Opinión

Pongamos que escribo de Nueva York

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Existen muchas formas de mirar una ciudad, y no hay ninguna que se haya reproducido de tantas formas y en tantas versiones como Nueva York. La protagonista de Liquidación —la novela de Ling Ma que predijo el futuro pandémico— se da cuenta viendo una proyección de Manhattan de que en alguna medida todos hemos estado en Nueva York: “Viéndola en la pantalla, Nueva York me parecía una ciudad desconocida, y volví a verla como la había visto en el instituto: romántica, desaliñada, aún sin gentrificar del todo, llena de promesas. Tras haber pasado allí cinco años, sentí nostalgia más por su imagen que por la verdadera Nueva York. Pensé que Nueva York es probablemente el único lugar donde, en cierto sentido, todo el mundo ha estado ya, gracias al imaginario común, antes de poner un pie en la ciudad”.

Antes de poner un pie en la ciudad, Nueva York existía para mí en las series y en comedias románticas, en las novelas con las que crecí, en todas esas canciones con las palabra New York, Brooklyn o Manhattan en el título. Y, sin embargo, cuanto más tiempo pasa, menos se parece mi idea de ella a lo que un día imaginé. Si pienso en Nueva York, pienso en el ruido de las sirenas a las tres de la mañana, en los trabajadores de la lavandería que cierran dos días al año, en el puesto de fruta de la calle y el hombre que lo regenta, impertérrito ante las condiciones climáticas extremas. Nueva York es el azote de viento frío en la cara y la bocanada de aire salido del infierno al entrar en el metro, y el paseo de cada tarde al terminar la jornada laboral, donde puede pasar cualquier cosa. Es el vagabundo que, un mal día de verano en el que la vida se me hacía cuesta arriba, me dijo que el vestido verde que llevaba era perfecto para mí. Es la trabajadora del metro que guardó el iPhone de mi amiga Andrea durante horas, cuando se le cayó al cambiar de línea después de un día de aventuras en Jackson Heights.

El documentalista John Wilson captura la esencia del Nueva York más cotidiano y excéntrico en su sorprendente serie How To With John Wilson, un recorrido personal sobre los aspectos de la ciudad que le fascinan y obsesionan. Desde los andamios de la Gran Manzana hasta las esquinas más extrañas, Wilson recorrió durante dos años su ciudad natal, cámara en mano, y encontró belleza en los sitios más insospechados: en las estanterías del supermercado, en las obras que nunca terminan, en una agencia de viajes. En un episodio narra su confusión al emerger un día en su barrio en Queens y encontrárselo decorado de época, hasta que descubrió que estaban rodando el remake de West Side Story. Días después, las mismas calles estaban pobladas de judíos ortodoxos (otro rodaje). Wilson, que nunca se pone frente a la cámara, consigue reflejar lo más especial de Nueva York: el brillo entre las bolsas de basura, el viaje a los barrios donde no contabas con ir, la conexión con las personas más insospechadas.

Pensar y mirar una ciudad es al fin y al cabo un ejercicio autobiográfico: proyectamos en los lugares que transitamos las cosas que nos están pasando. Viendo el documental, me acordé de la vez que me reconocieron como asidua en el camión de tacos que genera colas en la calle cada día en Williamsburg, y de un día febril en el que tuve la sensación delirante de que el mundo se estaba acabando porque todas las personas con las que me crucé caminaban en dirección opuesta a mí (¿sería también el rodaje de una película?). Y escribir otra vez sobre Nueva York me recuerda a la frase de María Gainza que dice que siempre es así: “Uno escribe algo para contar otra cosa”.

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