Cómo ‘La maravillosa señora Maisel’ se convirtió en un clásico que es a la vez una ‘rara avis’ de la televisión contemporánea
La quinta y última temporada de la serie de Amy Sherman-Palladino es una obra maestra, un fascinante vodevil de posibilidades narrativas que fue, desde el principio, una carta de amor a la amistad entre dos mujeres
Amy Sherman-Palladino debería tener una estrella en su honor en alguna parte. Una que brillara con tanta intensidad como ha brillado, desde el principio, y a contracorriente, esto es, inventándose un género exuberantemente narrativo cada vez, todo aquello que ha hecho. La temporada final de La maravillosa señora Maisel (Amazon Prime Video) es el último ejemplo —y el más ardorosamente libre y perfecto...
Amy Sherman-Palladino debería tener una estrella en su honor en alguna parte. Una que brillara con tanta intensidad como ha brillado, desde el principio, y a contracorriente, esto es, inventándose un género exuberantemente narrativo cada vez, todo aquello que ha hecho. La temporada final de La maravillosa señora Maisel (Amazon Prime Video) es el último ejemplo —y el más ardorosamente libre y perfecto— de ello. El adiós de Midge Maisel es a la vez un recital de reinvención del medio —hay televisión dentro de la televisión—, de cualquier forma de espectáculo, y una oda a todo aquello que Sherman-Palladino ama y que la ha convertido en un oculto y nada cómodo, por ser en exceso outsider o, en algún sentido, retrovanguardista, puntal de la televisión del siglo XXI.
No era nada sencillo poner el broche a la historia de la stand up comedian, la genio del monólogo de club nocturno, más aparatosamente famosa de la historia —la historia que podría haber sido si el mundo fuese una ficción de Amy Sherman-Palladino—, y, sin embargo, la frustrada boda con Philip Roth e infinidad de cruces con lo real —y canónico, legendario— mediante, la creadora de Las chicas Gilmore eleva el listón tan inesperada y hondamente que esta quinta temporada podría perfectamente funcionar como obra autónoma. Todo en ella se contrae y se expande, en un juego entre presente —la línea temporal que seguía la serie— y futuro que hace de la historia del personaje un universo propio, cerrado y paralelo.
Cuando la cosa arranca, seguimos en algún momento de los años sesenta, y Midge Maisel (una insustituible, y ya para siempre Rachel Brosnahan) acaba de aceptar un empleo como guionista en el programa televisivo de mayor audiencia del momento, The Gordon Ford Show, y está siendo objeto de burla —en realidad, ni siquiera eso, pues nadie parece estar viéndola— de sus compañeros —todo hombres— en la sala de guionistas. Mientras eso ocurre, Susie Myerson (Alex Borstein aquí en mejor forma que nunca) empieza a tener problemas con su par de socios —de la mafia— lo que complicará la vida de una y otra en esa línea temporal (el pasado-presente) que esta vez será cruzada, y sacudida y ampliada, por un futuro en el que Midge Maisel es una vieja gloria.
Don Quijote y Sancho Panza (en femenino)
Sublimando la fórmula teatralizada que la convirtió, desde el principio, en una rara avis barroca y decididamente no complaciente —no solo los diálogos parecen estar escenificándose, todo en ella lo está, gracias a la perfección de sus brillantes y coreografiados planos secuencia—, y añadiéndole una epatante clase con aspecto de carta de amor a su ciudad (Nueva York) y, otra vez, a la maldición de los hijos únicos —y los padres infantilmente neuróticos—, esta quinta y última temporada muestra al fin todas las cartas, y entre ellas la única que ha importado desde el principio: la de la amistad entre dos mujeres —suerte de Don Quijote y Sancho Panza en femenino— que se han hecho la una a la otra, sin soltarse, manteniéndose exultantemente en pie en todo momento.
El capítulo seis —escrito por Daniel Palladino, marido de la creadora y mano derecha desde Las chicas Gilmore— es un prodigio en ese sentido y en todos los demás, y debería figurar en algún tipo de anales de la historia de la televisión como un clásico de la narración en múltiples formatos —la tercera persona, el narrador no fiable, la primera fuera de lugar, el pasado por capas, el futuro presente, la televisión dentro de la televisión—, y de aquellos capaces de condensar el inesperado motor de la serie —su casi destrucción, y a la vez, su cura— en apenas unos minutos. La manera en que se presenta el conflicto —Midge y Susie discutieron en algún momento, y llevan años sin hablarse— para, a renglón seguido, solucionarlo con un disparo redentor en forma de frase maestra capaz de alcanzar al espectador, es de órdago.
Porque sí, Susie Myerson, la futura famosa representante de todo tipo de artistas, se topó una noche en el mítico Gaslight con una crisis nerviosa —un ama de casa que huía de su hogar, en realidad de un marido que estaba teniendo una aventura, pero también de una vida que había empezado a perder el sentido— y la transformó en una carrera, en realidad, en otra vida. Le permitió creer a la señora Maisel que aquello que hacía tenía sentido, más sentido que todo lo demás, y luego impidió que dejase de creerlo en ningún momento. Hay algo redentor respecto a la idea misma de la creación en esta despedida de La maravillosa señora Maisel, y es algo que tiene que ver con la necesidad del otro para, no brillar, sino sentir que debes hacerlo, aunque al mundo le traiga sin cuidado.
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