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La memoria de Armero y el reclamo por sus niños perdidos se sacuden del olvido a 40 años de la peor tragedia natural de Colombia

La Fundación Armando Armero encabeza los primeros homenajes a las 25.000 víctimas de la avalancha que arrasó con la ciudad tolimense en la noche del 13 de noviembre de 1985

Benjamín Herrera llevaba tres años de casado la primera vez que pasó una noche fuera de su casa. Aquel día, había trabajado toda la jornada en un campo de sorgo y, al terminar las labores, le dijeron que debía reemplazar a la persona que vigilaba la maquinaria de la empresa por las noches. Su esposa y su hijo Óscar Fernando, de 14 meses, se quedaron en su casa, en Armero. Se había despedido de ellos por la mañana. Era 13 de noviembre de 1985. Mientras Herrera estaba ausente, el volcán Nevado del Ruiz hizo erupción y desató una avalancha que borró el pueblo, en la catástrofe natural que más muertes ha dejado en la historia de Colombia. Su esposa murió. Su hijo es uno de los 583 niños perdidos de Armero: menores dados en adopción, en muchos casos, de manera irregular, uno de los grandes dolores que dejó la catástrofe. La búsqueda de las familias y su reclamo de justicia dan inicio este miércoles a los homenajes por el 40° aniversario de la tragedia de Armero.

Las conmemoraciones, llenas de cargas simbólicas, han sido encabezadas por la Fundación Armando Armero, que desde 2012 lidera la búsqueda de los cientos de menores perdidos en la tragedia que el Estado jamás ha rastreado. Los rostros de cada uno de esos niños, cuyo destino aún es una incógnita, fueron las velas de sendas barquitas de madera que fueron arrojadas al río Gualí, a pocos metros de su desembocadura en el río Magdalena, la columna hídrica de Colombia. Allí, en el municipio de Honda, afectado de manera tangencial por la avalancha que acabó con Armero, los familiares que siguen con su búsqueda intentan sacudirse de la desidia y del olvido de una de las tantas heridas que el Ruiz dejó abiertas en 1985 y que aún no se han cerrado.

Armero, un golpe para un país caído

La tragedia de Armero fue un golpe mortal para Colombia, un país que ese mes de noviembre de 1985 se asomó al abismo. Una semana antes, un comando de la guerrilla del M-19 había asaltado el Palacio de Justicia, en Bogotá, y tomado como rehenes a los magistrados de las altas cortes. El Ejército reaccionó con una brutal retoma que agravó el terror. Esas heridas también siguen abiertas, y los relatos sobre responsabilidades y culpables han alimentado, como tantos asuntos en Colombia, disputas políticas en la actualidad. La avalancha de Armero dejaba al país al borde del colapso.

Tras un aumento en la lluvia de ceniza que caía sobre el pueblo tolimense, el Nevado del Ruiz hizo erupción hacia las 9.30 de la noche del 13 de noviembre. El calor del cráter Arenas derritió parte del hielo que yacía en la cúspide, y el agua pasó a engrosar los afluentes que allí nacían. Por los cauces de los ríos Lagunilla y Gualí bajó la avalancha, arrastrando consigo vegetación y rocas de varias toneladas de peso. Sobre las 11 de la noche, el Lagunilla arrasó con Armero, en una catástrofe agravada en parte por la mezcla de advertencias desoídas, llamados a la calma y noticias contradictorias. Fue, se ha dicho muchas veces, una tragedia anunciada. Y repetida: el Ruiz ya había acabado con dos poblaciones ubicadas en el mismo lugar, aunque mucho más pequeñas, en 1595 y 1845.

La noche había caído sobre un pueblo próspero, famoso por sus plantaciones de algodón, de casi 30.000 habitantes, referencia comercial en el departamento del Tolima. Los albores del día siguiente revelaron al mundo la peor cara de la tragedia y la devastación. Aquel Armero del pasado, cantaría después el músico Rodrigo Silva en su Reclamo a Dios, ya no existía. Una de las primeras descripciones de lo que quedó la hizo el piloto Fernando Rivera, quien vio la magnitud del desastre a bordo de una avioneta de fumigación y lo relató al periodista Yamid Amat en la emisión matutina de Caracol Radio:

―Armero quedó arrasado casi en un ciento por ciento ―decía Rivera―.

―¿Qué tipo de descripción podría hacer sobre lo que observó? ―preguntaba Amat, quizá sin dimensionar aún la tragedia―.

―Eso quedó todo lodo. Borró casas, borró todo. Desapareció todo el mundo. Yo creo que habrá… ni un 5% estará con vida de lo que era Armero.

―¿Pero usted podría hablar de cuántas personas muertas?

―La mejor forma es que averigüen cuántos habitantes tenía Armero y de ahí saquen la cuenta de que no hay siquiera un 2% de los habitantes sobrevivientes. De resto, casi todos murieron.

El paso de las horas hizo que Colombia empezara a entender la gravedad del desastre. La resonancia mundial de la noticia llegaría un par de días más tarde, con la imagen de una niña que tenía el agua por encima del pecho y era incapaz de liberarse del lodo y los escombros que la mantenían aprisionada. Era Omayra Sánchez, de 13 años, el rostro de la tragedia y quien permaneció atrapada casi tres días, ante las cámaras de televisión, hasta que murió el 16 de noviembre. En medio de la maleza y el follaje tupido que hoy gobierna en lo que fue Armero, está señalado el sitio de su agonía que, 40 años después, es un lugar de peregrinaje lleno de peluches, flores, rosarios, muñecas, ringletes y placas de agradecimientos por milagros que le atribuyen.

La avalancha fue, a su vez, la madre de otras tragedias. La de quienes nunca más supieron de sus familiares que estaban en Armero. La de la corrupción, la burocracia y la poca transparencia acerca del destino de las ayudas recibidas para asistir a los damnificados y supervivientes. O la de los niños perdidos homenajeados y reclamados este miércoles en Honda, unos 50 kilómetros al norte del punto del desastre.

La herida más grande

Francisco González, director de la Fundación Armando Armero, perdió a varios familiares en la tragedia que borró a su pueblo. Desde 2012, cuando comenzó su labor, es el rostro visible de la búsqueda de los niños perdidos que, en su opinión, significan la herida más grande que ha dejado la catástrofe. “Tenemos cerca de 150 casos emblemáticos, en los que podemos demostrar, con testimonios e imágenes de la época, que salieron vivos”, cuenta, poco antes de empezar a arrojar las barcazas a las aguas del Gualí. “En nuestra base de datos tenemos 583 menores reportados que obedecen a más de 400 familias. De todos tenemos el ADN, y también de 71 adoptados”, añade. Según dice, ha habido cuatro reencuentros gracias a pruebas de ADN.

González celebra la presencia del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y anuncia un convenio con esa entidad, encargada del cuidado de la infancia, para seguir adelante con su búsqueda. “Anteriormente, los directores del ICBF daban la espalda. A través de derechos de petición nos negaron absolutamente todo, no reconocían nada. Cuando la actual directora se puso a revisar, nos dio la razón”, afirma. Opina, además, que el paso siguiente es abrir una investigación para llegar a la verdad de lo que considera un drama que compete al mundo entero. “¿Por qué? Porque los niños de Armero fueron adoptados por conductos regulares e irregulares en países como España, Holanda, Francia o Dinamarca”.

La directora del ICBF, Astrid Cáceres, reconoció que muchas veces se le ha reclamado al instituto por no haberse ocupado de los niños perdidos. Por eso, y luego de un par de años de contactos con Armando Armero, han acordado un memorando de trabajo conjunto en el que tanto el ICBF como la fundación esperan colaborar en las búsquedas. Además, su participación en los homenajes de Honda son una manera de hacer un mea culpa y de tener una nueva disposición sobre un drama que sigue vivo: “Esperamos contribuir a la reconstrucción de la memoria y a que este camino que abrimos lleve a la verdad y la tranquilidad de las familias”, dice.

Por otra parte, Cáceres explica que no todos los niños que salieron vivos de Armero quedaron en custodia del ICBF. “Medios de comunicación en ese momento pidieron a las familias del país que acogieran niños, y se autorizó el acogimiento. Lo encontramos en la prensa. Luego encontramos que la prensa también hizo llamados a devolverlos. Entonces, en ese fragmento, pudo haber muchas cosas”. No todos volvieron al instituto, dice. Por eso, ahora hay que ver si pudieron tener un reencuentro con su familia y si se hicieron los protocolos adecuados en un país carente de leyes claras sobre adopción en esa época. “Habrá que ver e investigar qué pasó con esos niños. Si hay algo incorrecto, también tendrá que saberse y juzgarse adecuadamente”.

Otro de los rostros de ese drama es María Gladys Primo, que tenía 22 años cuando lo perdió todo. En el momento de la avalancha, estaba con su esposo, su hermano, y sus dos hijos, Nubia Isabel, de seis años, y Jesús Manuel, de siete. Habían intentado ponerse a salvo en el segundo nivel de su casa, inútil ante la violencia del lodo que arrastraba consigo muros, techos y carros. Entonces, tomó la decisión de quedarse con su esposo y dejar a sus dos hijos al cuidado de su hermano. A los niños no los volvió a ver nunca, al menos en persona: a Manuel lo vino a ver de nuevo en 2012, en un video que había grabado un noticiero el día de la tragedia. Era la prueba de que había sobrevivido. Su versión se complementa con la que le había dado su madre: los niños habían pasado por una sede del ICBF en Bogotá y se los habían llevado. Fue lo último que supo de ellos.

Primo cuenta su historia con un estoicismo que, no obstante, revela una mezcla de emociones. Pasó un año y medio hospitalizada, en coma, tras salir con vida de Armero. Se recuperó de una lesión grave que sufrió en una de las piernas en el momento en que fue rescatada. La piel se le caía a pedazos, afectada por la altísima temperatura del lodo. Haber sobrevivido mientras murieron 25.000 personas parece darle el impulso para hablar y para encabezar la cadena humana que bajó, mano a mano, las barcazas con los rostros de los niños perdidos, y que se tejió por entre piedras, agua y maleza, y en un calor asfixiante. Esas barcazas parecen convertirse en la única manera que, después de cuatro décadas, les queda a los padres para volver a sentir entre sus manos a sus hijos perdidos. Al menos por ahora.

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