‘The Bear’: cuando el amor por el trabajo es una estafa
La serie en la que todos los actores quieren participar ha pasado de una metáfora del estrés global a una carta de amor (agridulce) a la autoexplotación en el capitalismo tardío
Todo lo que nos hizo amar The Bear en su primera temporada se nos ha ido aguando en la segunda. Aquella primera tanda de asfixiantes (pero gloriosos) ocho episodios, una postal del caos en la cocina de un restaurante de Chicago, se sintió como una metáfora del estrés colectivo de 2022. Llámenlo el efecto Carmy, pero más allá de lograr que gritásemos “¡Yes, chef!” cada vez que nos calentábamos las sobras en la sar...
Todo lo que nos hizo amar The Bear en su primera temporada se nos ha ido aguando en la segunda. Aquella primera tanda de asfixiantes (pero gloriosos) ocho episodios, una postal del caos en la cocina de un restaurante de Chicago, se sintió como una metáfora del estrés colectivo de 2022. Llámenlo el efecto Carmy, pero más allá de lograr que gritásemos “¡Yes, chef!” cada vez que nos calentábamos las sobras en la sartén y no en el microondas, la historia de Carmen Carmy Berzatto (Jeremy Allen White) era mucho más que una serie sobre cómo salvar un negocio cochambroso. Algo había de nuestra ansiedad en la agonía de ese cocinero educado en fogones daneses que vuelve a casa para intentar salvar el local de bocadillos de ternera que regentaba un hermano que se acaba de suicidar. Si The Bear explotó de forma inesperada, si conquistó a crítica y público por igual, fue también por indagar en lo que pasa cuando has colocado en un pedestal a la masculinidad más tóxica, funcionar como una parábola de la adicción (drogas, trabajo, qué más da) y, de rebote, alertar de los peligros de la gentrificación y la deshumanización extrema del capitalismo tardío. ¿Cómo no íbamos a engancharnos a aquella trama si su historia era un reflejo de la nuestra, la de una sociedad quemada e insomne por del trabajo?
Ese objetivo también lo defendía el semidesconocido creador de la serie, Christopher Storer, un director y guionista criado en el suburbio de Park Ridge de Chicago que lleva dos décadas en Los Ángeles trabajando como productor de películas como Eighth Grade (2018) o dirigiendo episodios de Ramy o Dickinson. Desde los inicios, Storer quiso hacer una serie sobre dos temas que atraviesan de forma tangencial nuestro presente, más allá de si somos chefs o no: el dinero y el tiempo. Sobre el primero, el creador ha defendido en entrevistas que le costó muchísimo convencer a unos productores reacios a tocar ese tema, aunque él sabía que debía hablarse, todo el rato, de su influencia y de lo que cuesta conseguirlo para la supervivencia hoy en día. De lo segundo, sobre el tiempo como intangible y capital (más que nunca) social, también andaba obsesionado. Especialmente después de hablar con cocineros amigos que siempre le recordaban que sus restaurantes se habían comido su vida. Nada más importaba. Cuando entraban dentro de ese espacio, lo único que les obsesionaba era una cosa: la presión por cumplir con la salida marcial y ordenada de los platos aunque, su existencia, de puertas para afuera de esa cocina, no tuviese sentido ni anclaje porque su realización personal estaba volcada en su oficio.
Quizá el efecto boca oreja en la conversación cultural y el abrumador reconocimiento que logró tras esa primera temporada —ya acumula 50 nominaciones y 17 premios, entre ellos Emmys, Baftas y Globos de Oro— hayan provocado una deriva que ha hollywoodizado su segunda tanda y tamizado esa crítica social. Qué es, si no, ese capítulo seis, Fishes (Peces), con metraje que mira al cine (67 minutos frente a los 30 que duran de media el resto de episodios) y aspiraciones a epatar en lo formal a las secuencias claustrofóbicas de los hermanos Safdie. The bear ha vuelto convertida en la nueva niña mimada de la televisión, con más estrellas que una gala de los Oscar y con la impresión de que todo VIP había pegado codazos por aparecer en la serie de la que todo el mundo habla. Aquí se ha visto a Olivia Colman, Jamie Lee Curtis, Sarah Paulson, el cómico John Mulaney, Bob Odenkirk o Gillian Jacobs, entre otros, y hasta los directores de casting confirmaron al vertical Vulture que, efectivamente, tal había su efecto llamada que hasta algún iluminado les había mandado un vídeo haciéndose una tortilla francesa en su cocina y rogando por aparecer en el show revelación del año.
A quienes nos había enganchado la crítica social con la que había arrancado la serie, la decepción ha golpeado más fuerte frente a una segunda parte estilizada pero cargada de clichés que reformulan (de forma agridulce, eso sí) la fantasía del sueño americano. La del si te esfuerzas fuerte, pues claro que puedes. Puede que Carmy haya entendido que solo alcanzará la excelencia a costa de dejar escapar al amor de su vida (irrita a estas alturas la falta de capas y lo simplista del personaje de Claire, Molly Gordon merecía mejor personaje que una manic pixie dream girl de los inicios de los 2000) o que el show incida en la paradoja de todo lo que nos perdemos por culpa de la vocación como pasa con el tierno Marcus (Lionel Boyce). Pero es en personajes como Richie (Ebon Moss-Bachrach) donde la trampa de la realización capitalista se hace todavía más evidente.
En Tenedores (Forks), el capítulo que protagoniza y que es tan hermoso como sonrojante, se destapa la esencia que emana esta temporada. Es en su trama donde se acelera sin frenos hacia lo que el escritor Joshua Clover defendió como la “trampa de la afirmación”: o cómo los trabajadores hemos asimilado nuestra autoexplotación como una premisa de supervivencia. Y no solo eso, la línea que separa esa sonrisa perenne en el puesto de trabajo y el amor que le prodigamos a lo que hacemos es cada vez más difusa. Richie es el sujeto que mejor representa la privatización del estrés en la que vivimos inmersos: esa teoría neoliberal que nos ha hecho creer que si no tienes trabajo es porque no lo has hecho lo suficientemente duro (y sin cobrar, claro). La que nos adoctrina no solo en pensar en que deberíamos sentirnos naturalmente inclinados a quererlo. Es pensar que la libertad solo existe gracias a él. Es lo que te hace persona, lo que define quién eres. Lo que te ordena la vida. Como al bueno de Richie, quién no va a querer lo mejor para él y que todo le salga bien, en Tenedores.
La teórica y activista Silvia Federici escribió que “no hay nada que liquide con más eficacia nuestra vida como el proceso en el que las tareas y las relaciones que nos hacen felices se convierten en trabajo”. La cita la recoge la periodista Sarah Jaffe en El trabajo no te corresponderá (que ha traducido ahora del inglés original al catalán Ara Llibres), un ensayo en el que denuncia por qué hemos acabado trabajando más horas que nunca, cómo se espera que estemos disponibles hasta cuando hayamos salido del trabajo y cómo nos han colado la milonga de que eso, además, nos debería hacernos sentirnos completos y realizados, felices. “En resumen: el amor por el trabajo es una estafa”, sentencia tras su investigación. Que alguien haga el favor de transmitírselo a Carmy para ahorrarnos más disgustos en la tercera temporada.
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