Opinión

Morirse ahora

Solo algunas personas discretas como tú habrían elegido marcharse en un momento donde el ruido, el miedo y el rigor del metro y medio prohíben los abrazos

Las Ramblas de Barcelona vacías por el estado de alarma, este lunes.David Ramos (Getty Images)

La única ventaja de no marcharse el último iba a ser esperar tranquilo a que vinieran tus amigos a decir adiós. Lo imaginamos tantas veces. Reunirnos todos, hablar de ti, bajar al bar a emborracharnos y aplazar al máximo pedir la cuenta. La despedida, al menos eso siempre quedó claro, era el día que nadie pensaría arrebatarnos. Ya ves, también en eso hemos cambiado. Solo algunas personas discretas, 2.182 de este contador macabro y las que ya nadie enumera porque no os tocó ser parte del problema, habrían elegido marcharse en un momento donde el ruido, el miedo y el rigor del metro y medio proh...

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La única ventaja de no marcharse el último iba a ser esperar tranquilo a que vinieran tus amigos a decir adiós. Lo imaginamos tantas veces. Reunirnos todos, hablar de ti, bajar al bar a emborracharnos y aplazar al máximo pedir la cuenta. La despedida, al menos eso siempre quedó claro, era el día que nadie pensaría arrebatarnos. Ya ves, también en eso hemos cambiado. Solo algunas personas discretas, 2.182 de este contador macabro y las que ya nadie enumera porque no os tocó ser parte del problema, habrían elegido marcharse en un momento donde el ruido, el miedo y el rigor del metro y medio prohíben los abrazos.

Morir ahora, como en las guerras que ya casi ninguno vimos, se ha vuelto un mal negocio. También para las funerarias, donde ayer entramos de uno en uno a pagar la deuda y nos largamos. Ahora son cifras, cadáveres, curvas y, en el mejor de los casos, picos que deberían estar ya pasando. En Italia, de dónde nos tuvimos que volver hace 26 días cuando todo esto casi ni había empezado, se fueron 627 personas solo el día de tu santo. Una masacre general en la que cada uno habrá tenido que expiar lo suyo. Aquí, ya sabes, colapsó una infancia junto a la cama de hospital. Una patria edificada en la escalerilla verde del espigón de Santa Pola, en el asiento trasero del Renault 18 gris que atravesaba la A7 en verano, en la horchata y los arroces del domingo. También en las broncas, en las colillas de Habanos, en los fracasos y en lo de la cárcel que casi nunca hablamos. Todo eso se fue yendo estos días mientras, a través de la ventana, corría gente con rollos de papel de baño. Supimos enseguida que iba a ser difícil despedirnos.

Mi padre, un hombre que prefirió siempre la defensa a jugar de delantero, fue al final una pantera entre barrotes. Me lo explicó mi madre rescatando a Rilke en su pequeño iPhone 4 destartalado cuando crecía ya el ruido fuera de la habitación. Aquí también terminaron faltando recursos y sobrando nervios. Nadie en esta trinchera, por muy bueno que fuera, estaba preparado. Ni siquiera, a quién le extrañaría, para distinguir entre los casos. Un paciente es hoy también un sospechoso y un hospital, una comisaría. La 534, la 507, la 427 y la 305. Le trasladaron cuatro veces en una romería infinita, la última mientras llegaban ambulancias y entraban camilleros de otros centros sanitarios. Él murió de lo suyo en un hospital privado de Barcelona que esta guerra y lo que es justo hicieron público cuando la realidad lo pidió a gritos. El domingo salió por la puerta de atrás sin hacer ruido. Elegimos un mal día para dejar de fumar.

La última vez que hablamos, decidimos desafiar a Dios desde la recepción desierta del hospital y pagar tres días más la televisión del cuarto. Perdimos, claro. Los amigos, ya ves, se enterarán ahora de que te has marchado a la francesa. Nosotros no pudimos darnos la mano sin lavárnosla cien veces con ese alcohol azul que nos ha borrado las huellas de los dedos y el sentido del humor. Las cicatrices de esto las llevaremos mucho tiempo, sin la mascarilla con la que tuvimos que decir adiós y el olor a ese maldito gel de manos. Nosotros estaremos bien, tú no te preocupes, no discutiremos con la mamá. Buen viaje, Pepe.

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