Las amas de casas de mármol toman España
Netflix trae a España ‘The Real Housewives’, el fenómeno que reinventó el ‘reality’ que arrasó en EE UU
El primer dardo de The Real Housewives of Beverly Hills (literalmente, Las verdaderas amas de casa de Beverly Hills) está en su nombre. En este programa de telerrealidad que Netflix acaba de añadir a su catálogo español, un ama de casa ya no es una mujer que hace las labores del hogar. Al contrario: tiene a un ejército de trabajadores a su servicio. Sin embargo, algo socarrón subyace en el título: su existencia es, en sí misma, un oficio. Desde que se levantan hasta que se acuestan están labrándose un estatus –en algunos casos heredado ...
El primer dardo de The Real Housewives of Beverly Hills (literalmente, Las verdaderas amas de casa de Beverly Hills) está en su nombre. En este programa de telerrealidad que Netflix acaba de añadir a su catálogo español, un ama de casa ya no es una mujer que hace las labores del hogar. Al contrario: tiene a un ejército de trabajadores a su servicio. Sin embargo, algo socarrón subyace en el título: su existencia es, en sí misma, un oficio. Desde que se levantan hasta que se acuestan están labrándose un estatus –en algunos casos heredado de sus maridos– que exige maratonianas jornadas de compras, una agenda de eventos como la de un ministro y algo parecido a un uniforme laboral que implica joyas cegadoras, tacones de hechuras arquitectónicas y una belleza canónica obra del bisturí.
The Real Housewives of Beverly Hills narra las vidas de seis mujeres ricas que viven en una de las zonas más distinguidas de Los Ángeles. El enorme éxito del formato lo ha convertido en una franquicia que, como las sedes de unos grandes almacenes, se ha extendido a los barrios y las ciudades más ricas de Estados Unidos. Su llegada a Netflix permitirá a los españoles entender por fin un fenómeno de culto en Estados Unidos que ha creado una saga millonaria con 24 adaptaciones en todo el mundo, cientos de imitaciones y fans devotos entre los que se encuentra Michelle Obama.
Cuando se intentó adaptar en España (La Sexta emitió dos temporadas de Mujeres Ricas en 2010) no fue recibido con tanto fervor. Esa celebración del lujo que enloquece en Norteamérica no encontró su lugar en nuestro país. Ver a mujeres presumir de brillantes en el tocador y estanques en el jardín puede resultar erotismo para un protestante, pero pornografía para un católico. Su barroquismo estético (¿cuánto mármol blanco, apliques dorados, madera púrpura, relojes suizos y peonías frescas caben en un mismo plano?) atenta de tal modo contra el juicio del espectador que a los 10 minutos de comenzar el primer episodio concluimos rápidamente que Kim, la que vive en una casa valorada en un millón de dólares, es pobre de solemnidad. Atendamos, si no, a lo que comenta otra de ellas, Camille, ante la posibilidad de tener que mudarse durante unos meses a su apartamento en Nueva York de 325 metros cuadrados con enormes ventanales desde los que se divisa todo Manhattan: “No sé si podré vivir en un lugar tan pequeño”.
The Real Housewives of Beverly Hills es escapismo puro y exquisito, de ese que solo podemos apreciar en los peores tiempos. Tras la Gran Depresión, la revista Life llegó a vender un millón de copias a la semana gracias a centrarse en fotografías de grandes barcos, mujeres en bikini y fastuosos edificios, obviando un elemento siempre incómodo y feo del paisaje: la realidad. Estas mujeres viven en la suya propia y además la conocemos a la perfección porque resucitan un viejo arquetipo que había desaparecido, el de la gran villana en la mejor tradición de los culebrones de los ochenta o los melodramas de los cincuenta, ese tipo de mujer rica, deslenguada e imprevisible que celebra la feminidad plástica y reivindica su propia idea del autogobierno matriarcal a golpe de mirada gélida.
En esta realidad los hombres tienen, si acaso, un papel anecdótico y meramente destinado a hacer eso que en teatro se llama “dar el pie”. En un episodio especialmente revelador en el que todas las mujeres se van a Nueva York, sus maridos quedan para cenar y en un momento de la velada, abrumados por su propia intrascendencia de corbata a rayas y zapato Oxford, uno de ellos exclama: “¡Somos tan aburridos!”.
Sería sencillo reducir The Real Housewives a la categoría de grand guignol destinado a mujeres amantes del melodrama y homosexuales con gusto por la ópera, pero tiene suficientes armas para atrapar al espectador despistado al que se le ocurra ver un solo episodio: hay en ella algo enormemente liberador (no habla del arduo y aburrido acto de ganar dinero, sino del placentero arte de derrocharlo), algo profundamente catártico (tormentas de reproches confesionales regados con cócteles tamaño sopera actúan a modo de terapia para cualquiera que oculte un secreto) y algo radicalmente honesto (este programa tiene esa cualidad inaudita y valiosa de ser exactamente lo que pretende ser y dar a su público exactamente lo que le pide).
Pero que nadie se espere tramas propias de Dinastía. Todo lo que les ocurre a estas mujeres es, al contrario que ellas, minimalista: una frase pronunciada en el capítulo tres desata una pelea monumental en el siete; los demonios de la soledad en una relación amorosa que se ha convertido en empresarial –en realidad, esa es la gran subtrama silenciosa del programa– se salda con una mirada y un suspiro de tristeza en medio del enorme cuarto de estar. Kim, Camille, Lisa, Taylor, Adrienne y Kyle residen en casas gigantes que acaban pareciéndonos cabañas y sufren dramas de baja intensidad que acaban pareciéndonos explosiones nucleares. El gran hallazgo de The Real Housewives of Beverly Hills es, como en todo buen programa de telerrealidad, reducir cualquier sentimiento a la categoría de caricatura. Es lo llamativo de estas vidas privilegiadas: en ellas todo lo monumental resulta insignificante y todo lo insignificante resulta monumental.