Opinión

Para qué sirve una revista: nuestro rumbo

«Las mujeres no necesitamos crecernos ni con tacones ni con eslóganes banales. Lo que hacemos, descalzas o con manolos, es burlarnos de la gravedad, divertirnos con nosotras mismas y buscar nuestro propio rumbo».

Elsa Fernández-Santos.

La ficción no ha sido muy amable con la imagen popular de las revistas femeninas. El lugar común ha mostrado a mujeres devoradas por la ambición o víctimas de su frágil autoestima. Un escenario proclive a sibilinas enemistades y relaciones tóxicas. Un imaginario forjado por una larvada misoginia donde las mujeres afilan sus uñas ante los delirios del rosa y el lujo. Por desgracia, las propias caricaturizadas han abrazado con inexplicable tesón arquetipos tan dañinos. Para colmo, la integridad periodística del gremio también lleva demasiado tiempo cuestionada por su estrecho vínculo con la indu...

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La ficción no ha sido muy amable con la imagen popular de las revistas femeninas. El lugar común ha mostrado a mujeres devoradas por la ambición o víctimas de su frágil autoestima. Un escenario proclive a sibilinas enemistades y relaciones tóxicas. Un imaginario forjado por una larvada misoginia donde las mujeres afilan sus uñas ante los delirios del rosa y el lujo. Por desgracia, las propias caricaturizadas han abrazado con inexplicable tesón arquetipos tan dañinos. Para colmo, la integridad periodística del gremio también lleva demasiado tiempo cuestionada por su estrecho vínculo con la industria de la moda, permitiendo que el mercado se aprovechase con descaro del rol histórico de la prensa para mujeres. Un poder sobre la identidad de género y la sociedad de consumo que nació en el siglo XVII y que, por algo será, sufrió la censura y persecución nazi cuando Hitler invadió Francia.

Sin embargo, cuando en pleno siglo XXI en muchas sociedades se condena que una mujer se pinte los labios o las uñas, o se las señala por su ropa, no deberíamos menospreciar unos contenidos que buscan un nada sencillo equilibrio entre el lector, el mercado y unos valores que rompan con el oximorón del consumo sostenible. El otro día mi madre recordaba ante las uñas de gel de su nieta (feminista de cuarta ola) que mi abuelo, un católico perteneciente a un entorno tan poco sospechoso como el de la Institución Libre de Enseñanza, no soportaba verla con las uñas pintadas “como una puta”. Y eso que ella, feminista recalcitrante, va a la peluquería como mucho dos veces al año. Quizá por reacción a ese ambiente tan progresista como beato en el que me crié, cuando una amiga de la familia me regaló de niña un oloroso tarrito de perfume sólido de Avon se abrió en mi cerebro una fantasía perfumada que aún perdura. Desde siempre, y en muchas ocasiones a hurtadillas de los guías espirituales de mi vida, las revistas femeninas me han acompañado.

En ellas no solo descubrí a muchos de los grandes fotógrafos del siglo XX, fundamentales en mi formación visual, sino que encontré un lugar de inspiración y belleza capaz de leer la calle y sus mutaciones generacionales con más osadía y velocidad que otros medios. Empujadas por su necesidad de legitimarse, muchas han acabado tomándose demasiado en serio. Pero en el décimo aniversario de una de las pocas cabeceras españolas que hoy se puede permitir un reto de futuro, reivindico un lugar entre el juego y la inteligencia. Porque no, las mujeres no necesitamos crecernos ni con tacones ni con eslóganes banales. Lo que hacemos, descalzas o con manolos, es burlarnos de la gravedad, divertirnos con nosotras mismas y buscar nuestro propio rumbo.

* Elsa Fernández-Santos es crítica de cine en ‘El País’.

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