Una soledad amable y ruidosa
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Un póster preside la pared principal del estudio donde vivo, y reza en letras blancas sobre un fondo rojo: “Here is New York”. Se trata de un mapa ilustrado de los barrios de Manhattan, con una pequeña lista de dónde ir y qué visitar. Es un regalo heredado de una amiga con la que compartí el primer piso en el que viví aquí, en otro barrio hace casi cuatro años. Recuerdo observarlo desde la cama de su habitación durante largas noches de confidencias, recién llegada a la ciudad. Cuando esa amiga dejó Nueva York rescató el póster de sus objetos en venta para dármelo. Durante el siguiente año estuvo en la pared del salón de otra casa en Brooklyn, con otras compañeras de piso, y durante ese invierno pandémico me recordaba los primeros días tratando de orientarme en Manhattan, y los cafés en Harlem con la amiga que me lo dejó.
Milagrosamente ha sobrevivido a tres mudanzas y a distintos métodos de enganche: celo, pequeños clavos, Blu Tack. Se ha convertido en una especie de tótem de todo lo que presenció antes de llegar aquí: las amistades que llegaron y se fueron, las tardes de invierno en el sofá mientras fuera nevaba sin cesar, los cambios, los millones de zooms, las sesiones de terapia, las cenas con tantas personas que ya no están en Nueva York y las conversaciones que fueron determinando las distintas fases de la convivencia en todos esos pisos. Cuando lo miro ahora desde la mesa donde trabajo, también me recuerda que muchas veces no somos capaces de reconocer los regalos escondidos que nos llegan en mitad de situaciones complicadas.
Cuando vivía en aquel primer apartamento con cuatro compañeros de piso no podía concebir que un día ansiaría vivir sola. Crecí rodeada de gente y siempre he vivido en casas con mucha actividad social, disfrutando de las interacciones esporádicas que genera ese jolgorio. Quizá por eso me costó tiempo darme cuenta, mientras metía en una caja de mudanza el póster de Manhattan, que quería probar cómo sería vivir por mi cuenta. Al protagonista de Poeta chileno (la última novela —bellísima y tierna— de Alejandro Zambra), le pasa algo parecido al acercarse a los 40. De repente, la soledad deja de ser un castigo y se acerca más a un presente. “Antes los demás estaban solos y él no, y ahora que él está solo los demás ya no lo están. Suena como un pensamiento autocompasivo, pero no lo es, más bien se alegra de su soledad, adora su soledad, la cuida como se cuida un amuleto que anduvo perdido algunos años y le costó trabajo recuperar. Es una soledad amable y ruidosa, poblada de gente que sale y entra de su vida por una puerta giratoria cuyo mecanismo a veces se estropea, pero que por lo general funciona bastante bien.”
Algunos de los regalos más importantes que me ha dado esta ciudad han venido de la mano de circunstancias adversas: la amiga que me acogió una Navidad que estaba sola en un piso infestado de ratones, las que me ayudaron a subir y bajar muebles en las escaleras empinadas que llevan a este estudio, en una cuarta planta sin ascensor, las que me mandaron sopa cuando enfermé. Haciéndome sentir que yo también, como el protagonista de la novela de Zambra, habito una soledad amable y ruidosa. Y vuelvo siempre a The Uses of Sorrow, un poema de Mary Oliver que cristaliza perfectamente esta idea: “Someone I loved once gave me / a box full of darkness. It took me years to understand / that this, too, was a gift” (“Alguien a quien amé me regaló una caja llena de oscuridad. Me llevó años comprender que esto también era un regalo”).