Familias separadas y “perfilamiento racial”: las deportaciones de Trump desgarran a los mayas de Florida
En un enclave maya al sureste del Estado, más de un centenar de personas han sido detenidas en los últimos meses. Una organización local trabaja para reunificar a niños que se quedaron solos después de que sus padres fueran deportados
Los siete hermanos esperaban ansiosos a sus padres, que habían salido hacía horas a buscar el desayuno, cuando la casera tocó la puerta del cuarto que alquilaba la familia en Palm Beach, al norte de Miami. Su madre y su padre habían sido detenidos y serían deportados de vuelta a Guatemala, les dijo la mujer, confirmando el peor temor de los niños, de entre 2 y 12 años, seis de ellos nacidos en Estados Unidos. De un día para otro, los menores se quedaron solos. La casera, que no tenía ningún vínculo con ellos, los acogió como si fueran suyos, hasta que una organización local intervino para coordinar la reunificación de la familia, que formaba parte de una comunidad de indígenas y descendientes de mayas en el sureste de Florida que ha sido duramente azotada por la ofensiva contra los migrantes del Gobierno de Donald Trump.
El Centro Guatemalteco-Maya, con sede en Lake Worth, funciona como núcleo de esa comunidad, y en los últimos meses se ha vuelto un bastión en medio de una oleada de redadas y detenciones sin precedentes en la región. La organización supo del caso de los siete hermanos y de sus padres arrestados el 16 de agosto y deportados a Guatemala un mes después por una llamada que recibió a mediados de septiembre. El centro reunió todos los documentos necesarios para que los niños pudiesen viajar al país centroamericano, totalmente desconocido para ellos, pero donde ahora se encontraba su familia. También recaudó los fondos para cubrir los billetes de avión, y dos de sus voluntarios acompañaron a los menores en su vuelo a Guatemala el lunes de la semana pasada.
Es una labor que no termina. El centro se encuentra en proceso de coordinar el traslado de una niña de 12 años, otra ciudadana estadounidense, cuya madre lleva dos meses detenida en un centro de detención para migrantes, a Guatemala, donde vive su padre. En mayo tramitaron el mismo proceso para otro niño, también nacido en Estados Unidos. Los casos de estos menores son la punta del iceberg de un drama subyacente que golpea desde hace meses a las familias en esta comunidad, que han sido marcadas por el dolor y la incertidumbre de las detenciones, deportaciones y separaciones.
La comunidad se esparce por el condado de Palm Beach, ubicado a unos 100 kilómetros al norte de Miami. En los años ochenta, a la zona llegaron mayas que huían del genocidio perpetrado por la dictadura del general Efraín Ríos Montt en Guatemala, que dejó más de 200.000 muertos, en su mayoría indígenas y campesinos. Al llegar a Florida, encontraron trabajo como braceros o peones en los campos agrícolas cerca del lago Okeechobee, en el centro de la península del Estado. Otros vinieron más tarde escapando de la pobreza, el narcotráfico y el conflicto social, a trabajar en viveros, la construcción o en jardinería. Los asentamientos en Indiantown, Jupiter, y Lake Worth fueron creciendo hasta forjar uno de los enclaves más prominentes de la región por su notable herencia cultural.
No existe una cifra exacta de cuántas personas forman parte de esta comunidad en la actualidad, pero el Centro Guatemalteco-Maya estima que un 70% de las 16.000 personas que atiende cada año son descendientes de mayas. Muchos no hablan ni inglés ni español. “La mayoría de nuestras familias son indígenas, de baja estatura y bien mestizos”, apunta Mariana Blanco, directora del centro. Esa es la razón, sostiene Blanco, por la que muchos han acabado detenidos por agentes de inmigración en los últimos meses, aunque sean ciudadanos estadounidenses. “Es perfilamiento racial”, señala la organizadora.
Desde marzo, al menos 118 miembros de la comunidad han sido arrestados por agentes de inmigración, según una base de datos del Centro. Blanco asegura que la cifra exacta es mucho más alta, pero solo llevan la cuenta de las detenciones. “Si ya han sido deportados, no los ponemos”, explica. En la base de datos está Kenny Laynez Ambrosio, un ciudadano de EE UU de 18 años que fue detenido durante una parada de tráfico en mayo cuando iba al trabajo con otras personas. El joven grabó el violento arresto, prendiendo las alarmas sobre posibles violaciones a los derechos constitucionales y perfilamiento racial de ciudadanos estadounidenses.
El gobernador de Florida, el republicano Ron DeSantis, se ha propuesto sobresalir en la cruzada antiinmigrante de la Administración Trump y se jacta de haber impulsado el mayor número de acuerdos entre autoridades locales y federales para aumentar el número de detenciones. El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) reportó a finales de septiembre 400 arrestos de inmigrantes en el centro de Florida en solo una semana.
La base de datos del Centro Guatemalteco-Maya muestra que la mayoría de los arrestos de miembros de la comunidad han sido en operativos de la Patrulla de Carreteras (FHP) y la Patrulla Fronteriza (CBP). La lista también indica que muchos de los detenidos tenían permiso de trabajo o licencia de conducir válidos. “Aun así se los llevaron”, dice Blanco en la sede de la organización en Lake Worth, un edificio de dos plantas donde en el estacionamiento al fondo el pasado viernes estaban distribuyendo cajas con comida para familias afectadas.
Olga, que trabaja como voluntaria en la distribución, dice que a su esposo lo arrestaron la semana pasada y está en el infame centro de detención para migrantes Alligator Alcatraz, al oeste de Miami. El hombre hacía jardinería y era el principal sustento de la familia de cuatro hijos, dice la mujer, que prefiere no dar su apellido. Lo que ella gana limpiando casas o en otros trabajos esporádicos no alcanza para pagar las cuentas de la familia: 1.900 dólares mensuales de alquiler, más 400 de corriente, 700 de seguros de los tres carros y 200 de teléfono.
En el círculo cercano de Olga han detenido a nueve personas en el último mes, incluyendo primos y sobrinos. Su peor temor es que la detengan a ella también y sus niños se queden solos, dice la mujer, que lleva 27 años en Estados Unidos, y su esposo 30. “Para nosotros, Guatemala ya no es lo mismo”, comenta. “Mi vida ha estado acá. ¿Qué futuro van a tener mis hijos si se van?”, dice anegada en llanto. “No somos criminales, trabajamos duro. Si no trabajo, ¿cómo voy a pagar la renta? Salgo hoy, y no sé si voy a volver”.
“Hoy es día de redada”
Blanco recibe una llamada en su móvil poco después del mediodía. “Hoy es día de redada”, comenta. La llama doña Anita, una vecina, quien dice que arrestaron a su marido esta mañana. La mujer comenta que hace poco más de un año a su marido lo paró la policía y no tenía licencia de conducir, pero hizo un curso que le ordenó la corte, pagó la multa, y siguió todas las orientaciones. No entiende por qué ahora ha sido arrestado.
“Es lo que están haciendo, doña Anita”, le intenta explicar Blanco. “¿Usted está con los nenes?”. La hija mayor se quedó sola en la casa cuando el esposo fue detenido, dice la señora, pero ya está con ella. La mujer está desesperada porque no ha sabido nada de su esposo en horas y quiere ir a la cárcel local a preguntar por él. “Doña Anita, usted no puede ir”, responde Blanco, y le dice que el hombre probablemente será trasladado al día siguiente a un centro de detención.
“¿Él sabe leer?”, pregunta Blanco. “Sí”, confirma doña Anita. Blanco le pide que cuando su esposo la llame, le pregunte cuáles son los números de serie de la pulsera que le pusieron y el color del uniforme, para tratar de averiguar dónde está, porque a menudo los detenidos no aparecen en las bases de datos del ICE.
En un día normal, los voluntarios del centro reciben media docena de llamadas sobre alguien que ha sido detenido. Los días que hay redadas, reciben una docena o más.
Antes del Gobierno de Trump, el centro educaba a los inmigrantes sobre sus derechos y protecciones legales, pero desde que en febrero ocurrió la primera redada en la zona, se dieron cuenta de que “la ley ya no importa”, y se han enfocado en preparar a la gente con planes de reunificación y todo lo que tenga que ver con separación familiar. “Sabíamos que esto era lo que iba a pasar”, dice Blanco.
Durante el proceso de reunificación de los niños, el centro prepara el papeleo, coordina con el consulado y avisa a las escuelas “para que sepan lo que está pasando, hablen con los consejeros, les den suficiente tiempo a los niños para terminar sus trabajos”, explica Blanco. A nivel nacional, se estima que unos 5,6 millones de niños estadounidenses —el 8% de todos los menores del país— son menores “en riesgo” porque viven con personas en situación migratoria irregular, de acuerdo con un estudio publicado en abril pasado por el Brookings Institute, una organización que analiza políticas públicas.
En el caso de los siete hermanos enviados a Guatemala la semana pasada, sus padres habían preparado poderes legales y los pasaportes de los niños estaban vigentes, lo que facilitó el proceso. La niña que se va esta semana, en cambio, no tiene pasaporte, ni carta poder, ni más familiares, dice Blanco. “Una vecina que no tiene nada que ver con la niña, pero le dio pesar, la trajo al centro”, donde le buscaron alojamiento y un permiso de viaje para poder irse sin pasaporte a Guatemala. El niño que se fue en mayo pasado tampoco tenía pasaporte, pero pudo irse con el permiso especial.
El Departamento de Niños y Familias de Florida no se ha involucrado en ninguno de los casos que el centro ha manejado. “Parece que no les importan”, apunta Blanco. EL PAÍS contactó con la entidad estatal, como también con el Departamento de Estado, de Seguridad Nacional y el ICE, pero no obtuvo ninguna respuesta.
Pocos días antes del viaje de los siete hermanos, las maestras les hicieron una fiesta en la escuela para que se despidieran de sus amigos. Blanco los llevó a su oficina para completar unos documentos, y dice que el mayor, de 12 años, no podía controlar el llanto. Acababa de ser admitido en la banda en su escuela y le habían dado una trompeta, que había tenido que devolver.
“Estaba simplemente devastado, porque sabía que su vida iba a cambiar”, cuenta Blanco. Un grupo de voluntarios le compró una trompeta y se la regalaron antes de irse. “En el aeropuerto los abrazamos y les decíamos: ‘Van a estar bien, van a estar bien’, pero entre nosotros sabíamos que iba a ser un shock para ellos llegar ahí”, a un país que nunca ha sido el suyo.