‘Todo un hombre’, una disección parcial del ego masculino
David E. Kelley adapta la monumental novela de Tom Wolfe sobre un magnate inmobiliario en bancarrota con un estupendo Jeff Daniels a la cabeza, y aprovecha para analizar tipos de hombres y lo que provoca el tóxico choque entre ellos
La razón por la que la obra, frondosa, compleja, puro matiz corrosivo e incómodo, de Tom Wolfe no ha sido adaptada con éxito hasta ahora —ni siquiera Brian De Palma pudo con ella— tiene que ver con, precisamente, su condición de perverso juego a la contra, tan en exceso inteligente y malévolo —solía decir el escritor que él siempre estaba de parte de “la oposición”, y lo estaba en todo momento, casi ...
La razón por la que la obra, frondosa, compleja, puro matiz corrosivo e incómodo, de Tom Wolfe no ha sido adaptada con éxito hasta ahora —ni siquiera Brian De Palma pudo con ella— tiene que ver con, precisamente, su condición de perverso juego a la contra, tan en exceso inteligente y malévolo —solía decir el escritor que él siempre estaba de parte de “la oposición”, y lo estaba en todo momento, casi en cada línea de lo que fuese que estuviese escribiendo—, que resulta imposiblemente escurridizo. Y a la vez, espinoso. Después de todo, están en ella los grandes temas, tratados con una profundidad y una honestidad brutal. Ahí está Estados Unidos y sus crudísimas y despiadadas contradicciones, y ahí están, siempre y una y otra vez, los monstruos que ha creado y crea, sobre todo, el dinero, el poder del hombre blanco que el capitalismo hace creer invencible.
Epítome de todo eso es Todo un hombre, la novela que Wolfe publicó en 1998, y cuya adaptación acaba de estrenarse (Netflix). El guion corre a cargo de un genio de la televisión como David E. Kelley (Big Little Lies, Ally McBeal), y la dirigen Regina King y Thomas Schlamme, y se diría que el principal y más notable acierto está en el reparto. Está, sobre todo, en Jeff Daniels como Charlie Croker, el magnate inmobiliario que debe más de 1.000 millones de dólares a bancos —800 de ellos a su némesis en la historia, PlannersBanc, el lugar para el que trabaja un tal Raymond Peepgrass, el clásico “hombre pequeño” de la literatura rusa, un pusilánime aquí por completo desatado—, y que se niega a creer que su vida pueda desmantelarse por algo así. Porque él nunca ha perdido. ¿Cómo puede estar a punto de perderlo todo? Simplemente no puede.
Daniels, con su tono y su acento —de un sureño ridículo, ostentosamente paleto—, con su cuerpo —no es sólo que sea grande, es que es bruto, y su lenguaje corporal es buena parte del personaje— y su gesto —las miradas y hasta las muecas—, acentúa el poder corrupto del personaje, y hasta lo moldea, de manera que pasa, gradualmente, de ostentar un trono del que parece imposible verle caer, a no domesticarse, pero sí entender de qué forma puede, en ese nuevo mundo, sobrevivir. Porque lo dice él mismo, y de forma clara: “El mundo va a hacer que se extingan los hombres como yo”. Y he aquí el otro acierto de la adaptación —fascinante, pero irregular, en algún sentido, pequeña, o no a la altura de lo expuesto por Wolfe—, y es que, a la realidad de 1998, se le ha impuesto el presente, y lo que queda de la historia original son apenas vetas.
Sí, ahí está Croker siendo “todo un hombre”, es decir, siendo un clásico macho norteamericano blanco heterosexual —con intento de mujer trofeo, por más que no acabe siendo exactamente eso—, con un poder inabarcable, alguien admirable únicamente para otros hombres que aún no están ahí, pero que querrían estarlo —como el tal Peepgrass, interpretado, genial aunque algo tópicamente, por Tom Pelphrey—, y la manera en que cae es la manera en que lo hizo en 1998, sólo que su forma de parar el golpe es muy distinta. Kelley decide darle la vuelta al Me Too y utilizarlo para que esos hombres, esa suerte de depredadores de no sólo mujeres sino todos los demás, se devoren entre ellos, o traten de hacerlo, porque la honradez a la que se dirige —o que busca— Croker debe pasar por un sacrificio que tiene que ver con señalar a un viejo compañero.
Y se diría que la manera en que sobrevive a semejante artimaña —o la forma en que la ejecuta— dice mucho de la pervivencia de una masculinidad que se autoimpone una cima que nada tiene de real. Una cima que pasa, como repite una y otra vez el personaje, por ser tú mismo en un estado tan puro. Es decir, haciendo en cada momento lo que te viene en gana, y esto vale tanto para obligar a tus invitados a presenciar una violenta cópula entre caballos porque a ti te fascina, como para salvar al marido de tu secretaria, que ha acabado en la cárcel injustamente, aunque para ello tengas que gastarte un millón de dólares que sumar a tu deuda de más de mil. La empatía es, en todo momento, innecesaria y accesoria, de existir es, a menudo, poco más que un espejismo que refleja una humanidad de la que, en realidad, careces.
Pero de lo que se trata aquí es de narrar el final de uno de esos hombres. “Todo hombre tiene su final pero esa no es la tragedia. La tragedia es que se niegue a reconocerlo”, dice Croker, en un momento determinado de la historia, cuando los tiburones —otros hombres; olviden que las mujeres existen, esto va de tipos no siempre ricos pero sí siempre poderosos, en algún sentido, que se despellejan, y que lo hacen porque deben hacerlo para sentir que no han dejado de ser ellos mismos— lo tienen rodeado. Los tiburones son los banqueros, que representan un tipo de masculinidad pasiva, pero igualmente agresiva. Hay, se diría, gradaciones de agresividad, que en la cárcel a la que va a parar uno de los personajes, Conrad (Jon Michael Hill) —un hombre negro, de buena posición— alcanza su punto más alto.
Conrad introduce, de forma un tanto abrupta, el racismo, y la clase, pero lo hace torpemente: la suya es una especie de subtrama que crece en exceso, y trata de opacar a la historia principal, en un intento por, a la vez, rendir tributo al propio Wolfe —que incidió sabiamente en el racismo inherente a lo norteamericano, y en concreto, al hombre norteamericano, en sus historias, de existir un sexo débil, claramente, el único posible—, y ser justo, sin dejar bien claro en todo momento que la supervivencia del propio Conrad depende por completo de Croker, lo cual hace un flaco favor a la historia, y esa misma sensación de justicia. Y sin embargo, la miniserie —en la que, por cierto, brilla, y cómo, Diane Lane en el papel de exmujer de Croker, y amante de Peepgrass— logra esbozar algo parecido a una disección parcial del ego masculino, y su triste condena.
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