Arriaga e Iñárritu: ¡Qué abrazo más chingón para la cultura global en español ante un mundo polarizado!
Tras años peleados, los creadores de ‘Amores perros’ se reconcilian públicamente en el 25 aniversario de aquel hito del cine universal
Es el abrazo de dos hermanos. La voluntad de descarrilar el mito de Caín y Abel con un gesto fraternal, que vale un chingo. Un sello ejemplar desde la creación y la cultura con mayúsculas como mensaje a un mundo en que prima el mamporro, el insulto y la división. Juntos crearon una obra maestra y otros dos trabajos que cambiaron el cine y lo encarriló con un nuevo lenguaje rumbo al siglo XXI. Alejandro González Iñárritu y ...
Es el abrazo de dos hermanos. La voluntad de descarrilar el mito de Caín y Abel con un gesto fraternal, que vale un chingo. Un sello ejemplar desde la creación y la cultura con mayúsculas como mensaje a un mundo en que prima el mamporro, el insulto y la división. Juntos crearon una obra maestra y otros dos trabajos que cambiaron el cine y lo encarriló con un nuevo lenguaje rumbo al siglo XXI. Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga firmaron juntos Amores perros —a la que siguieron 21 gramos y Babel—, e iniciaron así ese camino entre mágico, salvaje y visceral desde las rabiosas calles de la ciudad de México.
Yo estaba allí y lo vi. Año 2000. Era un joven cronista cultural cuando lo presentaron en el festival de Cannes y me tocó cubrirlo para EL PAÍS. Lo hicieron en una edición especial, organizada con el mimo de quien afronta una nueva era. La que se iniciaba con el milenio. En la sección oficial se habían esmerado en elegir bien a quién seleccionar en la palestra. Competían en ella nombres como Lars von Trier, los hermanos Cohen, Wong Kar-wai, Michael Haneke, Ken Loach... Pero lo que sacudió las calles, las salas, a los cronistas y los espectadores fue aquella película firmada por un director y un guionista mexicanos con ánimo de golpear a fondo conciencias en un apartado menor, como la semana de la crítica.
Ante esa pléyade de leyendas consagradas por la alfombra roja, a contracorriente, el fenómeno de Amores perros corría en los márgenes de la Costa Azul como pólvora ardiente. Nadie se la podía perder. Llamé a mi sección para conseguir espacio con vistas a publicar una entrevista con Iñárritu. No me hicieron ni caso y me la tragué. “¿González qué…?”.
Con los años he tenido el privilegio de conocer a ambos por separado. Si les preguntaba al uno por el otro, no daban signos de que pudieran reconciliarse tras sus diferencias. Cada uno aportaba sus argumentos. En ambos casos les asistían las razones. Arriaga, guionista, hubiese querido firmar como creador de la película junto a Iñárritu. El director defendía su rol específico como para figurar en los créditos solo.
Así anduvieron años, desde su ruptura tras Babel. El tándem que formaban era único: les unía una visión literaria del cine que lograban metamorfosear con un pulso y una personalidad inusuales en imágenes. Sus mayores influencias las encontraban en escritores más que en cineastas, de Rulfo a Ernesto Sábato, de Cortázar u Octavio Paz a Borges, pero el resultado final era puro cine.
Resurrecciones y bendiciones
Ver Amores perros por primera vez resultaba asistir a una resurrección proteica y revitalizada del mismísimo Buñuel. No fue un estreno sin más, sino un acontecimiento. Así lo comprendimos algunos al tener in situ la sensación de ser testigos del nacimiento de algo vigorosamente nuevo y distinto. Esa es en muy contadas ocasiones la bendición y el privilegio del cronista: verlo, saber entenderlo de una determinada manera, con la importancia que merece y poder contarlo.
A mí me entristecía que hubiesen partido los caminos. Salíamos perdiendo todos tras haber firmado juntos tres obras fundamentales para el cine. Juntos se fundían en un alma única, cargada de una radicalidad extrema, cierta rabia, un compromiso inusual y una profundidad en su búsqueda poco común. Después de Amores perros, hoy con su audacia intacta, llegaron 21 gramos y finalmente Babel, ese intento de crear una fotografía global de la injusticia, la mala fortuna y el desamparo en medio de una coreografía planetaria que unía en lazos desazonados y existenciales a México, Estados Unidos, Marruecos o Japón. Juntos eran colosos de la creación, arquitectos de un arte y unos mundos propios armados con una base intelectual y una sensibilidad extraordinarias.
Llegó después el desencuentro e Iñárritu siguió demostrando en el cine su pulso regenerador y su maestría reconocida con varios oscars, entre ellos dos a la dirección por Birdman y El renacido o películas como Biutiful y Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. Mientras, Arriaga compaginaba sus dotes en el cine y nos desarmaba también con su inmenso talento para la literatura con novelas como El salvaje, Extrañas, Salvar el fuego, que fue premio Alfaguara, o ahora El hombre sin dejar el cine como director con Los tres entierros de Melquiades Estrada o Lejos de la tierra quemada.
Pero esta semana, en el Palacio Bellas Artes de la ciudad de México, apartaron sus diferencias, amarraron sus egos, enterraron el hacha del desencuentro y decidieron no perder más el tiempo para reconciliarse en público con ese abrazo en el que parecían ahogarse. A la vez, daban un ejemplo de generosidad gigante, otro acto conjunto de rebeldía más ante un mundo polarizado. Ojalá, además, revierta en un regalo firmado por ambos que todos podamos disfrutar cuanto antes mejor, para gozar de su visión conjunta y tan necesaria ante los espantos que nos rodean.