Mis 15 segundos de gloria en ‘Fantástico’ con José María Íñigo
El redactor de EL PAÍS Toni Polo echa la vista atrás para relatar en primera persona su aventura televisiva como invitado del programa en la España de los setenta
En los setenta, España pasaba las tardes de los domingos adormilada ante el televisor. Solo había un canal: si aparecía Amestoy, te lo tragabas; si daban La clave, te tragabas aquella tertulia entre niebla de tabaco; y si irrumpían el hombre de la tónica Schweppes o el del helicóptero de Tulipán, pues te los tragabas también. ...
En los setenta, España pasaba las tardes de los domingos adormilada ante el televisor. Solo había un canal: si aparecía Amestoy, te lo tragabas; si daban La clave, te tragabas aquella tertulia entre niebla de tabaco; y si irrumpían el hombre de la tónica Schweppes o el del helicóptero de Tulipán, pues te los tragabas también. José María Íñigo tenía un pedestal en esta España radioteleviosionespañoladicta. Cargaba con Fantástico, un programa de variedades con entrevistas, actuaciones musicales, más entrevistas, canciones —algunas en riguroso playback—, concursos, alguna entrevista más...
Un domingo de esos, Íñigo dijo que empezaban una nueva sección, que se llamaría ¿Y usted qué sabe hacer? “Si usted sabe hacer cosas raras, curiosas, algo que la mayoría de la gente no sepa hacer, escriba una postal al apartado de correos...”. Yo sabía hacer cosas raras. Algunas, muy raras. Estaba claro que me había llegado el momento. Envié esa postal. Pasé unas semanas pesadísimo (me imagino: insoportable...) hasta que desde Prado del Rey contactaron conmigo para invitarme a participar en el programa. Me pagaron 5.000 pesetas (uno de esos billetes lilas, equivalentes al aguinaldo de Navidad de cinco años...) y dos billetes de avión a Madrid (¡mi primer viaje en avión!).
Tras un ensayo general el sábado, en el que desplegué todo mi repertorio de anormalidades, Íñigo decidió que mi número estrella sería el de sacar las paletillas (que son los omóplatos) y no el gusano (mi auténtico número estrella: mover la barriga como si esta fuera una lombriz). Lo de hablar eructando (acaso mi más selecta especialidad) tampoco cuajó, claro.
El domingo, el día del programa, en apasionante directo desde el Estudio 1 de Prado del Rey, me parapeté entre bastidores mientras los compañeros de circo que me precedían desarrollaban sus habilidades a la vista de toda España. Cuando me tocó, me planté en el centro del plató descamisado, delgaducho, pero como un héroe, y saqué las paletillas, me giré hacia la derecha, me paré, moví esas alas huesudas, me giré a la izquierda, insistí en el movimiento, y volví a ello, de espaldas. Saludé con una inclinación tal como me habían enseñado y desaparecí.
Toda España miraba la tele. Eso equivale ahora a un 100% de share. ¡Ana Rosa Quintana comería de mi mano!”
De vuelta a la normalidad, en el colegio, en mi equipo de fútbol, en el barrio... me sentí como una estrella, aunque me dolió que mi maestro no hiciera ningún comentario. ¿No me vio? ¿No se daba cuenta de que tenía en clase a un niño famoso? ¿Le daba igual? Me había visto toda España. Porque, insisto, aquel domingo por la tarde, como todos los domingos por las tardes, todos los hogares tenían la tele encendida y la primera cadena sintonizada (juraría que la segunda, el UHF, no emitía los fines de semana). Eso equivale a un 100% de share, que se dice ahora. ¡Ana Rosa Quintana o Jorge Javier Vázquez comerían de mi mano!
Nunca me vi. No teníamos vídeo en casa (pocas casas en España lo tendrían). Por eso mi imaginación fue convirtiendo mi paso por la pequeña pantalla en una epopeya. Intenté dar con el vídeo de ese programa, en vano. Hasta que un buen día vi en Facebook la página Archivo RTVE (era 2017, ya ni veíamos la tele: buceábamos en redes sociales). Por allí pululaban clásicos de nuestra televisión patria: Félix Rodríguez de la Fuente con su lobo ibérico, Alaska en La bola de cristal, Mayra Gómez Kemp y Kiko Ledgard, María Luisa Seco, la familia Telerín… Ahí tenía que estar mi glamurosa actuación. Contacté. Solo les supe indicar que fue en la primera mitad de 1979 y que ese día actuó el Duo Baccara (Yes Sir, I Can Boogie… Sorry, I’m a Lady… ¡palabras mayores!). Dos meses después apareció colgado el Fantástico del 4 de febrero de 1979. El mío. Me tembló todo el cuerpo. Iba a verme en la tele 38 años después. Iba a teletransportarme a mi infancia. Iba a revivir ese momento mitificado de mi vida del que, en realidad (como pude comprobar), no recordaba casi nada.
Iba a teletransportarme a mi infancia, a revivir un momento mitificado de mi vida del que, en realidad, no recordaba casi nada”
Y me di de bruces con esa España. Un país que, mirado con los ojos de ahora, era gris, casposo, cutre... Fantástico, como antes Directísimo, fue un paso adelante en esa televisión, pero ahora nos chirría, claro, como dentro de 40 años les chirriará a mis nietos la televisión que se hace ahora. Lolita, la mismísima Lolita, con 20 años, abría el programa con una entrevista y no sé cuántas canciones; un show de lucha libre; juegos para los telespectadores vía telefónica; las Baccara, efectivamente, dándolo todo; una tertulia sobre toros; conexiones con la información deportiva: la quiniela había hecho récord de recaudación, 900 millones de pesetas; y el Español (entonces, todavía con ñ) estaba empatando a cero en el Molinón.
Y por fin, cuando se llevaba 1 hora y 16 minutos de Fantástico, justo después de que un ama de casa de Escalona de Alberche, provincia de Toledo, hiciera el sonido de la zambomba con la boca, José María Íñigo dijo: “Invitado número cinco, Antonio Polo, de nueve años. Mueve las paletillas”. Fueron 15 segundos hasta que desaparecí de la pantalla, dejando mi puesto al invitado número seis, un licenciado en Derecho de 25 años, que hacía el ruido de un bombardeo. Siguieron un cabo primero de la base aérea de Torrejón que “mueve el pelo y las orejas”; un empleado de la Telefónica de 20 años que “hace el sonido de la trompeta”; un comerciante de 49 años que “imita a un chimpancé”; o la última invitada, la número ocho, que “hincha un fuelle con el oído”. Era una España ahora lejana en el tiempo, pero, como dice Serrat, “eren els meus [temps] i han estat els únics” (Era mi tiempo, y ha sido el único).
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