“No me toques”
Hay gente que sale corriendo en cuanto alguien estornuda en la otra esquina y gente que sigue corriendo por el parque, como todas las tardes
Noli me tangere no es el nombre de la canción del verano italiano de 1974 sino lo que la mitad de la gente lleva escrito en la frente estos días en Madrid: No me toques. No te acerques. No me abraces ni me hables ni me tosas. La otra mitad, o la otra mitad de la mitad, va como si no pasara nada, andando por la calle Fuencarral y entrando en las 1.000 tiendas y tocando lo que tengo que tocar y bebiendo las cervezas que se tenga que beber.
Esto empieza a parecer el Atleti contra el Real Madrid, dos ciudades muy distintas que no se van a entender nunca. Gente que se come una hamburg...
Noli me tangere no es el nombre de la canción del verano italiano de 1974 sino lo que la mitad de la gente lleva escrito en la frente estos días en Madrid: No me toques. No te acerques. No me abraces ni me hables ni me tosas. La otra mitad, o la otra mitad de la mitad, va como si no pasara nada, andando por la calle Fuencarral y entrando en las 1.000 tiendas y tocando lo que tengo que tocar y bebiendo las cervezas que se tenga que beber.
Esto empieza a parecer el Atleti contra el Real Madrid, dos ciudades muy distintas que no se van a entender nunca. Gente que se come una hamburguesa en el vagón del metro y que se la pela todo y gente que va con guantes de ginecólogo hasta en el salón de casa. Gente que sale corriendo en cuanto alguien estornuda en la otra esquina y gente que sigue corriendo por el parque, como todas las tardes, esos parques donde se arraciman los estudiantes en paro, más dispuestos a pillar una clamidia que otra cosa, parques salpicados de señoras que se sientan a la distancia social japonesa, que recogen los pies sobre el banco cuando se les acerca un perro, parques de parejas que parecen duelistas, a su metro y medio de cordón sanitario, parques llenos de generaciones viejas herederas del Madrid medieval. Tiendas de chinos: ni una abierta. O con la puerta a media cerrar, ni sí, ni no, pero en cualquier caso apagadas, a medio gas, en silencio, sin nadie a la vista. Metro y autobuses: vacíos y raros. Con olor a desinfectante a granel. O casi vacíos, los siete pasajeros sentados estratégicamente como piezas de ajedrez, con bufanda a casi treinta grados, tocando el botón de aviso de parada con el extremo del llavero, bajando la Gran Vía algo lívida y fantasmagórica como el Gran Canal de Venecia. Tiendas desiertas en la Gran Vía. Las aceras, esas aceras que ya daban para pasear arriba y abajo en carromatos del oeste, esas aceras donde los setentones del Golden Boite hacían cola vestidos como si siempre fuera uno de enero, donde los grupitos de filipinas se citaban los domingos para ir de caza al Primark, esas aceras ahora no las pisa ni Blas de Carabanchel.
Pasa el autobús turístico sin turistas, los mismos turistas de los que nos quejamos siempre tanto y toda esa gente de la que nos quejamos más. Que vuelvan. Que vuelva Anastasia paseando al Rey León, el humo del 53 y el ruido de la Vespa y el taxista que se salta el semáforo, las camadas de guiris que gritan en inglés, el cani recién llegado que grita con acento sevillano, los señores que caminan demasiado despacio, las señoras que caminan demasiado deprisa, las pijas del selfi en el semáforo, el camarero que no te da las gracias jamás, la quinceañera que no recoge la mierda de su perro. Su perro. La mierda. Que vuelva todo eso. Y que vuelva ya.
Esther García Llovet es escritora. Su última novela es Sánchez (Anagrama).