Ir al contenido

Somos lo que decimos

Los candidatos que se decanten por la defensa de la democracia entrarán en un ejercicio centrado en la observación del lenguaje ajeno y en la prudencia de la palabra propia

De pequeña, Patti Smith iba de paseo con su madre por el parque Humboldt. Cuenta que en la laguna de ese parque presenció un milagro: “Un largo cuello curvo se alzó de un vestido de plumas blancas”. “Cisne” le dijo su madre. Al principio, la palabra no fue suficiente. No transmitió la grandeza de la escena, la belleza del animal o la emoción de la niña, qu...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

De pequeña, Patti Smith iba de paseo con su madre por el parque Humboldt. Cuenta que en la laguna de ese parque presenció un milagro: “Un largo cuello curvo se alzó de un vestido de plumas blancas”. “Cisne” le dijo su madre. Al principio, la palabra no fue suficiente. No transmitió la grandeza de la escena, la belleza del animal o la emoción de la niña, que buscaba más palabras para hablar de su blancura, de la explosividad de su movimiento, de la lentitud con que batió las alas. Pero luego repitió “Cisne”, “Cisne”. Hasta que sintió las cosquillas de la curiosidad. Los dedos del lenguaje haciendo su magia.

Ese recuerdo bellísimo de Patti Smith abre su libro Éramos unos niños. No es sólo un pasaje de su memoria. Es un experimento sobre el lugar que ocupamos en el mundo como únicos seres capaces de nombrarlo todo. De comunicar con una palabra la entidad de lo que ella designa. Walter Benjamin insistió en que no existe suceso o entidad viva o inanimada que no tenga participación en el lenguaje. Que la capacidad de comunicar su contenido espiritual está en la naturaleza de todo lo que existe. La pequeña Patti Smith vio cómo el cisne comunicó su esencia con el lenguaje de sus alas. Y después de repetirla muchas veces, descubrió que en la palabra que lo nombraba había algo de alquimia, una entrega fugaz del espíritu del ave a su voz de niña.

Si otro niño cualquiera, en un país que no conozca la guerra, nombra un camión, usará la palabra “camión”. Palabra que no le comunicará una entidad espiritual perteneciente a un demonio aterrador. Los niños de Cali, en cambio, vieron hace poco uno que sí comunicó la esencia de un dragón. Una bestia de fuego que se tragó la vida de 7 transeúntes y eructó los cuerpos heridos de otros 70. Un camión lleno de explosivos que no podía comunicar la naturaleza divertida o simplemente operativa de cualquier otro.

El lenguaje de ese evento nada tuvo que ver con el camión. Fue, más bien, un lenguaje humano perfecto. Perfecto por su precisión, por su capacidad de comunicar la esencia espiritual de quien lo ideó. De quien dispuso alterar ese vehículo para convertirlo en vector del horror y la muerte. Ningún camión, sin ser modificado por la perversión, mutila gente masivamente o siega vidas como si fueran tallos de arroz. El rugido voraz de la explosión impuso el lenguaje delirante de la violencia que comunica la caducidad de la compasión y la mesura. El gobierno de la locura y la atrocidad en la entidad espiritual de un hombre.

Un disparo de un niño, directo a la cabeza de un político joven en medio de una pequeña multitud en una plaza de un barrio residencial, también tiene su propio lenguaje. Y lo mismo puede decirse de la bala como cosa. Pero el evento total, la suma del disparo, la bala alterada para hacer más daño, la identidad de la víctima, el lugar de su asesinato en una cadena maldita contra su estirpe, la biografía del niño victimario, la instrumentalización de su vulnerabilidad, el desenlace fatal, el ensamble de esa muerte en la historia del país… ese conjunto de hechos acoplados en un solo suceso comunica la esencia espiritual de quien lo planeó. Nos dice cuál es el combustible de sus ideas. Nos revela la sintaxis del odio como patrón de lenguaje social.

Joan Didion escribió que en esos momentos en que la vida cambia radicalmente, nos fijamos en las circunstancias anodinas del instante en que todo ocurre. La trivial normalidad de ese instante nos cobija a todos sin distingo. Mientras caminamos por una acera de la ciudad, o detenidos en una placita de barrio, todos respiramos y oímos más o menos lo mismo. Ese instante que en sí mismo es un evento, es el lenguaje de la vida ordinaria. Nos comunica la naturaleza de nuestra cotidianidad. El carísimo valor de la normalidad que nos abraza a todos.

Aunque cada uno vaya lastrado con sus secretas desgracias y celebrando sus triunfos irrisorios. Aunque seguramente las penas y los logros de una persona no se parezcan en nada a los de otra. Aunque las vidas sean incomparables, en ese instante normal previo al desastre, el hecho de que todos estemos vivos es una matriz de igualdad. Que se destroza en un chasquido. Y, de repente, unos están muertos, y los otros sobreviven.

Esta que viene, promete ser una campaña llena de instantes previos a calamidades. Arropada por el horror y la pugnacidad. En esta campaña, la defensa de la democracia sucederá en medio de la barbarie.

Los candidatos que se decanten por la defensa de la democracia entrarán en un ejercicio centrado en la observación del lenguaje ajeno y en la prudencia de la palabra propia. Un ejercicio casi místico, porque en la elección de las palabras se revela la alquimia del alma. Deberán tomar decisiones drásticas en su lenguaje. Como preferir la humanidad que se respira en el instante normal que precede al desastre, sobre la decadencia y la sinrazón de la violencia. O elegir el silencio antes que cualquier fórmula lingüística que envenene con mezquindad la desolación que deja la barbarie.

Sabremos quién es cada candidato, por lo que diga. Eso pasa siempre. Porque somos lo que decimos. Y lo que callamos.

Más información

Archivado En