Un niño de nueve años vivió solo durante dos en un pueblo de Francia. ¿Por qué nadie vio nada raro?
Una mujer es condenada a llevar seis meses un brazalete por abandonar a su hijo, que iba a la escuela aseado, era buen estudiante y se alimentaba con conservas
Se suponía que las ciudades eran el lugar donde los humanos tendían a aislarse y donde nadie conocía a nadie, el paraíso, o infierno, del individualismo. En los pueblos, en cambio, había una comunidad. Todos se conocían. Se ayudaban o, al menos, se observaban.
Pero no siempre es así. Basta mirar lo que sucedió, entre 2020 y 2022, en Nersac, un municipio de 2.400 habitantes en el oeste de Francia. Este es el caso de un niño que vivió solo y sin adultos en un apartamento de un complejo de viviendas sociales en el pueblo. D...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Se suponía que las ciudades eran el lugar donde los humanos tendían a aislarse y donde nadie conocía a nadie, el paraíso, o infierno, del individualismo. En los pueblos, en cambio, había una comunidad. Todos se conocían. Se ayudaban o, al menos, se observaban.
Pero no siempre es así. Basta mirar lo que sucedió, entre 2020 y 2022, en Nersac, un municipio de 2.400 habitantes en el oeste de Francia. Este es el caso de un niño que vivió solo y sin adultos en un apartamento de un complejo de viviendas sociales en el pueblo. Durante tiempo, nadie vio nada raro.
Entre los 9 y los 11 años, se alimentaba de conservas y bollos y a veces de tomates que arrancaba del huerto de una vecina. Pasó temporadas sin electricidad ni calefacción, y sin agua caliente. Algunos días, para dormir se tapaba con tres edredones. Iba a la escuela como cualquier otro niño, limpio y bien vestido. Era buen alumno.
La madre y entonces tutora legal lo había dejado en el piso y se había marchado a vivir con su compañera a 15 kilómetros de distancia. De vez en cuando le traía comida en su motocicleta o iban de compras al supermercado local. Después, volvía a marcharse. Y ahí, autónomo y casi autosuficiente, se quedaba el chico. Así durante dos años.
Hay vecinos que han explicado que veían al niño en la ventana o que escuchaban de noche cómo golpeaba las tuberías de la calefacción, quizá para entretenerse.
Era un pueblo relativamente pequeño, en las afueras de la ciudad de Angulema, pero nadie decía nada, o no le daba mayor importancia. Hasta que un vecino llamó a la gendarmería preguntando si alguien de esa edad podía vivir solo. Así levantó la liebre.
Los gendarmes investigaron. La madre fue acusada de “abandono de menor comprometiendo su seguridad”. El juicio se celebró el día 16. La madre, de 39 años, fue condenada a una pena de un año y medio de prisión, de los que tendrá que cumplir seis meses con un brazalete electrónico, explica el Tribunal de Angulema.
En el juicio, la madre lo negó todo. Afirmó que el hijo vivía con ella, pero la gendarmería, por medio del seguimiento de su teléfono, demostró que no era así y que, en contra de lo que ella aseguraba, tampoco lo acompañaba a la escuela. Ella alegó que se olvidaba el móvil en casa.
“Parecía apenada, triste, pero no reconoció en absoluto haber abandonado a su hijo, decía que no era verdad, aunque hay pruebas que muestran que este niño vivió solo en este pequeño apartamento”, explica por teléfono Antoine Beneytou, reportero de sucesos del diario Charente Libre, que cubrió el juicio y escribió la crónica que la semana pasada dio a conocer el caso, con todos sus detalles. “Hablamos de un contexto de precariedad social”, añade, “y sobre todo de falta de vínculo social entre los vecinos, la escuela, la gente... Mucha soledad.” El padre estaba ausente, en otro municipio, y no ha sido acusado ni juzgado.
Apunta, desde La-Seyne-sur-Mer, junto al Mediterráneo, el neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, en referencia al niño de Nersac: “Es un caso frecuente.” Cyrulnik, hijo de judíos que murieron en el Holocausto, contribuyó con su obra y sus investigaciones a popularizar el término de resiliencia. “Antes”, explica, “cuando había una familia y un pueblo alrededor de la familia, si la madre se desentendía del hijo, no tenía demasiada importancia, porque el resto de la familia y el pueblo entero se ocupaban del niño. Ya no es así”.
El autor de libros como Los patitos feos (publicado en castellano, como el resto de su obra, por Gedisa), explica: “He seguido muchos casos, casos de niños aislados en condiciones mucho más crueles que este chico”. Cita el de un bebé al que su madre dejaba solo en una bañera vacía, “sin estimulación ni alimentos”. “Sabemos que el aislamiento sensorial en los primeros meses de vida es una grave disfunción cerebral”, explica, “y, si dura más tiempo, una agresión cerebral: la anatomía del cerebro se ve modificada”.
Pero el niño de Nersac era mucho mayor y Cyrunik lanza la hipótesis de que en los primeros mil días de su vida debió de estar rodeado por adultos y protegido, lo que pudo armarlo para poder vivir solo a los nueve años. Cita otra caso más cercano por edad, aunque mucho más grave: el de David Bisson, que en 1982, con 12 años, escapó del cautiverio en el que había estado desde los 4, encerrado por sus padres en un baño y en un armario.
El psiquiatra Tony Lainé, que lo trató, explicó en el prólogo del libro El niño tras la puerta que le había sorprendido la inteligencia, la expresión y la lucidez del niño. Añadía: “Comunicaba su historia con un lenguaje elaborado y preciso”. Y especulaba: “En el fondo del armario, privado de lo esencial, y sobre todo de los juegos que son tan necesarios para el niño que quiere crecer, sin duda David escuchó mucho y jugó mucho con las palabras y las imágenes que le llegaban, y con los cuentos que producía en su cabeza”.
“Hay muchos casos de niños traumatizados”, comenta Cyrulnik, “que se refugian en la comprensión, y esto les salva. El hecho de reflexionar e intentar comprender les crea un mundo íntimo, mientras que el mundo exterior está vacío, puesto que la madre los ha abandonado”.
Un interrogante es por qué los vecinos de Nersac no avisaron antes, por qué la escuela no se dio cuenta, por qué el robusto Estado del bienestar francés tardó en detectarlo.
“Creeríamos que en el campo todo el mundo se conoce”, observa el periodista Beneytou, “pero es lo contrario, la gente cada vez está más replegada en sí misma”.
Una vecina anónima ha afirmado a la cadena TF1: “Con una amiga le dijimos [a la madre] que no lo dejase solo, y nos dio a entender que no era nuestro problema y que ella estaba ahí”. En un reportaje en Charente Libre, una vecina del barrio lamenta: “Aquí ya no conocemos a nadie. Esto ha cambiado tanto, sobre todo desde la pandemia. Incluso en el edificio, pasamos días sin vernos”.
Otro interrogante es por qué el niño no avisó a nadie, a ningún profesor, o compañero de clase, o vecino. Según Cyrulnik, hay una explicación: “Le habría dado vergüenza decir: ‘Vivo solo y mi madre me abandona’. Los niños aislados se avergüenzan de no tener padres como los demás. Esconden esta privación afectiva. Pueden encontrar en la escuela sustitutos afectivos y se implican mucho en la escuela, que es un precioso factor de resiliencia”.
La psiquiatra infantil Christine Barois, consultada por el diario Le Parisien, cree que el niño “pudo tener adultos en el exterior, como un profesor o un vecino, que lo ayudaron para ser resiliente”. Otro experto, Gilles-Marie Valet, dice en el mismo diario que el abandono pudo haber sido progresivo: “Diríase que no hubo un traumatismo real que bloquease o perturbase su desarrollo psicoafectivo”.
El niño vive desde hace un año con una familia de acogida. La madre ha ido a verlo dos veces. “No soy una mamá sobreprotectora”, dijo en el juicio. “Pero sigue siendo mi hijo”.