El año que no hubo campanadas
El siglo XIX tuvo su 98 con la pérdida de Cuba y Filipinas; el siglo XX tuvo su 89 con la pérdida, directamente, de 1990
1990 lo recibimos con una uva en la mano camino a la boca, esperando a que sonasen las campanadas. Cuando empezaron a sonar, dijo la presentadora Marisa Naranjo: “Estos son los cuatro cuartos. Notarán que el sonido es diferente, los cuartos a las campanadas”. Nunca un país obedeció tanto, nunca más de treinta millones acataron semejante chorrada sin chistar: nunca España estuvo más unida que ...
1990 lo recibimos con una uva en la mano camino a la boca, esperando a que sonasen las campanadas. Cuando empezaron a sonar, dijo la presentadora Marisa Naranjo: “Estos son los cuatro cuartos. Notarán que el sonido es diferente, los cuartos a las campanadas”. Nunca un país obedeció tanto, nunca más de treinta millones acataron semejante chorrada sin chistar: nunca España estuvo más unida que cuando se quedó con la uva en la mano oyendo las campanadas creyendo que eran cuartos. Cuando terminaron de sonar, dijo Naranjo: “Bueno, pues aquí comienzan las doce campanadas”. Acercamos la uva a la boca, impacientes. Hubo un silencio agradable, de expectación; luego un silencio helado y terrorífico. Tracas y gritos en la Puerta del Sol. Mi tía llenando la copa mirando de reojo la tele: “Nosotros qué somos, ¿Canarias?”. Y Marisa Naranjo ejecutando un histórico circulen: “Ha terminado 1989. Deseo que se hayan tomado las uvas sin precipitación y de acuerdo a como hayan sonado”. Mi abuelo no aguantó más y le dio un bastonazo a la televisión que la puso a temblar: “¡Porque lo digas tú! ¡Terminó el año porque lo digas tú!”. A mi tía, al borde de las lágrimas, le dieron varias arcadas y mi madre la acompañó al pasillo. “Esto es cosa de los socialistas”, repetía. Estalló el caos en la mesa. Las uvas sin comer, las campanadas sin dar y mi primo futbolero como una cuba agarrándome del jersey: “Los cuartos, siempre nos joden en los cuartos”. Mi abuela se acercó a nosotros, los niños, para pedirnos que nos fuésemos a la habitación. Yo me desesperé: “¿Pero las uvas?”. Y ella, dándome empujoncitos mientras me sacaba del salón: “Si te quedaste con hambre te saco más bacalao”.
El siglo XIX tuvo su 98 con la pérdida de Cuba y Filipinas; el siglo XX tuvo su 89 con la pérdida, directamente, de 1990. Fue apoteósico porque retrató nuestros vicios de una manera perversa. En casa comíamos las uvas mal todos los años, pero esa Nochevieja se ve que teníamos pensado comerlas bien. Había alguien a quien culpar, la ignorancia sería redimida por un error externo: no hay mayor paraíso para un español. De tal forma que mi tío, levantando la voz, dijo: “¡Por eso las comíamos mal siempre, por eso!”. Mi abuelo estuvo al teléfono hasta las dos de la mañana pidiendo hablar “con televisión española”. Yo no sabía quién era Marisa Naranjo pero la suponía sentada en el alféizar de una ventana mirando el vacío como las protagonistas de las películas que me gustaban, siempre entre el suicidio y el champán. En días posteriores llegaron a la tele miles de cartas pidiendo explicaciones con una cantinela imperturbable: “esta vergüenza se ha pagado con nuestros impuestos”, que soy yo el Gobierno y digo “tienen razón, vamos a subirlos para tener al próximo año explicando las campanadas a David Attenborough”. No hay nochevieja que no me acuerde de Marisa Naranjo, entre otras cosas porque tengo menos idea que ella de cuándo son cuartos y cuándo campanadas, ni tengo pensado aprendérmelo, y creo además, como buen gallego, que cuando te ponen doce uvas delante lo mejor que puedes hacer es pisarlas.