder que conversa, que se inclina a persuadir más que a ordenar y que se piensa como primus inter pares antes que como un jefe distante. Su autoridad se sostiene en la coherencia, en el conocimiento minucioso del sector y en los lazos que ha ido estrechando, con cuidado de artesano, con cientos de profesionales de todo el mundo. “La Fundación aprende de sí misma porque ha sido muy abierta y conecta a personas de muchos países, regiones y sectores”, dice.
Años después, cuando le ofrecieron ser ministro de Cultura, Abello le pidió consejo al escritor. “No te preocupes, es simple: tienes que escoger entre el ministerio y la vida”, le respondió. Abello eligió la vida: seguir construyendo una institución que no dependiera de los ciclos de gobierno y que trabajara a favor del periodismo en un sentido amplio, no de un medio en particular.
Hoy la Fundación Gabo –el nombre que adoptó en 2019– ha capacitado a más de 15.000 periodistas y administra una red de más de 100.000 profesionales. Funciona con un presupuesto cercano a los tres millones de dólares, una junta directiva y un consejo rector integrado por grandes figuras del oficio, un equipo de unas 40 personas y proyectos que van desde el Premio y el Festival Gabo hasta programas educativos para niños y jóvenes, además del Centro Gabo y la Casa Gabriel García Márquez en Cartagena. Abello enumera todo eso con la naturalidad de quien pasa lista a un día de trabajo y cierra con la frase: “¡La lucha continúa!”.
A lo largo de tres décadas, el periodismo ha vivido tres grandes oleadas de crisis. La primera estuvo marcada por la irrupción de internet. La segunda, por el auge de las plataformas, que alteraron los modelos de negocio y las rutinas de consumo. La tercera, la de nuestros días, por la inteligencia artificial. En las tres, dice, la preocupación de fondo ha sido la misma: reconocer el derecho a la información y un conjunto de nuevos derechos (datos, privacidad, protección) y preguntarse quién ejerce el poder detrás de los sistemas que median todo eso.
La inteligencia artificial lo inquieta especialmente. “La gente está empezando a tener una relación casi personal con la inteligencia artificial, de intimidad”, dice, “pero lo que en realidad está haciendo es dialogar con un espejismo, con una máquina diseñada para leerte y espiarte. Te conforta y te da soluciones, pero todo lo hace para extraerte el alma”. Le preocupan el uso acrítico de estos sistemas y la concentración de poder económico y geopolítico que ello conlleva. De ahí que una parte creciente de la agenda de la Fundación esté dedicada a la educación mediática y digital para distintas edades: “A ayudar a la gente a espabilarse”.
Durante la entrevista para este perfil, Abello habla desde el corredor de un edificio en Barranquilla. Detrás de una puerta se celebra un taller de la Fundación, y él se mueve entre la conversación telefónica y lo que ocurre al otro lado, en un vaivén que parece natural. Antes de despedirnos, le menciono a Ryszard Kapuściński –el reportero polaco que dictó uno de los talleres más recordados de la Fundación– y le pregunto si todavía cree en su frase más citada: que para ser buen periodista hay que ser buena persona. “Buena persona, pero no ingenua”, responde. Luego repite la segunda parte, como si quisiera subrayarla, y añade: “Necesitamos estar más alertas que nunca. ¡Más moscas!”.
Tras despedirse, guardará el teléfono y volverá a entrar al taller. Y en alguna otra sala, contará de nuevo la anécdota de la llamada de 1993. No para volver sobre sí mismo, sino para insistir en lo que lleva 30 años defendiendo: que el periodismo, pese a todo, sigue siendo una institución de la democracia que todos necesitamos defender.
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