Los límites del ‘true crime’ en televisión: “No añadir más dolor al dolor”
La atención sobre los llamados crímenes mediáticos se ha visto multiplicada por la moda y la proliferación de plataformas. El grito de denuncia de Patricia Ramírez, madre del niño asesinado Gabriel Cruz, ha calado hondo
Los sucesos suelen ser hechos que retratan el lado más oscuro de la naturaleza humana y dejan ver los aspectos menos confesables de las personas: odios, rencores, venganzas, perversiones, crueldad, miedos… Los asesinatos, los crímenes, los homicidios, la violencia, en general, se sustentan en sentimientos comunes a todos y nos enseñan crudamente lo peor de lo que es capaz “uno de los nuestros”, otro ser humano. Nos dejan ver —o al menos, intuir— el mal que nos habita, el señor Hyde que llevamos dentro. Por eso, y porque nos educan y doman esas emociones desde niños para garantizar una buena vi...
Los sucesos suelen ser hechos que retratan el lado más oscuro de la naturaleza humana y dejan ver los aspectos menos confesables de las personas: odios, rencores, venganzas, perversiones, crueldad, miedos… Los asesinatos, los crímenes, los homicidios, la violencia, en general, se sustentan en sentimientos comunes a todos y nos enseñan crudamente lo peor de lo que es capaz “uno de los nuestros”, otro ser humano. Nos dejan ver —o al menos, intuir— el mal que nos habita, el señor Hyde que llevamos dentro. Por eso, y porque nos educan y doman esas emociones desde niños para garantizar una buena vida en sociedad, los sucesos captan poderosamente nuestra atención. Nos atrapan, generando una mezcla de desconcierto (incredulidad) y rechazo (negación), que demanda casi de forma ansiosa e inmediatamente una explicación: ¿Quién pudo hacer eso? (autor); ¿por qué? (el móvil); y ¿cómo? (el modus operandi).
Los sucesos mediáticos no son algo nuevo (desde las niñas del Alcasser hasta los casos de Diana Quer, Laura Luelmo, Bretón, el crimen de Almonte, el del pescaito, el de la niña Asunta, el de la guardia urbana de Barcelona…), pero las redes y la televisión a la carta, y la consecuente proliferación de plataformas junto al auge del true crime como propuesta de entretenimiento desde el sofá, han multiplicado la exposición de esos terribles casos y de sus protagonistas, interfiriendo en el duelo de los familiares y generando un desapego social para con las víctimas. El morbo por la violencia y el dolor ajeno se vuelve tremendamente impúdico y despiadado cuando se convierte en una forma más de entretenimiento.
El periodismo de sucesos, un género que goza de una histórica mala fama en el oficio —calificado muchas veces de “carroñero” por hurgar y nutrirse de muertes—, trata de dar respuesta a esas preguntas y de satisfacer esa imperiosa demanda, lo que entraña una gran dificultad y responsabilidad.
En primer lugar, los sucesos siempre nos precipitan, no hay previsión de que ocurran, no están nunca en la agenda, lo que implica una movilización casi inmediata al lugar de los hechos para obtener las primeras informaciones fidedignas. En segundo lugar, aclarar lo sucedido requiere un cierto manejo de las fuentes, para discriminar el grado de verdad y verosimilitud de las informaciones que se agolpan en torno a un crimen. En un suceso el periodista pisa siempre un terreno muy resbaladizo. Y en tercer lugar, los periodistas de sucesos nos movemos en el entorno de las víctimas, las personas que han sufrido el golpe, directa o indirectamente; y que suelen encontrarse en estado de shock.
Son precisamente los delicados entornos de las víctimas los que aportan más información tanto a los investigadores policiales como a los periodistas, que suelen coincidir en el lugar de los hechos. Se abre en ese momento una doble relación del periodista; por un lado, con el entorno de la víctima; y, por otro, con los investigadores policiales, con acceso directo a toda la información.
Comienza así un ejercicio de equilibrio en el que hay que calibrar como dar respuesta a las preguntas originales (¿quién?, ¿por qué?, ¿cómo?), sin acusar a nadie sin pruebas, por supuesto; pero, sobre todo, explicando lo sucedido “sin añadir dolor al dolor” de los afectados. A sabiendas de que todo lo que se publique podrá ser replicado y repetido en adelante por otros medios (escritos y audiovisuales), en redes sociales, en radios y podcasts, en libros, en series de televisión y documentales… Por tiempo indefinido, antes, durante y después del juicio, en caso de que se produzca.
La semana pasada, Patricia Ramírez, la madre del niño Gabriel Cruz, asesinado por la que era novia de su padre, Ana Julia Quezada, en 2018, repetía esa frase que marca un límite: “No añadir más dolor al dolor”. Lo hacía en sus últimas y precipitadas comparecencias públicas, en las que suplicaba que seis años más tarde de su muerte —”cuando ya se ha contado y filtrado todo, incluidas las autopsias”—, no se permita hacer ni emitir un documental en el que se le pone un micrófono en la cárcel a la asesina de su pequeño de ocho años. La primera mujer condenada a prisión permanente revisable en España, la que quiso engañarles durante los 12 días de búsqueda del pequeño haciéndoles creer que sus presuntos captores le soltarían, y que incluso llegó a poner pruebas falsas (una camiseta de Gabriel) en el camino de los investigadores. “¿Qué clase de sociedad somos o queremos ser si permitimos eso?”, preguntaba. “No es una serie, es nuestra vida; no es ficción, no somos actores”, insistía la madre de Gabriel.
Este sábado, en Almería, Patricia Ramírez enumeraba descarnadamente, en una desangelada rueda de prensa en el patio de luces de la diputación de Almería ―donde seis años antes las cámaras y los periodistas se agolpaban para asistir al velatorio de su hijo—, las consecuencias personales de la revictimización y de la “violencia mediática”.
“Tengo consecuencias físicas a raíz de toda esa difusión indiscriminada que se tienen que saber: neuralgia del trigémino, enfermedades inflamatorias, digestivas, recientemente un soplo al corazón, parestesias, adormecimiento, incontinencia urinaria, ataques de pánico, ansiedad generalizada, depresión…”, enumeró.
Dónde están los límites que enfrentan el derecho a la información y a la libertad de expresión con el derecho al duelo, a la intimidad y a la memoria de las víctimas de delitos violentos es un importante debate que pone en cuestión nuestra escala de valores como sociedad y como personas y/o consumidores. Es un debate abierto, sí, pero también con algunas respuestas en las leyes, que aluden al consentimiento de los afectados (Ley orgánica de Protección a la Infancia), y en el Estatuto de la Víctima. Y, por supuesto, con una respuesta ética y moral en cada uno de nosotros, que puede concretarse tocando la pantalla del móvil, apretando el botón del ratón, o el del mando a distancia.