¿Si solo pudieses elegir un plato…?
El otro día, mientras cenábamos en casa, mi marido y yo les contábamos a mi padre y a mi hermana —quien por cierto, ya había escuchado la historia unas 400 veces, porque estamos tan entusiasmados que el tema se ha convertido en el centro de todas nuestras conversaciones— lo beneficioso que ha sido para nosotros implantar en casa una planificación de menús mensual. Viejo como el mundo, pero inexplorado hasta el momento por mi yo adulto, mi única experiencia previa con menús organizados me venía dada y era la del comedor escolar: ese menú impreso en una hoja de papel que mis hermanos y yo repasá...
El otro día, mientras cenábamos en casa, mi marido y yo les contábamos a mi padre y a mi hermana —quien por cierto, ya había escuchado la historia unas 400 veces, porque estamos tan entusiasmados que el tema se ha convertido en el centro de todas nuestras conversaciones— lo beneficioso que ha sido para nosotros implantar en casa una planificación de menús mensual. Viejo como el mundo, pero inexplorado hasta el momento por mi yo adulto, mi única experiencia previa con menús organizados me venía dada y era la del comedor escolar: ese menú impreso en una hoja de papel que mis hermanos y yo repasábamos con desidia el día 1 de cada mes.
Tener estructurado (con recetas y cantidades incluidas, para ir a tiro hecho) qué vamos a comer y cenar cada día del mes ha resultado ser un cambio de dinámica simple pero eficaz. ¿Objetivo? Comer de todo, hacer una compra que nos permita no generar desperdicio (comprando casi al detalle las cantidades que vas a necesitar a lo largo de los próximos 30 días), obligarnos a cocinar a diario —novedad— y no caer en el frecuente ¿y qué cocino yo ahora? Los resultados no se han hecho esperar: en menos de un mes nos sentimos mejor, con más energía, sabemos a ciencia cierta que estamos dotando a nuestro organismo de todo lo que necesita para funcionar bien, y hemos ordenado nuestras rutinas y nuestro frigorífico. ¿No es motivo para emocionarse?
Volviendo al escenario de la cena, mi hermana decidió dar un giro a la conversación con un recurso clásico y atemporal, ideal si quieres asegurar la implicación de todos los presentes: “Si solo pudieseis elegir un plato para comer el resto de vuestros días… ¿cuál sería?’’. Oh, no. Odio esa dinámica de juego. Me hace darme cuenta de mi tremenda incapacidad de posicionarme ante las cosas más simples. No me preguntes por mi película favorita, ni tampoco por el qué me llevaría a una isla desierta, y mucho menos me pidas que elija un plato que tendré que digerir una y otra vez el resto de mis días. ¿Acaso hay un plato del que no llegaría a cansarme? Porque no se trata de elegir un ingrediente en torno al cual puedas crear diferentes propuestas, sino elegir un plato final, ya cocinado, listo para degustar una y otra vez hasta la eternidad. Y teniendo en cuenta y asumiendo que de todo te cansas, yo imagino que la respuesta tendría más que ver con vínculos y memoria, que con preferencias gastronómicas. Da igual lo mucho que te guste el sushi: si tienes que comerlo día sí y día también, lo que querrás encontrarte, después de siete días en modo repeat, en el plato es el cocido de tu abuela. O esas alubias que te recuerden a tu infancia o el bistec con patatas del bar del pueblo en el que veraneabas. En definitiva: comida que alimente tus recuerdos y tu corazón, porque es la única manera de seguir comiendo cuando el estómago se cierre de hartazgo. Lo atemporal, los platos que traen confort, que tienen una carga emotiva, una significancia íntima y personal.
Ante la monotonía, nos salvan los sabores que están pegados a las paredes de la memoria. Y si me preguntas por cuál es mi plato favorito, lamento decirte que sigo sin saberlo. Lo he intentado una y otra vez, pero aún no he dado con ello. Supongo que quizá, me revelo ante la idea de tener que elegir un solo plato, si eso supone no poder volver al resto, una y otra vez, para reavivar los cientos de recuerdos vinculados al comer, que configuran nuestra memoria. Hay demasiados.