Desprecio
A alguien al que pillan en las calles portando bombas o metralletas le pueden acusar lógicamente de terrorismo. No comprendo que no lo hagan con los fiesteros, sus alborotadas hormonas y sus ganas de placer
Tengo una prima que ejerce conmigo de ángel protector, confidente tan comprensiva como pragmática, buscadora de soluciones, empeñada en lograr que me sienta menos solo. Lo cual es complicado, ya que a pesar de mi provecta edad, soy tan problemático como un jovezno desquiciado. Ella, su marido, su hija y su yerno son médicos y tres de ellos han estado en la vanguardia de la guerra durante todo el horror. Con mi lógico acojone, rezando aunque sea agnóstico para que no les embistiera el monstruo. Y se crean justas odas a la heroicidad de los combatientes, al riesgo que afrontaron. A mí me va much...
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Tengo una prima que ejerce conmigo de ángel protector, confidente tan comprensiva como pragmática, buscadora de soluciones, empeñada en lograr que me sienta menos solo. Lo cual es complicado, ya que a pesar de mi provecta edad, soy tan problemático como un jovezno desquiciado. Ella, su marido, su hija y su yerno son médicos y tres de ellos han estado en la vanguardia de la guerra durante todo el horror. Con mi lógico acojone, rezando aunque sea agnóstico para que no les embistiera el monstruo. Y se crean justas odas a la heroicidad de los combatientes, al riesgo que afrontaron. A mí me va mucho la lírica y el énfasis, pero cada vez que hablaba por teléfono con ellos se limitaban a decirme que se encontraban bien, un poco cansados a veces, que solo intentaban hacer su trabajo. Se expresaban con naturalidad, sin pedir honores. O sea, tienen lo que hay que tener. Es lo que asocio a un concepto admirable llamado profesionalidad. Eso sí, el marido de mi prima no dudó ni un segundo en darme la cifra de sus pacientes muertos cuando yo le pregunté. Y siempre zanjaban el tema diciéndome: “Vamos a hablar de otra cosa”.
Pienso en ellos ante el inmundo espectáculo de la gente que transgrede las sagradas reglas para desterrar al bicho, en los botellones de los que se sienten invulnerables y rabiosamente jóvenes, los hinchas descerebrados del fútbol, los que siguen festejando juntitos y sudorosos las tradiciones de sus ciudades, la vocación amorosa y viajera del principito belga, la barbarie de ese millonario tenista celebrando desbocadamente una fiesta con su embarazada esposa y sus entrañables amiguetes.
No creo que las multas o la orden para que se dispersen sean suficiente castigo, a alguien al que pillan en las calles portando bombas o metralletas le pueden acusar lógicamente de terrorismo. No comprendo que no lo hagan con los fiesteros, sus alborotadas hormonas y sus ganas de placer. En el trullo dispondrían del suficiente tiempo para pensar en su repulsivo desprecio hacia los enfermos y los ancianos, hacia los demás. Y en el precio que hay que pagar por ello.