Polarizar o morir, el nuevo evangelio MAGA
Los estadounidenses viven una cuenta regresiva para salvar la democracia. Con el Gobierno en contra, la sociedad civil será crucial en este desafío
El brutal asesinato del activista MAGA Charlie Kirk ha sacudido al país. A poco más de una semana del hecho, es evidente que esta tragedia marca un punto de quiebre en la política estadounidense de las últimas décadas. Sin embargo, lo más alarmante no es el atroz acto en sí, sino cómo está siendo instrumentalizado por líderes políticos, figuras mediáticas y multimillonarios para acelerar y ahondar una grieta política, manifestada en un auge histórico de la polarización y los discursos de odio.
Esta explotación deliberada se sustenta en la erosión de la empatía: un sector de la sociedad pierde la capacidad de comprender a quienes piensan, viven o sienten distinto, anulando el espacio indispensable de reconocimiento del otro que hace viable una sociedad compleja y multicultural como la estadounidense. Abre la puerta a ataques contra minorías, críticos del poder y adversarios del movimiento MAGA, y ayuda a consolidar un populismo autoritario. Así, usada como punta de lanza ideológica, la repudiable muerte de Kirk ha exhibido un mecanismo peligroso: la pérdida intencional de empatía como motor de la polarización, el odio y la deshumanización. Esta es hoy la amenaza más grave e inmediata para la democracia en Estados Unidos.
Apenas se conoció el atentado, Elon Musk, dueño de X y con 226 millones de seguidores, lanzó su primer dardo envenenado: “La izquierda es el partido del asesinato”, atizando el clima de violencia. Luego añadió: “O peleamos contra ellos o nos matarán”, llamando a los republicanos a “pelear o morir”. Viene a cuento recordar ahora esta frase de Elon Musk pronunciada en febrero: “La empatía es la debilidad fundamental de la civilización occidental”. No bromeaba.
Como era previsible, Trump no se quedó atrás: “Durante años, los de la izquierda radical compararon a estadounidenses maravillosos como Charlie con los nazis y los peores asesinos en masa y criminales del mundo. Este tipo de retórica es directamente responsable del terrorismo que estamos viendo hoy en nuestro país, y debe cesar de inmediato”, dijo en su mensaje televisado tras el asesinato. Después, amenazó con tomar medidas contra organizaciones y personas de la izquierda progresista consideradas por su gobierno como promotoras de violencia extremista. Bajo esa definición cabe casi cualquiera: políticos, organizadores sociales, periodistas o comediantes como el recién suspendido anfitrión de programas nocturnos Jimmy Kimmel, ya atacado por Trump hace poco.
Amenazar no es solo una mala vieja costumbre del presidente Trump, es su marca de fábrica. Lo novedoso es la promesa de emitir edictos contra quienes discrepen de los líderes MAGA. A su regreso del Reino Unido, Trump advirtió a las grandes cadenas que la FCC les retiraría las licencias si sus presentadores lo criticaban. Como señaló Iker Seisdedos en este periódico, de esta manera Trump ha lanzado una campaña directa contra la libertad de expresión, a la que se suman ahora el vicepresidente JD Vance y otros prominentes voceros del gobierno. En otras palabras, una caza de brujas contra la libertad de expresión, justo lo que Trump y Vance habían prometido combatir.
Por eso mismo, los meses que faltan hasta las elecciones de medio término serán una prueba de resistencia para la sociedad estadounidense. Se decidirá si la manipulación desde el poder puede profundizar la grieta hasta un punto irreparable, o si la sociedad reacciona exigiendo un viraje claro y firme.
Las encuestas no aportan buenas noticias. La polarización alcanzó niveles históricos: republicanos y demócratas están más distanciados que nunca en cuestiones clave—economía, migración, armas, política exterior y más. El centro político se achica, mientras crece el número de votantes que se identifican como muy liberales o muy conservadores. Un sondeo del Pew Research Center de julio reveló que el 80% de los estadounidenses no puede ponerse de acuerdo sobre hechos básicos, ya sea porque reciben información de fuentes opuestas, o porque interpretan la realidad de forma radicalmente distinta. Ambas situaciones evidencian el fenómeno de las burbujas informativas. Y, volviendo a la empatía, hay un dato muy preocupante: la división ya no es solo ideológica, sino afectiva y emocional: cada vez más estadounidenses perciben al adversario político como una amenaza existencial. Es como si los republicanos fueran de Marte y los demócratas de Plutón.
Las encuestas no miden directamente los efectos de esa radicalización, pero basta asomarse a las redes para entrar a una caldera donde hierven el recelo y el desprecio por quien piensa distinto. Esta desconfianza es un caldo peligroso, como lo evidencia el asesinato de Kirk. No sorprende que ya se hable entre analistas de un posible conflicto interno abierto. Solo en los primeros seis meses de 2025 se registraron 150 actos de violencia política, casi el doble del mismo periodo del año pasado. Y aún no se ha puesto en marcha un supuesto plan del FBI para criminalizar a los trans como extremistas violentos, algo que muchos consideran una cantera de apoyo MAGA.
No creo que el país esté al borde de una guerra civil, pero conviene hacerse preguntas incómodas: si los líderes MAGA —con un poder casi absoluto— conocen estos datos, ¿por qué siguen inflamando los ánimos? ¿Por qué Trump no exige a los barones de las redes moderar el impacto de sus algoritmos, que premian la ira irracional de los usuarios antes que la cordura y el debate respetuoso?
La respuesta que encuentro está trillada pero sigue siendo clave: MAGA no puede considerarse solo un movimiento político democrático. Ha colonizado al partido republicano, pero tampoco es solo una ideología. Es un proyecto de poder que ya ha conquistado ramas del Estado para desmontar la democracia representativa y reemplazarla por un populismo autoritario, encabezado por un caudillo carismático y apoyado por élites económicas y tecnológicas.
Lo más grave es que MAGA define su identidad negando y despreciando a los grupos diversos —raciales, sexuales, religiosos, culturales, migrantes o de género. En ese sentido, aunque Kirk defendiera la libertad de expresión en los campus, actuaba como un inquisidor blanco, cristiano, machista, antitrans y antiinmigrante. Su política era la cero empatía: no dudaba en calificar de enemigos a los grupos minoritarios, los repudiaba y deshumanizaba sin compasión. Hábil y carismático comunicador, era un algoritmo ambulante de adoctrinamiento juvenil, una máquina incesante de polarización social. Por eso fue un adalid de la causa MAGA y ahora es el mártir perfecto para perpetuarla.
Pero apostar al punto de quiebre entraña un riesgo enorme para los líderes MAGA. En su afán de radicalizar a su base y provocar reacciones viscerales en los adversarios, podrían sobrestimar su capacidad para llevar la sociedad al límite y subestimar el rechazo de las mayorías al extremismo. Las sociedades requieren puentes para reparar brechas y reconstruir el sentido de pertenencia, abarcando la mayor cantidad de gente independientemente de sus diferencias políticas. En vez de tenderlos, el gobierno de Trump los dinamita.
Hoy los estadounidenses viven una cuenta regresiva para desactivar la bomba de la polarización y salvar la democracia. Con el Gobierno en contra, la sociedad civil será crucial en este desafío. El partido demócrata necesita recargarse con ideas nuevas y responder con mayor inclusión y firmeza democrática. Las universidades que aún no claudican deben reforzar los programas de pensamiento crítico, humanismo y resistencia a la manipulación mediática. Los medios precisan seguir investigando sin miedo al poder, aunque Trump intensifique su campaña para silenciarlos y subordinarlos. Pero la mayor carga la llevan los ciudadanos: deben mantenerse alerta, defender sus derechos, protestar por la libertad y exigir responsabilidad a sus autoridades. Politizar una tragedia como el asesinato de Kirk no solo es inmoral, sino que socava la democracia, debilita el tejido social y amenaza la convivencia de la nación misma.